JOHN J. RATEY EL CEREBRO: MANUAL DE INSTRUCCIONES Traducción de Juan Pedro Campos MONDADORI
Introducción Por primera vez, los descubrimientos neurocientíficos se extienden a campos tan diferentes como la antropología, la filosofía, la lingüística y la psicología. Los medios de comunicación parecen obsesionados con un solo aspecto concreto de esos descubrimientos, a saber, que nuestra personalidad, nuestra conducta y nuestras dolencias mentales tienen un fundamento biológico. Ni que decir tiene que se trata de algo apasionante, pero esa fijación hace que se pierda dónde está la verdadera emoción en lo que empezamos a destapar. Nuestros nuevos descubrimientos no solo crean fármacos mejores; de ellos nacen también teorías especulativas acerca dël funcionamiento del cerebro, y bastará con que varias se acerquen, por remotamente que sea, a la verdad para que cambie para siempre la manera en que pensamos de nosotros mismos. El que observa cómo se están desarrollando las cosas ha de sentirse como Núñez de Balboa la primera vez que vio el océano Pacífico: no sabemos todavía cuál es el significado completo de lo que estamos viendo en las neurociencias, pero sí que supone el nacimiento de una nueva era. Resulta que verse a uno mismo con los ojos de un neurocientífico moderno no solo ofrece un medio para el conocimiento de sí nuevo e inspirador sino que apunta además a una unificación, más que a una contradicción, de lo que psicólogos, antropólogos, lingüistas y filósofos llevan diciendo todo el tiempo. ¡De pronto, para nosotros, el mundo ya no es plano, sino redondo! Como el cerebro es responsable en última instancia de la personalidad, la cultura, la lengua y la razón, apenas sorprende que vaya surgiendo esa unidad, pero se trata de algo tan nuevo que impresiona: solo recientemente nos ha permitido la investigación conjeturar cómo funciona de verdad el cerebro. ¿De qué manera, pues, vamos a convertir una materia tan compleja en un libro de iniciación para todos? A primera vista, el mapa neurocientífico del cerebro es un confuso batiburrillo, con diferentes sistemas de clasificación. Como hay diferencias tan sustanciales de un cerebro a otro, hasta los neuro geógrafos profesionales discrepan acerca de por dónde deben trazarse las divisorias, y la función es otra cosa por completo. Imagínese que intenta leer un mapa de carreteras de Pensilvania que llevase escritos en letra diminuta datos de los distritos electorales, las concentraciones de renta, la densidad de población, la composición étnica y los sondeos geológicos, y por si fuese poco los cambios históricos de todo eso a lo largo de los últimos cien años. Habría sido mucho más fácil, se lamentaría usted, haber llamado a la oficina de turismo, que proporciona rutas concretas, pero en tal caso se habría perdido usted la rica cultura que ofrece ese estado. La ciencia del cerebro es una secta sacerdotal, una orden mística completamente cerrada para el no iniciado. Me he esforzado todo lo que he podido en darle a usted, lector, la oportunidad de aprender acerca de la complejidad del cerebro sin recurrir a la jerga. Espero que empiece a apasionarse cuando comprenda que en las neurociencias nos enfrentamos ahora a cosas más fascinantes que las de los ordenadores o el ciberespacio en toda su gloria. Los descubrimientos de los próximos treinta años no solo transformarán nuestro mundo; nos transformarán a nosotros mismos. Claro está, no puede predecirse cómo y cuándo se producirán estos cambios en nuestro mundo, pero todos habremos de estar listos y ser parte de lo que se avecina. La confusa terminología que la neurociencia aplica al cerebro y a sus funciones al final tendrá que cambiar, y lo hará a medida que nuestro conocimiento del cerebro se ahonde. Los científicos que estudian patologías siguen empeñados en perseguir un solo componente neuronal roto que, se imaginan, tendría la culpa de la dolencia de que se trate en cada caso, y hacen lo que pueden causando funciones cerebrales específicas con localizaciones geográficas determinadas. Cuanto antes reemplacemos nuestro modelo mecanicista del cerebro con una concepción centrada ecológicamente, fundamentada sistémicamente, mejor estaremos, pues este segundo tipo de modelo es el que mejor explica una gran parte de la experiencia humana. Pero cambiar la terminología no es el propósito de este libro; ese es en realidad trabajo para los neurocientíficos, y ya creo que tendrán que esforzarse, pues sus prejuicios y categorías son una gran barrera para el progreso de la especialidad. Palabras como «memoria», o «felicidad», o «verosimilitud» no se refieren a funciones cerebrales, sino a categorías semánticas generadas por funciones cerebrales para las que no tenemos nombres y de las qué, de momento, sabemos poco. Por fortuna, la mayoría de los científicos de la especialidad son conscientes de cuán urgente es que revisemos nuestros modelos del funcionamiento del cerebro y encontremos un nuevo lenguaje que exprese esas ideas. En estas páginas tendré que traducir la jerga a una forma mejor de comunicarse, y así, en cierto sentido, daré con una manera nueva de hablar del cerebro. Buena parte del lenguaje que se emplea en el estudio del cerebro, sobre todo en las ciencias cognoscitivas, procede de la informática, y no casa bien con lo que sabemos de él. El cerebro no se parece en nada a los ordenadores personales que ha diseñado; no procesa la información y construye imágenes mediante la manipulación de ristras de dígitos, de unos y ceros, sino que está compuesto principalmente de mapas, dé ordenaciones de neuronas que al parecer representan objetos enteros de la percepción o de la cognición, o al menos cualidades sensoriales o cognoscitivas enteras de esos objetos, como el color, la textura, la credibilidad o la velocidad. En la mayor parte de las funciones cognoscitivas se produce la interacción de mapas de muchas partes diferentes del cerebro a la vez; la perdición de los científicos cognoscitivos es que un plátano no esté en una sola estructura del cerebro. El cerebro ensambla las percepciones por medio de la estimulación simultánea de conceptos enteros, de imágenes enteras. No se vale de la lógica predicativa de un microchip, sino que es un procesador analógico; esto quiere de cir, básicamente, que trabaja con analogías y metáforas. Relaciona unos conjuntos enteros de datos con otros y busca semejanzas, diferencias o relaciones entre ellos. No ensambla pensamientos y sentimientos a partir de unidades de datos. Por consiguiente, he decidido que sustituiré buena parte del lenguaje técnico que se emplea para hablar del cerebro por uno más afin al que usa el propio cerebro. A lo largo de este libro me valdré constantemente de analogías y de metáforas, de anécdotas de mi vida y de la de mis pacientes. A propósito no incluyo un glosario, ya que intentaré que sean la claridad y la repetición las que consoliden en la memoria del lector los nombres, funciones y localizaciones aproximadas de los muchos subórganos o partes del cerebro. Aunque metáforas y analogías no son corrientes en los círculos científicos, estoy firmemente convencido de que una forma menos lineal de pensamiento acabará por ocupar, en buena medida, el lugar de los razonamientos lógicos que empleamos hoy. Chris Langton, uno de los investigadores fundamentales del campo de la teoría de la complejidad, conjetura que en el futuro la ciencia será más poética. También nuestro inquieto mundo se está volviendo demasiado complejo para la argumentación lógica y puede que haya que cambiar de manera de pensar: cuando las emociones son fuertes, la fe se pone de verdad en las analogías, no en el cálculo. Mientras, hemos de concentrar nuestra atención en aprender todo lo que podamos del cerebro, para así poder saltar a donde la disciplina, y nuestro mundo, se encaminan. Desde que Freud inventó la técnica del psicoanálisis se ha considerado que el psiquismo humano es un objeto de tal complejidad que solo se consideraba aptos para hurgar en sus profundidades a los pocos individuos con la preparación necesaria para interpretar las comunicaciones jeroglíficas de los sueños. La profesión del cuidado de la salud mental ha estado envuelta siempre en el misterio, como si sus miembros perteneciesen a una secta sacerdotal secreta. En estos días, claro está, la ciencia está empezando a sustituir varios aspectos del modelo freudiano con explicaciones biológicas. Si bien la psicoterapia sigue siendo una parte esencial del tratamiento de dolencias mentales como la depresión y la ansiedad, sabemos mucho más que antes acerca de cómo puede el cerebro echarnos una mano o de cómo puede fallarnos. Muchos aspectos de nuestra forma de ser, antes achacados al entorno, a unos malos padres o a traumas sufridos en los primeros años de vida, se consideran ahora, más correctamente, deficiencias cerebrales. Del autismo, cuyo origen se pensó en una época que estaba en la crianza por una madre emocionalmente fría, se sabe ahora que es un caso extremo de un tipo de desarrollo cuyas causas tienen poco que ver con el entorno. Se echaba antes la culpa de que un niño mojase la cama a que les faltasen a los padres un amor y una disciplina apropiados; hace poco, un grupo de investigación holandés ha encontrado un marcador genético de la dolencia. Estamos asistiendo a una sustitución gradual del tradicional enfoque que centraba la curación en la psicodinámica por otro basado en la biología. Para quienes padecen minusvalias que en otro tiempo se pensaba que eran culpa suya son buenas noticias. Nuestra nueva ciencia ha mostrado que en cuanto órgano, como parte del cuerpo, el cerebro está sujeto a los mismos tipos de influencias y disfunciones que los demás órganos. Como un grupo de músculos, responde al uso y al desuso creciendo y conservando su vitalidad o degenerando, y así, por primera vez, he mos aprendido a ver los procesos mentales como sistemas físicos que necesitan formación y práctica. El cerebro es un sistema dinámico, muy sensible y sin embargo robusto, capaz de adaptarse, para mejor o peor, a casi cualquier elemento de su entorno. Si nuestra intención es ponernos a preparar nuestros cerebros para que nos vaya bien en el mundo, tendremos, ciertamente, que saber más acerca de los diversos factores que influyen en las funciones cerebrales. La mayoría se hace ya alguna idea de los tipos de estrategias que pueden adoptarse para cambiar la manera en que funciona el cerebro; el Prozac, la melatonina y las máquinas biorretroalimentadas se anuncian por todas partes. En realidad, casi todo lo que hacemos, comemos o bebemos afecta al cerebro. Pero lo que no entienden tantos es al cerebro mismo. Antes de que las personas empiecen a comprender de verdad por qué piensan, hablan, aman, lloran o ven el mundo tal y como lo hacen, deben primero hacer las paces con quiénes, o qué, son realmente. Por desgracia, aquí es donde las limitaciones de este modelo biológico se manifiestan. Si antes andábamos tras un trauma oculto entre la neblina de los sueños, hoy perseguimos ese solo gen, esa pieza defectuosa del tejido cerebral o el neurotransmisor desequilibrado que suponemos está detrás de nuestro padecimiento. Esta forma de ver hace que dé la impresión de que nuestra vida mental está determinada totalmente por los genes que nos ha repartido el destino. Si la biología está detrás de quiénes somos, ¿cómo podremos sentir que tenemos el menor libre albedrío o esperanzas de una vida diferente? Un conocimiento mejor de cómo funciona el cerebro nos dará a todos una mejor manera de poder hacer algo acerca de quiénes somos, de poder intervenir activamente en la conformación de nuestras vidas; es responsabilidad nuestra saber de nosotros mismos y de aquello que nos da a cada uno una manera única de ver el mundo. La transición del trauma a la biología, por desgracia, no ha sido capaz de apartar a los médicos de los diagnósticos basados en los afectos. Si usted es infeliz y quiere buscar ayuda, el proceso que llevará al diagnóstico se empeñará al principio sobre todo en inquirir cómo se siente usted. Con esta información inicial se procede al diagnóstico y al tratamiento, bien con una criba de las fuentes posibles de culpa, rabia o deseos insatisfechos que haya en su psiquismo, bien intentando modificar los síntomas afectivos farmacológicamente, bien con ambas cosas. Esta manera de proceder está, en mi opinión, equivocada de cabo a rabo. Muchas dolencias cerebrales, en especial las que producen déficit en la percepción y en la cognición, pueden sumir las vidas de los pacientes en un estado de profunda miseria. Históricamente, apenas ha habido dolencia mental que no se haya asociado a defectos del carácter. Mientras que los médicos, afortunadamente, ya no enfocan la psicopatología con tanta crueldad, en el espíritu popular sigue quedando tanta confusión acerca del psiquismo que es muy fácil que nos sintamos avergonzados de nuestras carencias psicológicas. Si usted padece un problema auditivo no diagnosticado, la conclusión natural será que es usted estúpido, indiferente o ambas cosas. Cuando un paciente en esas circunstancias busca ayuda, busca, qué duda cabe, curarse de su infelicidad, pero empezar con la infelicidad misma puede que no conduzca a ninguna parte. El mundo está lleno hoy de disléxicos o de personas con otras dificultades para aprender que se preguntan por qué años de antidepresivos y de análisis no han mejorado sus vidas. El médico tiene otra opción: comenzar la terapia indagando cómo experimenta él mundo el paciente, preguntarle, no cómo se siente, sino cómo conoce el mundo. Si un médico intenta primero determinar cómo funcionan los dispositivos con que una persona experimenta la vida, estará, en cierto sentido, en el principio del principio. Un problema con la percepción puede causar un déficit cognoscitivo, que a su vez conducirá a desventajas sociales, pérdida de autoestima y a una vida fallida. Habiendo identificado en el cerebro dónde nacen los problemas, el terapeuta puede idear un plan para el tratamiento que ataque la verdadera fuente de la infelicidad del paciente. Una vez se sabe que el origen del sentimiento de culpa y de los reproches a uno mismo está en un déficit del desarrollo la vergüenza se disipa, y a menudo el paciente se cura en un momento de muchos problemas afectivos. Pero para que se produzca esta transformación en la manera en que afrontamos la psicopatología todos hemos de aprender a estudiar nuestro comportamiento a partir del órgano que lo sustenta. Los terapeutas, ni que decir tiene, han de saber ahora reconocer las señales de que hay un déficit orgánico, perceptivo o cognoscitivo, por leve que sea, y no ignorar con qué preguntas será más probable que se descubra la naturaleza del problema. No obstante, los pacientes han de saber también de sí mismos, ya que son los únicos testigos de su propia experiencia subjetiva. Son los únicos que pueden describir cómo ven, oyen, piensan y se sienten en una situación dada. La sabiduría común siempre ha sostenido que la clave del éxito en la vida es conocerse a uno mismo, y esa sigue siendo una de las verdades auténticamente básicas de la filosofía, la psicología y la religión. Para conocernos a nosotros mismos debemos convertirnos en buenos observadores de nosotros mismos, y esta es la razón, antes que cualquier otra, de que debamos aprender acerca de ese objeto que es el motor de nuestra lógica, nuestra imaginación y nuestra pasión. El determinismo biológico ha empezado, en los últimos años, a erosionar la confianza que teníamos en nuestro conocimiento de qué concierne y qué no a la moralidad. Es una época paradójica esta en la que vivimos, en la que parece que hay una tensión creciente entre los avances de la biología humana, con su capacidad de sanar, y el principio de responsabilidad que mantiene la cohesión de nuestra sociedad. Nos depare el futuro lo que sea, todos hemos de estar, como mínimo, preparados para tomar decisiones informadas. El otro gran problema que plantea la nueva ciencia del cerebro, como he mencionado antes, es que los neurocientíficos, en cierto sentido, se han hecho, sencillamente, con el papel elitista, casi sacerdotal, que una vez fuera de los analistas. El lenguaje con que describen el cerebro es, en todo caso, más críptico que la vieja terminología psicoanalítica, que ya era tan oscura que solo los profesionales preparados podían abrirse paso por la bibliografía. Pocos son los que se molestan en aprender se mejantes maneras de expresarse; juzgan que, como pasaba con el lenguaje de los científicos informáticos de principios de los años setenta, es mejor dejárselas a esos tipos raros. Si alguien tiene alguna duda, le bastará con un breve vistazo a un libro de texto moderno de neurofisiología: querrá salir corriendo. Aunque la mayoría de las disciplinas, incluidas las científicas, tienden a reemplazar lenguajes descriptivos más viejos con una terminología nueva que transmita mejor el estado actual de los conocimientos en la materia, las neurociencias se han limitado a superponer capa sobre capa de jerga en los más o menos cien años que yo considero modernos.
LA TRAYECTORIA DE LA EVOLUCIÓN. El cerebro evolucionó de abajo arriba, como se ve en esta ilustración. Paul MacLean concibió este modelo del llamado cerebro trino en 1967; expresa la idea de que nuestro cerebro se desarrolló conservando las áreas de los cerebros de nuestros precursores que habían demostrado su utilidad y construyendo estructuras nuevas que ayudaron a la especie a dominar la lucha evolutiva. Por medio de las mutaciones aleatorias y de la supervivencia del mejor adaptado, la evolución fue haciendo apaños en lo que había hasta engendrar el mecanismo más adaptativo del universo. En la base del cerebro, el cerebro reptil, es donde están situados los centros de mando necesarios para la vida. Controlan el dormir y el despertar, la respiración, la regulación de la temperatura y los movimientos automáticos básicos; son además estaciones de paso para las señales sensoriales que llegan. A continuación, el cerebro paleomamífero (incluido el sistema limbico) promueve la supervivencia y refina, enmienda y coordina los movimientos. Vernos también aquí el desarrollo de los aparatos de la memoria y las emociones, que potencian aún más la regulación interna del cuerpo a la vez que empiezan a tratar con el mundo social. Finalmente se desarrolló el cerebro neomamífero, o corteza. Es el área que se encarga de afinar las fimciones inferiores y de nuestras asociaciones, pensamiento abstracto y destreza planificadora; gracias a ella reaccionamos ante dificultades nuevas. También ha evolucionado el cerebelo; es un reflejo de que tiene un papel en el pensamiento, el habla, la memoria y la vida emocional. Cuando los primeros exploradores miraban dentro del cráneo humano no tenían ni idea de la verdadera función de las regiones y de los órganos que estaban viendo: los detalles funcionales concretos llegarían mucho más tarde. Por consiguiente, simplemente dieron nombres a las partes del cerebro basándose en su forma, de manera muy parecida a como nombramos las cosas que vemos en las nubes. Mientras, la anatomía comparativa estaba ocupada descubriendo que el cerebro humano contiene, estructuralmente hablando, la historia evolutiva de todos los cerebros. Su núcleo es, en apariencia, semejante a los cerebros enteros de los reptiles modernos. A medida que se desarrolla el cerebro fetal, vuelve a suceder, en miniatura, cada etapa de la evolución del cerebro; sucesivamente, nuevas capas modernas van añadiéndose a las capas de abajo, más primitivas. Por encima de nuestro fantasioso lenguaje anatómico encontramos, pues, el lenguaje de la evolución.Y sobre ese nivel descriptivo tenemos los últimos cincuenta años de auténtica cartografía funciomal, la terminología neurofisica que describe qué hacen en realidad las partes del cerebro. Como este mismo, el lenguaje de las neurociencias refleja una historia de acumulación y enriquecimiento, más que de reemplazo, de estructuras previas. No sorprende que el lenguaje con que se habla del cerebro sea complejo; es que es el objeto más complejo del universo. Hay cien mil millones de neuronas en un solo cerebro humano, y unas diez veces más de otras tantas células que no tienen un papel computacional. Cada una de esas neuronas se conecta con otras por medio de las proyecciones ramificadas arborescentes llamadas axones y dendritas, la mayoría de las cuales terminan en unas estructuras diminutas, las sinapsis. Las sinapsis son el objeto de buena parte de las investigaciones actuales sobre el cerebro; se cree que la mayor parte del aprendizaje y del desarrollo se produce en el cerebro mediante la intensificación o debilitamiento de esas conexiones. Cada una de los cien mil millones de neuronas que tenemos puede tener de una a diez mil conexiones sinápticas con otras neuronas. Esto quiere decir que el número teórico de diferentes patrones cognitivos posible en un solo cerebro es, aproximadamente, de unos cuarenta mil billones. Los minúsculos huecos entre las sinapsis, donde las señales eléctricas se convierten brevemente en químicas y de nuevo en eléctricas, son el lugar donde nuestros fármacos psicoactivos, de la aspirina al Prozac, efectúan sus prodigios. Si los cambios en la intensidad sináptica (no solo las diferentes conformaciones de las sinapsis) son el mecanismo primario en que se basa la capacidad que el cerebro tiene de representar el mundo, y si cada sinapsis tiene, digamos, diez intensidades diferentes, las diferentes configuraciones electroquímicas de un solo cerebro alcanzan un número mareante: diez elevado a un billón. No puede ni imaginarse lo grande que es este número: los astrofísicos calculan que el volumen del universo conocido es, en metros cúbicos, más o menos, diez elevado a ochenta y siete.Y a esta complejidad hay que añadirle aún una dimensión más: las diez intensidades distintas de una sinapsis es una cifra de conveniencia; hasta la fecha se conocen cincuenta y tres neurotransmisores, las sustancias que llevan la información a través de las separaciones entre las sinapsis. La expresión misma «número de intensidades», con toda probabilidad, no describe de manera precisa, lo que sucede.Y por último, ¡el cerebro cambia sus patrones cognitivos cada segundo de nuestras vidas en respuesta a todo lo que percibe, piensa o hace! Por suerte, esta complejidad dinámica es en verdad la solución al miedo que muchos tienen a que nuestra naturaleza esté prefijada materialmente por los genes. El cerebro es tan complejo, y tan plástico, que es casi imposible, salvo en los términos más generales, predecir cómo un factor dado influirá en su estado. Los genes contienen instrucciones para gran parte del desarrollo inicial del cerebro, pero carecen de un poder absoluto de determinar cómo responderá. Según las teorías actuales, el cerebro se parece más a un ecosistema que a una máquina, y muchos de sus sistemas compiten constantemente entre sí a lo largo de nuestras vidas, en un proceso que el premio Nobel Gerald Edelman ha llamado «darwinismo neuronal». Estas redes de sinapsis, sostiene Edelman, son más que una vasta infraestructura comunicativa; cada red del cerebro lucha con las demás por conseguir que el mundo le devuelva una retroalimentación. Los científicos, pues, no pueden predecir mejor cómo un cerebro dado expresará un gen que cómo será una jungla tropical dentro de treinta años. Aunque se supiese el número exacto de tigres, escarabajos, loros, monos y plataneros, no habría esperanzas de saber a qué especies les irá mejor a largo plazo. Cada suceso suelto tiene el potencial de perturbar el equilibrio de poder y, con ello, de cambiar cada suceso subsiguiente. En cualquier sistema de esa complejidad, les toca a monos y tigres ver quién se lleva el gato al agua. En nuestro cerebro, nos toca a nosotros, y por eso es tan crucial que sepamos más de él. Tenemos libre albedrío, en cierto sentido, pues todo lo que hacemos afecta a todo lo que viene a continuación, y el cerebro se desarrolla de manera en gran medida impredecible. La genética es importante, pero no determinante, y los tipos de ejercicio, sueño, alimentación, amigos y actividades que escojamos, así como las metas que nos propongamos, tienen quizá tanto poder para cambiar nuestras vidas como los genes de condicionarla. Y ser consciente neurológicamente de uno mismo es el más importante de los primeros pasos que podamos dar. Por desgracia, el segundo objeto más complejo del universo es todo ese lenguaje con que hablamos del cerebro; esa es una de las razones de que trabajadores sociales, psicólogos y otros profesionales de la salud mental se echen para atrás y no lo tengan en consideración. Muchos desearían poder ejercer sin tener que contar con el cerebro para nada, y en este campo está muy extendida la postura de que al cerebro debe tratarse como a las cañerías: olvidándose de él mientras no se atasque. Este esconder la cabeza debajo del ala se parece a la actitud del ejecutivo que espera que Internet sea una moda que pasará. Ignorar el cerebro deja coja a cualquier teoría psicológica. Hay un consuelo para los que no quieran dar su brazo a torcer. Cabe ver la psicodinámica, no como alternativa al modelo genético de la conducta humana, sino como extensión de ese modelo. Por ejemplo, la manera y el grado en que se expresa la mayor parte de los genes que influyen en las perturbaciones mentales varían enormemente de unos individuos a otros, e investigaciones recientes indican que el estrés infantil puede desencadenar la expresión de genes que, si no, habrían permanecido dormidos a lo largo del desarrollo. Tomemos un ejemplo hipotético: y si la «madre fría» supuestamente responsable del autismo, dolencia que ahora sabemos afecta al desarrollo y tiene casi con certeza un origen genético, sufre en realidad un caso leve de autismo y es perceptible su carencia natural de emociones? No empeorará en realidad el estado del hijo, pero puede que esté especialmente mal preparada para encarar la suma entrega emocional que requieren las terapias más eficaces (al menos parcialmente eficaces) al alcance de los padres. En cualquier caso, un observador freudiano no se equivocaría si conjetura que hay una relación entre la frialdad de la madre y el autismo del niño, solo que esa conexión sería genética en vez de causal. Un conocimiento cabal de los fundamentos biológicos de nuestra experiencia no arruinaría nuestra teoría, solo la enriquecería. Los debates acerca de qué factor genético, cultural o medioambiental es la verdadera causa del fenómeno X suelen ser una pérdida de tiempo; el cerebro es el principio que los liga todos. En un cerebro que se está desarrollando, cada componente se desarrolla en un primer momento por su cuenta, pero una vez ha alcanzado un cierto grado interno de desarrollo, y una vez el propio entorno le plantea más problemas, sus distintas partes empiezan a formar conexiones entre sí más extensas. Tendría su gracia que el cerebro mismo llegara a ser el catalizador de un proceso de maduración multidisciplinario en los campos de la psicología, la antropología, la lingüística y la filosofía. Para empezar, lo menos que podemos hacer es enterarnos de qué se sabe ahora acerca de cómo nuestros cerebros hacen lo que hacen. En contra de la creencia popular, ese es un propósito no solo científico, sino también moral: el conocimiento de uno mismo hace que sea aún más nuestra la responsabilidad de llevar una vida que maximice los puntos fuertes que podamos tener y minimice nuestras debilidades. No hay que echarse culpas. Los alcohólicos rehabilitados no se fustigan por no poder pasarse las horas muertas en un bar con sus amigos bebedores; se conocen demasiado bien para hacerlo. De manera semejante, echarse la culpa por las deficiencias fisiológicas del propio cerebro, sean las que fueran, es gastar mal las fuerzas, que se aplicarían mejor en cambiar los hábitos y forma de vivir para existir lo más productivamente que se pueda.
1 DESARROLLO Estaba haciéndolo otra vez. Esa joven que periódicamente aparecía vestida con una camisa y pañuelo del Oeste se plantaba delante de las puertas automáticas del supermercado Safeway. Miraba con mucha fijeza hacia adelante, daba con brusquedad cinco pasos hacia las puertas e intentaba refrenarse para no pasar adentro hasta que no se hubiesen abierto del todo. A veces no podía pararse y casi se estrellaba contra el cristal. Otras veces esperaba lo bastante y se precipitaba dentro. Fuera como fuese, volvía atrás y lo intentaba otra vez. Y otra. Los clientes habituales de ese establecimiento de Phoenix,Arizona, vacilaban un momento a su lado y pasaban entonces deprisa sin quitarle ojo pero sin quedarse mirando fijamente. Una vez dentro movían la cabeza y hacían los comentarios usuales: «Debe de estar loca». No sabían que Temple Grandin obtendría un doctorado en ciencias zoológicas y llegaría a ser una experta de fama internacional en el cuidado de los animales. Ni eso, ni que era autista. El nacimiento de Temple fue normal, pero a los seis meses se ponía tiesa cuando la tocaba su madre y hacía zafarse de sus abrazos. Pronto, no podía soportar que otra piel tocase la suya. Que sonara el teléfono y un coche pasase junto a su casa mientras dentro de esta se conversaba causaba en los oídos del bebé una confusión tan grande, los hería tanto, que le daba un berrinche y golpeaba a quien se le pusiese por delante. A los tres años los médicos dijeron que tenía «daños cerebrales». Los padres contrataron a una severa institutriz que estructuró el día de la niña alrededor de ejercicios físicos y juegos repetitivos, el de la «banda que desfila», por ejemplo. De vez en cuando Temple podía centrarse gracias a esa rutinas en lo que hacía, hablar incluso. Aprendió sola a escapar de los estímulos que la rodeaban, dolorosos para su sistema nervioso demasiado sensible, soñando despierta con imágenes de lugares distantes. Para cuando empezó el bachillerato había progresado mucho. Podía vérselas con algunas de las asignaturas y a veces era capaz de controlar sus reacciones hipersensibles al caos que la rodeaba, principalmente ensimismarse para reducir el miedo y la ansiedad constantes. Eso hacía que los demás chicos la considerasen fría y altiva. Creció en una angustiosa soledad, y a menudo le daban rabietas o hacía travesuras para combatir la sensación que tenía de que se la rechazaba. La echaron del colegio. A los dieciséis años sus padres la mandaron al rancho que una tía tenía en Arizona. El rígido horario del trabajo diario la ayudó a concentrarse.Tenía una fijación con una máquina grande con dos grandes placas de metal que compartían los costados de las vacas. Parecía que la presión las relajaba y dejaba suficientemente tranquilas como para que un veterinario pudiese examinarlas. Al visualizar una máquina de apretar que actuaba sobre ella misma obtenía la estimulación táctil que anhelaba, pero que no podía conseguir con el contacto humano porque la estimulación que le producía la cercanía fisica de otra persona era tan intensa que parecía como si una gran ola la envolviese. Para entonces, Temple y sus médicos se habían dado cuenta ya de que tenía memoria fotográfica. Era una autista savant. Cuando volvió a una escuela especial para niños bien dotados pero con problemas emocionales la única opción educativa que le quedaba-, los monitores dejaron que construyese una máquina de apretar humana. Ese proyecto la llevó a interesarse por la ingeniería mecánica, las matemáticas y la resolución de problemas, y en todo sobresalió. Construyó un prototipo; con una palanca controlaba el grado y la duración de la presión sobre su cuerpo. Después se sentía aliviada, con mayor empatía, más sensible a los sentimientos de amor y protección, hasta más tolerante con el contacto humano. Emprendió con el aparato experimentos controlados y adquirió pericia en las técnicas de investigación y de laboratorio, lo cual le dio ánimos para solicitar su admisión en una universidad. El estado de hiperexcitación de Temple y su incapacidad de administrar los estímulos del entorno lastraban su capacidad de enfrentarse al entorno normal constituido por su familia o sus compañeros. Los ejercicios repetitivos que hizo de niña, la máquina de apretar y sus éxitos académicos le fueron dando poco a poco la capacidad de controlar su conducta agresiva. De todas formas, con casi treinta años no había conseguido todavía crear relaciones sociales. Se encontraba en un estado constante de miedo escénico. Le entraba tal ansiedad cuando tenía que abordar a alguien que, entiéndase al pie de la letra, perdía el dominio y se echaba encima de esa persona, incapaz de refrenar sus músculos cuando se energiza emocionalmente. Si lograba detenerse a tiempo, se quedaba pegada al otro y le hablaba a diez centímetros de distancia de la cara, una pérdida instantánea de la intensidad. Entonces Temple ató todos los cabos. Presentarse ante alguien de una manera socialmente aceptable era como acercarse a las puertas automáticas del supermercado. Ambas cosas había que hacerlas. al mismo paso tranquilo. Por eso se la empezó a ver en el Safeway. Practicaba el acercarse a la puerta durante horas seguidas, hasta que lo automatizaba. El ejercicio le vino bien. Vio que podía abordar a las personas de manera apropiada si visualizaba el acercarse a las puertas. Estas eran como un mapa físico; le ofrecían una imagen visual concreta de una idea abstracta de cómo se abordaban las relaciones sociales con cuidado. Usó otra técnica de entrenamiento para aprender cómo se negocia con la gente, una estresante interacción que por lo normal la arredraba. Leyó los artículos del New York Times sobre las conversaciones de paz de Camp David que el presidente Jimmy Carter mantuvo con el egipcio Anuar al-Sadat y el israelí Menajem Begin. Se leyó cada palabra, y las memorizó en el acto; ser una savant le vino muy bien. Se imaginaba las conversaciones una y otra vez, como si estuviese viendo un vídeo interno, y se valía de ellas para guiar su conducta mientras trataba con personas reales. Hoy, Temple Grandin, a los cincuenta y un años, lleva una vida profesional y social satisfactoria. Han pasado veinticinco años desde los días en que se entrenaba ante las puertas del Safeway; ha aprendido a prestar atención a ciertos estímulos y a ignorar otros para no excitarse demasiado.Toma además dosis bajas de medicinas contra la depresión, que alivian su malestar oculto mejor incluso que la máquina de apretar. Temple hizo una serie de cosas inusuales para reconectar sus circuitos cerebrales defectuosos y poder controlar así su conducta. Desarrolló los circuitos que le permitieron enfrentarse a las puertas del supermercado, y se valió de esos circuitos recién creados por el entrenamiento para encontrar su sitio con respecto a otras personas. Dominó cada técnica con práctica, las automatizó y aplicó el patrón cognoscitivo recién impreso a otras facultades cognoscitivas. Desarrolló de adulta los circuitos cerebrales que su desarrollo fisico durante la infancia no le había proporcionado. El cerebro no es un ordenador que ejecute sin más programas predeterminados. Tampoco es una pasiva coliflor gris víctima de las influencias ambientales que ha de soportar. Los genes y el ambiente interaccionan constantemente y cambian el cerebro, desde el momento en que nos conciben hasta cuando morimos. Hay un gran debate en marcha entre escuelas diferentes de neurocientíficos acerca de si el cerebro es solo una máquina «lista para responder al ambiente», como defiende el grupo de los «conexionistas» -así se denominan a sí mismos-, o si, como sostienen otros, está compuesto genéticamente por módulos «listos para que se acceda a ellos», que el entorno solo estimula. No obstante, la mayoría de los neurocientíficos ven un híbrido, en el que las lineas generales del desarrollo del cerebro están bajo control genético y los detalles son cosa de la interacción del cerebro y del ambiente. Ciertamente, buena parte del transcurrir del desarrollo del cerebro se determina mientras somos fetos o niños pequeños. Pero como veremos hay muchos otros factores que pueden alterar el proceso, en el embarazo, en la niñez, de adultos o viejos. La sonrisa del padre, hacer ejercicio antes de la jornada laboral, una partida de ajedrez en el hogar de jubilados: todo afecta al desarrollo, y el desarrollo abarca toda la vida. No somos prisioneros ni de los genes, ni del ambiente. La pobreza, la alienación, las drogas, los desequilibrios hormonales y la depresión no dictan que haya que fracasar. La riqueza, la aceptación, las verduras y el ejercicio no garantizan el éxito. Puede que el libre albedrío sea la fuerza más potente de las que dirigen el desarrollo de nuestros cerebros, y por lo tanto nuestras vidas. Como muestra la experiencia de Temple, el cerebro adulto es a la vez plástico y resistente, y está siempre dispuesto a aprender. Las experiencias, los pensamientos, las acciones y las emociones nos cambian realmente la estructura del cerebro. Si consideramos que el cerebro es como un músculo que puede debilitarse o fortalecerse, podremos ejercitar nuestra capacidad de determinar lo que seremos. Una vez entendamos cómo se desarrolla el cerebro, podremos entrenarlo para que sea saludable, vibrante o longevo. Dejando aparte la enfermedad física, no hay razón alguna para que no sigamos participando activamente con más de noventa años. Las investigaciones sobre el desarrollo del cerebro han sido en la última década del siglo xx rápidas y furiosas. El tema ha llegado a ser tan popular que en los últimos años ha salido en la portada de Time (tres veces), Newsweek (dos) y Life, así como en otras revistas importantes. Las nuevas técnicas de toma de imágenes y montañas de estudios están proporcionando una cantidad enorme de conocimientos acerca de cómo puede ayudarse al cerebro a desarrollarse en los recién nacidos, los niños y los adultos, hasta en los fetos dentro todavía del seno materno. Claro está, con eso también cabe dentro de lo posible que se tome un rumbo equivocado. Las investigaciones han dado.lugar incluso a acciones políticas de los círculos más elevados del Gobierno. Hillary Clinton acogió durante un día entero en abril de 1997 en la Casa Blanca a un congreso de científicos, acontecimiento inusual, dedicado a los nuevos descubrimientos que indicaban que la adquisición de pericia lingüística, intelectual y emocional por los niños es un proceso activo que en gran medida puede haber concluido antes de los tres años. Esta premisa contrasta fuertemente con la creencia, que era ordinaria hace solo unos años, en que los niños son seres más que nada pasivos, en cierta forma inconscientes de su entorno, o que graban, sencillamente, todo lo que hay a su alrededor sin poner a continuación nada de su parte en lo que han registrado. Si los niños transforman y procesan los estímulos ambientales, nos corresponde a nosotros hacer que esos estímulos sean tan buenos que puedan pasar por ellos rápidamente y seguir con algo nuevo que aprender. El problema aquí es que esa fama puede mover a que se hagan cosas sin discriminar, adelantándose a los ensayos clínicos apropiados y la comprobación de las hipótesis nuevas. Basándose en investigaciones que no están plenamente confirmadas, algunos ponentes de la reunión de la Casa Blanca instaron a que se estableciesen programas federales que subiesen los sueldos y aumentasen la formación de los asistentes sociales, mejorasen la educación de los padres, expandiesen la formación de los pediatras y ampliasen la cobertura de la asistencia sanitaria prenatal. La «prueba» de que el desarrollo cerebral de los niños pequeños se potencia cuando se los expone a la música clásica es el mejor ejemplo de correr más que las investigaciones. Varios estudios recientes indican que es así, otros que no, y la reproducción de los resultados positivos no es concluyente todavía. No obstante, el gobernador de Georgia Zell IVliller añadió 105.000 dólares a la propuesta de presupuestos de su estado para 1998 para que se incluyese una casete o un disco compacto de música clásica en el paquete de regalitos que los hospitales mandan a los hogares de los cien mil niños que nacen en el estado cada año. La propuesta de Millen y la rueda de prensa que dio al respecto, salieron en los titulares de la prensa de toda la nación. «Nadie pone en duda que oír música a muy corta edad afecta al razonamiento espacial temporal en que se basan las matemáticas y la ingeniería, y hasta el ajedrez», dijo. «Hacer que el niño pequeño oiga música suave ayuda a esos billones de conemones a desarrollarse.» La atención que el gobernador prestaba a las investigaciones sobre el cerebro era digna de elogio, pero su actuación puede que fuese prematura. No es que preocupe que haya podido malgastar el dinero del estado. Como dijo en respuesta Sandra Trehaub, profesora de psicología de la Universidad de Toronto que estudia la percepción de la música por los niños pequeños: «Si de verdad creemos que tragarse una píldora, comprar un. disco o un libro, o tener una experiencia cualquiera será lo que nos lleve a Harvard o Princeton, estamos engañándonos». John Breuer, presidente de la Fundación McDonnell, organización que financia investigaciones biomédicas y del comportamiento que puedan, afectar a la educación, advierte que, si bien los programas de educación temprana pueden tener grandes ventajas, la neurociencia no da aún razones para pensar que sea así. El nexo solo está empezando a resultar claro.Y como pone sobre aviso Michael Gazzaniga, destacado neurocientífico de Dartmouth, corremos el peligro de pasarnos de la raya con «un parloteo pseudocientífico políticamente correcto» si dejamos que el entusiasmo ahogue los hechos. La propia Hillary Clinton cayó en la cuenta de que la reunión de la Casa Blanca podía llevar a que se tomasen decisiones prematuras e irresponsables, y de que había que temperar el entusiasmo que catalizó. Una semana después admitía, en una aparición en Good Morninq America, de la ABC, que centrarse tanto en la apropiada estimulación de los niños pequeños «hinchaba la responsabilidad» en lo tocante a qué debían y qué no debían hacer los padres. Por eso, en este libro vamos a fijarnos con detenimiento en los hallazgos de las investigaciones, en particular en este capítulo. Hay mucho que podemos aprender acerca de cómo mejorar el desarrollo del cerebro, del nuestro o del de los niños, pero hemos de mantener la vista adiestrada para que distinga las investigaciones que pueden aplicarse a nuestras vidas diarias de las que, por ahora, no pasan de interesantes.
UNA JUNGLA DE NEURONAS El cerebro humano es el responsable de cómo pintaba Van Gogh, de la creación de la democracia, del diseño de la bomba atómica, de las psicosis y del recuerdo de las primeras vacaciones y de cómo sabía aquel perrito caliente. ¿Cómo abarca ese órgano tamaña diversidad? El cerebro no es un sistema que tenga una organización nítida. Suele compararse a una jungla feraz de cien mil millones de células nerviosas, o neuronas, unos cuerpos celulares en un principio redondeados de los que van saliendo prolongaciones, los axones y las dendritas. Cada célula nerviosa tiene un axón y hasta cien mil dendritas. Las dendritas son el medio principal que tienen las neuronas para obtener información (aprender), y los axones son el medio principal de pasar información (enseñar) a otras neuronas. La neurona y sus miles de vecinas mandan raíces y ramas los axones y las dendritas- en todas las direcciones, y se entretejen y forman una maraña interconectada, con cien billones de conexiones que no paran de cambiar. Es mayor el número de formas posibles de conectar las neuronas en el cerebro que el de átomos en el universo. Las conexiones guían nuestros cuerpos y conductas a la vez que cada uno de nuestros pensamientos y cada una de nuestras acciones modifican físicamente sus patrones. Esta caracterización del cerebro como cerebro que se desarrolla permanentemente era herética hasta hace poco. Durante décadas los científicos sostuvieron que, una vez habían quedado completas las conexiones físicas en la niñez, el cerebro fraguaba. Las pequeñas neuronas y sus interconexiones quedaban fijas; las neuronas y los nexos podían morir, pero no fortalecerse, reorganizarse o regenerarse. Hoy, esos axiomas se han enmendado y ampliado. Gracias a la agudeza de las técnicas de toma de imágenes y a brillantes investigaciones clínicas, ahora tenemos pruebas de que el desarrollo es un proceso continuo, sin fin. Los axones y las dendritas, y sus conexiones, pueden modificarse hasta cierto punto, fortalecerse, quizá hasta volver a crecer. El logro de Temple Grandin enseña que el cerebro tiene una gran plasticidad. Pero ¿qué pasó realmente dentro de su cabeza? Michael Merzenich, de la Universidad de California en San Francisco, nos da una pista importante. Merzenich implantó electrodos en los cerebros de seis monos ardillas adultos, en la región que coordina el movimiento de los dedos. Por medio de una toma de imágenes computarizada creó un mapa de las neuronas que se encendían cuando los monos manipulaban objetos. Colocó luego cuatro recipientes de tamaño decreciente con comida delante de sus jaulas. Puso una pastilla con sabor a plátano en el recipiente mayor. Los monos sacaban los brazos entre los barrotes y hurgaban con los dedos en los recipientes hasta que daban con su pastilla y se la comían. Practicaron docenas de veces durante varios días. Cuando tenían ya dominado el recipiente mayor, Merzenich puso las pastillas en el recipiente que venía a continuación por tamaño. Tras varios días de repetición, las pastillas se pasaron al tercer recipiente, y luego al cuarto. Al final del experimento los monos eran habilidosísimos con los dedos. Pasado solo un día, las imágenes computarizadas mostraban que el tamaño de la zona del cerebro que se activaba cuando los monos movían los dedos había aumentado. A medida que los animales conquistaban recipientes cada vez menores, la zona crecía; el número de células que participaba en la tarea aumentaba. Pero una vez las neuronas de la corteza dominaron el cuarto recipiente, la zona disminuyó de nuevo; a medida que la tarea iba siendo más automática se delegaba su ejecución a otras partes del cerebro, más abajo en la cadena de mando. La parte expandida de la parte ejecutiva del cerebro, la corteza cerebral, ya no tenía que encargarse de la tarea y guiar la mano. Esta parte de mando del cerebro, el centro de control, volvió a su tamaño original y liberó neuronas para aprender otras cosas. Hay pruebas de que en los seres humanos pasa lo mismo que en los monos de Merzenich. Álvaro Pascual-Leone, de la Escuela de Medicina de Harvard, y Avi Karni, de hospital universitario Hadassah, de Israel, han demostrado, cada uno por su parte, con técnicas de toma de imágenes la toma de imágenes por resonancia magnética (IRM), por ejemplo, y la estimulación magnética transcraneal- y en sujetos humanos vivos, que la adquisición de destrezas recluta más neuronas corticales para dominar la tarea, y que cuando esta va siendo mas automática se va usando menos de la corteza reclutada. El cerebro, pues, tiene una habilidad tremenda para compensar, para modificar sus conexiones, con la práctica. Temple se entrenó ante las puertas del Safeway durante horas cada día durante varios meses hasta que automatizó esa destreza. Al principio le era increíblemente dificil; al final lo hacía sin concentrarse mucho. Una vez hubo dominado la actividad que en un principio era de orden superior, es probable que se la empujase a las regiones inferiores del cerebro y quedase libre la corteza para aprender una nueva maña. Parece que lo mismo pasó con su repetición de las cintas de Al-Sadat y Begin y la subsiguiente aplicación a sus propias conversaciones. La práctica cuenta. De la historia de Temple y de los monos de Merzenich aprendemos que a lo largo de la vida adulta nuestros cerebros son maravillosamente plásticos. La estructura cerebral no está predeterminada y fijada. Podemos alterar el desarrollo en marcha de nuestros cerebros y, por tanto, nuestras capacidades. Pero esto no siempre es beneficioso; como pasa a veces cuando el cerebro intenta adaptarse, la modificación de las conexiones puede empeorar las cosas.
MUERTE CELULAR MASIVA El cerebro humano ha evolucionado siempre, gracias a la selección natural, en la dirección de empujar adelante a nuestros genes. Secciones diferentes del cerebro se expandieron y especializaron, partiendo del no tan complejo abultamiento al final de la médula nerviosa de los vertebrados primitivos, para adaptarse a entornos diferentes a lo largo de la historia evolutiva. En peces y anfibios la percepción visual del movimiento era importante para seguir a la presa o escapar de los depredadores, y por eso las partes del cerebro encargadas de ese sentido se expandieron con el tiempo en esos animales. En los monos y en los primeros seres humanos hacía falta percibir el color porque para distinguir qué frutas estaban maduras y cuáles no, y había que percibir formas hasta cuando no había movimiento. Por eso la corteza cerebral se expandió grandemente en su evolución para manejar esos complejos problemas visuales. De manera semejante, la necesidad de manejar esos objetos en los árboles y de ir de una rama a otra condujo a sistemas motrices especializados que no eran útiles en un entorno acuático. Pese a las especializaciones propias solo de nuestra especie, nuestros cerebros conservan los tres componentes básicos presentes ya en los vertebrados más simples: el rombencéfalo, en la parte más alta de la médula espinal, que controla las sensaciones y el movimiento de los músculos de la cara y de la garganta, el mesencéfalo, más hacia el centro de la cabeza, que se encarga de algunos movimientos de los ojos y aspectos rudimentarios de la audición y la visión, y el prosencéfalo, o cerebro anterior, o cerebro propiamente dicho, que llega a su logro más glorioso en los seres humanos y que contiene la corteza cerebral, las fibras de materia blanca que conectan las neuronas de la corteza entre sí y con otras neuronas, y además esas zonas que están en las profundidades del cerebro y coordinan las funciones sensoriales y motrices automáticas. La corteza está formada por las capas de neuronas que se encuentran inmediatamente debajo de los huesos del cráneo y se extiende desde justo detrás de la frente hasta donde la parte trasera de la cabeza se junta con el cuello, cubriendo la parte superior y los lados del espacio que delimita el cráneo. La corteza ha evolucionado y se ha expandido, se han añadido muchas zonas funcionales, que participan en actividades diversas, desde jugar al baloncesto a escribir programas de ordenador. Sin embargo, conservamos nuestro pasado ancestral; la depresión estacional que muchos experimentan en la lúgubre oscuridad de enero procede quizá de los animales que sobrevivían a los inviernos fríos y sin alimentos lentificando su mecanismo e invernando. Esa vieja conexión persiste en nuestros cerebros pese al calor eléctrico y las tiendas que abren por la noche. El cerebro humano tiene la misma organización, los mismos tipos de neuronas y el mismo conjunto de neurotransmisores los mensajeros químicos entre las neuronas- que los cerebros de otros mamíferos; por eso las ratas y los monos se usan tanto para comprobar las teorías acerca del funcionamiento del cerebro humano. En realidad, los mecanismos básicos de control para el desarrollo del cerebro están compartidos entre todas las especies. Podemos, pues, estudiar los gusanos, los peces e incluso las moscas para que nos ayuden a desentrañar los procesos genéticos y quinucos que guían el desarrollo del cerebro humano. No obstante, la corteza, que en la mayoría de las especies es muy pequeña comparada con otras zonas del cerebro, constituye nada menos que el 80% del cerebro humano. Comparada con la de otros animales, nuestra enorme corteza tiene además muchas más regiones especializadas para funciones específicas, como la de asociar palabras y objetos, o la de formar relaciones y reflexionar sobre ellas. La corteza es lo que nos hace humanos. El desarrollo del cerebro humano empieza poco después de que el esperma haya penetrado en el óvulo. El cigoto empieza a dividirse --dos, cuatro, ocho, dieciséis- hasta que hay cientos de células. Para el decimocuarto día, la minúscula bola de células que se multiplican empieza a plegarse sobre sí misma. Recuerda a lo que pasa cuando un dedo aprieta un globo blando: las células de la superficie exterior empiezan a moverse hacia el interior de la esfera. Este movimiento activa los genes de las células que formarán el sistema nervioso, el globo comprimido se alarga y sigue doblándose sobre sí mismo hasta formar un tubo. Un extremo del tubo se convertirá en la médula espinal, el otro en el cere bro. La división celular continúa, y para la octava semana el cerebro ha desarrollado sus tres partes. Las primeras semanas y meses son un tiempo de producción y sobreproducción furiosas de células; cada minuto se crean 250.000 neuroblastos, o células nerviosas primitivas. Durante y después de este período las neuronas se diferencian para realizar distintas funciones, primero viajando a un sitio específico, luego extendiendo una mano abierta a las neuronas vecinas. Desde el principio de su construcción, el cerebro es un cerebro social y las neuronas hacen conexiones con sus vecinas o mueren por falta de contacto. Empiezan a desarrollarse pequeñas colonias por su cuenta y luego se extienden hacia otras comunidades migratorias. La continua división de células en el interior del tubo neuronal produce una cantidad increíble de neuronas, que se desplazan sin desviarse hasta que llegan a la corteza que está desarrollándose. No obstante, algunas se mueven hacia los lados hasta alejarse una buena distancia de la comunidad original, o clon, de neuronas. Cabe presumir que estas emigrantes se establecerán en otras comunidades y abrirán el camino a la comunicación entre los dos sitios, como unas embajadoras. La. migración puede marcar la diferencia entre un funcionamiento normal y uno deficiente. No hace tanto, a principios de los años ochenta, los científicos creían que cada célula del cerebro fetal tenía una función y una localización predeterminadas en el cerebro adulto. Hoy sabemos que la migración misma afecta a la obtención de una identidad por las neuronas y a la manera en que organizan la arquitectura cerebral. Por ejemplo, las neuronas visuales se convierten en neuronas visuales no solo porque nazcan como tales, sino porque migran a una parte del cerebro adonde llega la información visual. Que las neuronas emigren adecuadamente, pues, es importante para el desarrollo de la función cerebral normal. Hay una lista cada vez más larga de dolencias, entre ellas el autismo, la dislexia, la epilepsia y la esquizofrenia, que quizá estén causadas en parte por un problema durante la migración. Un sinfín de cosas pueden ir mal durante el viaje, mientras una neurona se vuelve fuincional.Tanto las demás células con las que las neuronas entren en contacto a lo largo del camino como los genes concretos que se enciendan y apaguen en ellas en respuesta al entorno fetal, contribuyen a la forma y función que adopten. Por lo tanto, las hormonas, los factores de crecimiento, las moléculas de adhesión celular que hacen que unas neuronas se peguen con otras, otras señales entre las células que no se conocen bien todavía y las sustancias que haya en la sangre de la madre, tienen algún efecto en la determinación de dónde acabarán las neuronas y cómo actuarán. El entorno interno guía a los genes para hacer el cerebro. En su viaje, guían y alimentan a las neuronas las protectoras células gliales, que forman un andamio a lo largo del cual migran las neuronas, una red que soporta, guía, protege y nutre. Una vez las neuronas llegan a sus lugares finales, las células gliales se quedan, pero cambian su forma y sus propiedades moleculares para realizar funciones diferentes. Aparecen dos tipos de glia: uno controla el metabolismo y la función de las neuronas; el otro, que forra los axones con una sustancia grasa llamada mielina, controla la velocidad a la que los axones conducen la información. Los dos tipos principales de células, las neuronas y la glia, constituyen el cerebro, que para el octavo mes del embarazo está ya bastante acabado. En ese punto hay el doble de neuronas que en el cerebro adulto. A medida que el cerebro envejece las neuronas débiles, o que no se usan, o que sencillamente no valen para el trabajo que ha de hacerse, se eliminan para dejar unas conexiones más eficientes para las que estén llevando a cabo el trabajo del cerebro. El principio de «las usas o las pierdes» entra en acción, y las células que se «tumban a la bartola» mueren mientras que las que hacen ejercicio se fortalecen y desarrollan más conexiones. Millones de neuronas recorren distancias asombrosas, equivalentes a una caminata de NuevaYork a San Francisco. Dónde se establezcan contribuye a determinar nuestro temperamento individual, nuestros talentos, puntos flacos y rarezas, así como la calidad de los procesos de nuestro pensar. Si las neuronas pierden su camino en sus largos viajes será posible que el desarrollo sufra perturbaciones; por eso es tan importante que las embarazadas no ingieran sustancias dañinas; la presencia en un momento crítico de una sustancia química determinada en el cerebro enviará a las neuronas por la rama equivocada de la bifurcación, o detendrá, simplemente, el proceso y causará destrozos. El alcohol, la nicotina, las drogas y las toxinas, infecciones como la rubéola y la carencia de ciertos nutrientes como el ácido fólico pueden interrumpir la migración. Cuando se radican en su emplazamiento final por qué se paran donde se paran sigue siendo un misterio-, a las neuronas les crecen dendritas y axones para comunicarse con otras dendritas y axones. Los tentáculos se extienden para tocarse, pero no llegan a hacerlo del todo. Como los dedos estirados de Dios y Adán en el techo de la capilla Six tina, siguen separados por un pequeño hueco, la hendidura sinóptica. Los axones y dendritas comunican mandando mensajeros químicos los neurotransmisores- de un lado al otro de la sinapsis. Una sola neurona puede comunicarse a través de cien mil sinapsis. Unas señales químicas llamadas factores tróficos les dicen a los axones dónde y cómo han de conectarse. Que la estimulación eléctrica se mantenga o no determina si sobrevivirá una conexión entre las neuronas, incluso si una neurona dada vivirá o morirá. A causa de la enorme sobreproducción de neuronas, no hay suficiente jugo bioquímico para mantener a todos los axones que buscan conexiones. Los axones batallan por unos sitios limitados, y los que pierden la competición mueren. Otros que intentan conectarse con el tipo equivocado de neurona se quedan sin alimentación. No obstante, no hay una competición ciega de las neuronas por la supervivencia. Por el contrario, unas fuerzas externas a cada elemento en cuestión (receptores, sinapsis, etc.) determinan el grado en que se usan y por lo tanto su supervivencia. Al principio la actividad que determina la supervivencia es aleatoria y espontánea, pero va siendo más organizada a medida que el feto, y luego el niño, capta señales del entorno. Dos procesos secuenciales de eliminación afinan a continuación las redes neuronales iniciales que se forman. Uno causa la pérdida de neuronas enteras y el otro la pérdida de ramas y sinapsis. En ambos parece que hay competencia por las cantidades limitadas de señales químicas específicas liberadas por las células blanco. En el primer proceso, las neuronas que no son capaces de obtener suficientes señales de sus células blanco sufren una muerte celular. Así se eliminan las neuronas que han hecho conexiones inapropiadas y sirve para que coincida el número de neuronas y de células blanco. En el segundo proceso, las conexiones entre las neuronas supervivientes se refinan con la extirpación de ciertas dendritas y sus sinapsis y la estabilización de otras en un proceso que depende de la actividad eléctrica a lo largo de los axones y de la competencia entre las células blanco vecinas. A medida que el cerebro madura, el uso sigue modificando las conexiones sinópticas. Un período de muerte celular durante las últimas fases del embarazo acaba casi con la mitad de las neuronas del cerebro; probablemente son fagocitadas, devoradas, por las células de mantenimiento del cerebro, y las moléculas se reciclan localmente. El número de neuronas desciende de doscientos mil a cien mil millones. Esta vasta mortandad celular es normal; elimina las conexiones erróneas y débiles que podrían inhibir el funcionamiento eficiente, apropiado del cerebro. Es un ejemplo clásico del increíble ingenio de la evolución, que nos hace ser unas criaturas con mucha capacidad de adaptación. Señala también que, incluso en los mismos principios de su desarrollo, el cerebro es un organo social: donde no hay conexión no hay vida. Cuando nace, un niño tiene millones de conexiones buenas que esperan una asignación concreta. A medida que el mundo lo exige, se va requiriendo a muchas de las conexiones para tareas concretas: ver, parlotear, recordar, tirar una pelota. Las conexiones que no se usan acaban por ser eliminadas. A falta de una estimulación adecuada, una célula cerebral morirá, pero si se la alimenta con experiencias enriquecidas, brotarán nuevas ramas y conexiones en sus sinapsis neuronales. Las neuronas que sobrevivieron se comunican con la rapidez del fuego por las sinapsis. Cuantas más veces se utilice una determinada conexión más fuerte será esa ruta. Se producen continuamente miles de millones de esos intercambios en el cerebro. Algunas conexiones transmiten señales a menudo, otras solo de vez en cuando, y los mensajes cambian constantemente. La red exacta de conexiones entre las neuronas en un momento concreto está determinada por una combinación de la constitución genética, el entorno, la suma de experiencias a que hemos sometido al cerebro y la actividad con la que lo bombardeamos ahora y en cada segundo del futuro. Lo que hacemos momento a momento influye en gran medida en cómo la red se vuelve a tejer a si misma continuamente.
DROGAS, DESNUTRICIÓN Y ESTRÉS Todos deberíamos hacer caso de la lección que sigue, pero las que vayan a ser madres deberían tomársela muy en serio. El cerebro que se desarrolla en el feto es extremadamente sensible a su entorno. La mayoría de las embarazadas son conscientes de en qué peligros pueden poner a sus hijos aún no nacidos, pero puede que no se den cuenta de hasta qué punto lo que hagan puede influir en ellos. Fijémonos en algunos de los casos más notorios de influencia ambiental. Fumar Los cigarrillos son probablemente la «droga» más comúnmente consumida durante el embarazo. Pese a las advertencias, del 20 % al 25 % de las embarazadas siguen fumando. La nicotina puede reducir el flujo sanguíneo que reciben el feto y la placenta porque contrae los vasos sanguíneos. Hace que disminuya el ritmo cardíaco y los movimientos respiratorios del feto, y lo expone al monóxido de carbono. Fumar aumenta de manera considerable el riesgo de que un niño nazca prematuramente y bajo de peso. El riesgo de un aborto espontáneo es 1,7 veces mayor para las madres fumadoras que para las que no fuman. El que haya anomalías congénitas, 2,3 veces. Las investigaciones han demostrado además que hay un 50% más de casos de retraso mental entre los hijos de madres que fumaron durante el embarazo, y que cuanto más fumó la mujer durante el embarazo más probable era que el hijo fuese retrasado.Tiene su importancia que entre los hijos de madres fumadoras hubiese tres veces más casos de trastorno del déficit de atención (TIJA) y una reducción, es bien sabido, del peso al nacer, lo cual se cree que influye mucho en el desarrollo del cerebro. La incidencia del síndrome de la muerte súbita infantil es mayor también entre los niños cuyas madres fumaron durante el embarazo. El consumo prenatal de marihuana tiene efectos parecidos. Que una madre fume afecta al niño aún no nacido porque ciertas sustancias de su sangre pasan al feto a través de la placenta. Las investigaciones indican que la nicotina se concentra realmente en el feto, que queda expuesto a un nivel de la droga superior incluso al que experimenta la madre. La teoría más aceptada relativa a la razón de que la nicotina afecte al desarrollo del cerebro del feto es que la droga interfiere con la migración natural de las neuronas, con sus conexiones y con la adecuada purga de neuronas durante el desarrollo fetal, si bien no se ha encontrado aún un nexo directo. Hay indicios también de que la nicotina puede desregular el sistema dopamínico, socavando así el efecto modulador que la dopamina tiene en el desarrollo del cerebro.
Alcohol El consumo de alcohol durante el embarazo puede tener efectos devastadores. Los estudios microscópicos de los cerebros fetales muestran que el alcohol hace que la migración celular no salga bien. Una vez empiezan su viaje, las neuronas no saben dónde han de parar, pierden los destinos adecuados y a menudo mueren. El resultado es que sea frecuente que los cerebros de los niños cuyas madres beben regularmente sean pequeños y estén encogidos y mal formados, con una densidad de neuronas menor. Los que nacen con este síndrome alcohólico fetal (SAF) darán cocientes de inteligencia bajos en la niñez y tendrán para cuando lleguen al bachillerato y a la edad adulta serias dificultades para leer y escribir; mostrarán además mala adaptación en su conducta y padecerán de hiperactividad y depresión. La noticia verdaderamente mala es que, como pasa con cualquier otra toxina que afecta al desarrollo, los efectos más graves del alcohol se producen al principio del embarazo: las primeras seis semanas son cruciales. Si una mujer bebe durante ese período, para cuando caiga en la cuenta de que está preñada puede que el daño ya esté hecho. Teniendo esto en cuenta, puede que haya cientos de miles de personas que pade cen cierto grado de discapacidad mental o física por haber estado expuestas in utero al alcohol. Las investigaciones muestran además que los efectos asociados con el SAF persisten e incluso aumentan cuando los niños llegan a adultos. Hay además una versión más sutil de los daños fetales que recibe el nombre de «efectos alcohólicos fetales» (EAF). Un estudio reciente de 253 personas diagnosticadas con SAF y EAF comprobó que el 90% tenían problemas de salud mental, la educación del 60% se había inte rrumpido, el 60% había tenido problemas con la ley y el 50% había sido acusado de tener una conducta sexual incorrecta. Esto apunta a algo que se repetirá una y otra vez en este libro: puede que algunas formas de conducta antisocial e incluso criminal estén ligadas a, si no causadas por, problemas físicos del cerebro. Mientras se desarrollan los tratamientos, la sociedad puede hacer mucho por prevenir el SAF y los EAF, en primer lugar educando a todos los ciudadanos sobre los peligros de beber durante el embarazo. Cocaina Solo se han llevado a cabo unos pocos estudios sobre el consumo de cocaína durante el embarazo. Hacen falta más, pero los primeros resultados indican efectos similares a los del alcohol. La cocaína interfiere con la transferencia de nutrientes y puede reducir la cantidad de oxígeno que pasa de la placenta al feto, perjudicando así el crecimiento del cuerpo y cerebro del feto. La mayoría de los estudios recientes, eso sí, arrojan que muchos de los efectos de la cocaína desaparecen cuando el niño pequeño va madurando.
Desnutrición Es más facil que al feto le afecten durante el embarazo las sustancias extrañas que una mala nutrición. No obstante, la escasez de ciertos nutrientes en la alimentación de la madre, del hierro, por ejemplo, o de la vitamina B12, del ácido fólico o de ácidos grasos esenciales, puede retardar el desarrollo del cerebro. Así, la investigación ha demostrado que hay una clara correlación entre una ingesta insuficiente de ácido fólico y una incidencia alta de la espina bífida. Si no se dispone de los nutrientes esenciales, dejan de formarse las neuronas y los cerebros resultantes son más pequeños, es menor la sobreproducción de neuronas en el feto y posteriormente es menor la purga o afinamiento y el desarrollo cognoscitivo.Tras el nacimiento, estos niños pesan menos, crecen más despacio, tienen una coordinación peor, es más frecuente que su vista sea mala y les cuesta más aprender. La desnutrición de los niños pequeños retarda también el desarrollo cerebral y perjudica a la cognición. Sin embargo, las embarazadas angustiadas deben tener también cuidado en no pasarse. La moda de las vitaminas que sigue barriendo la cultura occidental hace que con demasiada facilidad, parece que imperativamente, se tomen dosis masivas de estas sustancias. El consumo de cantidades excesivas de ciertas vitaminas, sobre todo de la A y la D, puede ser tóxico e interferir con la neuroquímica del cerebro. Un estudio reciente muestra que el consumo de demasiada vitamina A por parte de las embarazadas puede causar defectos de nacimiento. Tomar grandes cantidades de retinol y de esteres de retinilo, las formas de vitamina A que se usan por lo común en los suplementos dietéticos, causa defectos de nacimiento en los ensayos hechos con muchos animales. Las emba razadas, con sus médicos, deben asegurarse de que ingieren las suficientes vitaminas, pero no demasiadas.
Toxinas La mayoría recordamos las pavorosas advertencias que, de niños, nos hacían acerca de que no debíamos comer pintura. Una toxina como el plomo puede perturbar gravemente la química cerebral. Durante el embarazo, el plomo, los pesticidas, los gases anestésicos, los antibióticos, medicinas que se venden con y sin receta y hasta un fármaco contra el acné que contenga grandes cantidades de vitamina A actúan como toxinas en el cerebro del feto. Las radiaciones ionizantes, como los rayos X y los fármacos anticancerígenos, tienen el mismo efecto. Puede que algunas sustancias químicas no interfieran con el desarrollo del cerebro. Según un breve estudio hecho en 1996 por la Universidad de Toronto de tres antidepresivos que se utilizan muy a menudo, la paroxetina, la sertralina y la fluvoxamina, no parecía que causa en defectos de nacimiento, lo que concuerda con las investigaciones con animales y los estudios hechos antes sobre el efecto del antidepresivo Prozac en las embarazadas. No obstante, como el estudio observó solo a 267 futuras madres, era demasiado limitado para establecer que esos fármacos son seguros durante el embarazo. Ademas, no exploró las diferencias de conducta entre los niños nacidos. Un estudio previo del Prozac no vio que afectase al cociente de inteligencia, al lenguaje o al comportamiento de los niños expuestos al fármaco mientras eran fetos. No obstante, otras investigaciones indican un porcentaje mayor de «anomalías menores» de nacimiento, como unas rayas de la palma de la mano anormales. Mientras no se hagan más investigaciones, las mujeres que tomen antidepresivos o cualquier otra medicación y estén pensando en quedarse embarazadas deben consultar al médico acerca de los riesgos que su salud y la del feto corren si siguen con la medicación o si la interrumpen. Por su parte, los que quieran ser padres harían bien si no se expusiese al tabaco, el alcohol, las drogas y las toxinas durante al menos tres meses (eso es lo que vive el esperma) antes de la concepción.
DARWINISMO NEURONAL En las primeras etapas del desarrollo, las neuronas viajan libremente por el cerebro, si bien las instrucciones genéticas les marcan unas rutas generales. Mientras van de camino, algunas se dividen en más neuronas, algunas se mueren y otras se afincan en sitios permanentes, hacen conexiones con las vecinas y construyen los complejos circuitos del cerebro. Los genes proporcionan las líneas básicas que controlan la formación por parte de las neuronas de redes que funcionen, pero el entorno químico exacto influye en qué neuronas se conectan con cuáles. Todos nuestros cerebros tienen las mismas características generales que nos hacen humanos, pero cada conexión neuronal es única y refleja la dotación genética especial de las personas y las experiencias de su vida. Las conexiones de los circuitos se fortalecen o debilitan a lo largo de la vida según se las use. El neurólogo y premio Nobel Gerald Edelman, director del Instituto de Neurociencias de la Clínica Scripps de La Jolla, California, llama a ese proceso darwinismo neurológico. Las conexiones que manejan bien las señales sensoriales que reciben, que pueden convertirlas en acciones efectivas, permanecen intactas y se hacen fuertes. Las que no, mueren en un proceso que recuerda a la selección natural. Las neuronas y los circuitos de los que forman parte compiten con otras neuronas por su supervivencia, y las mejor adaptadas al entorno sobreviven. El entorno que nos rodea lo que ingerimos o inhalamos, la cantidad y el tipo de luz y sonido cambia realmente la interconexión física de las sinapsis dentro del cerebro; nos proporciona así unos circuitos más eficaces y hace que cada uno acabemos teniendo un cerebro exclusivamente nuestro, adaptado a nuestras necesidades concretas. El darwinismo neuronal es la teoría que explica por qué el cerebro ha de ser plástico, es decir, capaz de cambiar cuando nuestro entorno y experiencias cambian. Para empezar, por eso podemos aprender, y olvidar lo aprendido también, y por eso quienes sufren lesiones cerebrales pueden recuperar funciones perdidas. La idea subraya además dos de los lemas de este libro. «Las neuronas que se disparan juntas se conectan juntas» quiere decir que cuanto más se repitan las mismas acciones y pensamientos -desde practicar el saque en tenis a memorizar la tabla de multiplicar-, más fomentamos la formación de ciertas conexiones y más se fijan los circuitos neuronales de esa actividad en el cerebro. «Los usas o los pierdes» es el corolario: si no se ejercitan los circuitos neuronales,las conexiones no serán adaptativas y lentamente se debilitarán, y puede que lleguen a perderse.
NATURALEZA o CRIANZA Por ser completamente humanos, lo cual significa entre otras cosas que entendemos quiénes y qué somos, sentimos curiosidad por saber qué fuerza desempeña un papel mayor en el desarrollo, si los genes o el entorno. El debate sobre «la naturaleza o la crianza» lleva candente dos mil años. En los extremos opuestos están los eutenistas, que ponen como causas de todos los problemas mentales a los malos padres y a los males de la sociedad, y los defensores de la eugenesia, que le echan la culpa de todos los problemas sociales a los genes defectuosos y quieren impedir que los «malos» se reproduzcan. En realidad no hay debate. Lo que somos, en su mayor parte, es el resultado de la interacción de nuestros genes y nuestras experiencias. En algunos casos los genes son más importantes, en otros lo es el entorno. Tendemos a simplificar demasiado porque queremos dar con una sola causa de un problema particular de manera que podamos concentrar nuestros esfuerzos en una sola «cura». Hay quienes esperan que programas como Head Start, que se proponen cambiar el entorno del niño, mejoren el desarrollo intelectual. Otros esperan que un solo fármaco o una sola alteración génica curen cualquier comportamiento agresivo. Rara vez funcionan enfoques tan simplistas. El verdadero problema es cómo genes y entorno se influyen entre sí, y en la estructura del cerebro y en el comportamiento. Desentrañar la contribución de cada factor es difícil porque nunca podremos entender del todo los genes de un individuo fuera de un entorno, y nunca podremos estudiar los efectos del entorno en una persona poniendo «a un lado» sus genes. Desde los años noventa, el péndulo se ha inclinado por la naturaleza. Parece que casi cada día nos enteramos de un descubrimiento nuevo; ahora se ligan genes a la enfermedad de Alzheimer, a mojar la cama, a la obesidad e incluso a la felicidad en general. Muchos aspectos del desarrollo que antes se atribuían al aprendizaje, a malos hábitos o al entorno se cree ahora que están determinados por los genes. A la mayoría nos fascina el Proyecto Internacional del Genoma, que está cartografiando la función de los cien mil genes en el Gnoma humano, 30.000 a 50.000 de los cuales son para el cerebro. Pero debemos recordar que la genética no es el destino. Con solo 50.000 genes para el cerebro no basta, ni mucho menos, para explicar los cien billones de conexiones que se hacen allí. Los genes ponen límites al comportamiento humano, pero dentro de esos límites hay un espacio inmenso para la variación determinado por la experiencia, la elección personal e incluso el azar. El punto que debe recordarse es que los genes pueden estar activos o inactivos, y que todo lo que hacemos afecta a la actividad de nuestros genes. Tendemos a pensar en los genes como si fueran unos entes minúsculos aislados del resto del cuerpo, pero residen en cada célula, esté en un muslo o en la corteza cerebral. Por ejemplo, los genes activan la red exploradora del cerebro de un niño, y cuanto más rico sea el entorno de este, más se encenderán esos genes y más explorará el niño. Los adultos experimentan muchos efectos similares: el aprendizaje aumenta la activación de los genes que ponen en marcha la producción de las proteínas que el cerebro necesita para solidificar la memoria. En unos pocos casos, un solo gen tiene un control completo sobre si se desarrollará un carácter determinado; si un hombre tiene el gen de la ceguera al color o de la enfermedad de Huntington sufrirá esas enfermedades. Por lo demás, es raro que un solo gen controle algo. También hay unos cuantos casos, como en las enfermedades cardíacas, en que los genes predisponen a un posible problema, pero la forma de vida puede ser el factor determinante más importante. La mayoría de nuestros caracteres se deben a la interacción de muchos genes, al igual que a la influencia del entorno. Por eso es muy improbable que pautas concretas de conducta, como robar o ser brillantes en matemáticas, puedan ser completamente hereditarias. Si el hijo actúa como el padre en esos casos será más que nada porque el hijo ha crecido en un ambiente criminal o porque se le haya alabado por resolver problemas matemáticos y animado a practicar juegos como el ajedrez, que promueven el pensamiento espacial. El entorno puede negar incluso predisposiciones genéticas fuertes. Por ejemplo, la diabetes tipo II es muy genética, pero si la persona susceptible evita tener sobrepeso cuando vaya siendo de mediana edad es muy probable que los genes de esa enfermedad no se activen. Otro ejemplo: se ha observado que aunque los gemelos tienen un conjunto de genes idéntico, no es raro que uno de los dos padezca un síndrome de Tourette severo -una dolencia neurológica caracterizada por la presencia de tics y efusiones de lenguaje sucio-, mientras que en el otro apenas si es observable. La interacción con el entorno explica la gran diferencia de la gravedad de la enfermedad. Se utilizan a menudo los estudios de gemelos separados al nacer como prueba en el debate entre naturaleza y crianza. Pueden ser valiosos, pero esta prueba está viciada desde el principio por varias razones, una de las cuales es que la diferente posición de cada feto con respecto a la placenta puede hacer que sean distintos también el aporte de sangre, los niveles hormonales y otros factores que no son intrínsecos a los genes de los gemelos. Que un gemelo sea un «niño delantero» o uno «trasero», un «niño de bazo» o uno «de hígado», supone una diferencia. Tenemos que aprender mucho antes de que podamos sacar conclusiones acerca de qué es más importante, la naturaleza o la crianza, y para qué aspectos del desarrollo. Si el entorno fuese absolutamente importante, costaría explicar el fenómeno a los niños prodigio, esos a los que parece que les basta sentarse ante el piano o el tablero de ajedrez a una edad muy temprana para tocar o jugar, y aprenden muy deprisa, muy bien, sin apenas tener que enseñarles o sin que nadie les enseñe. Parece que los niños prodigio han de poseer un «talento» innato, es decir, un gen o genes para las capacidades intelectuales y ñsicas necesarias para tocar el piano o jugar al ajedrez. El notable fenómeno de la existencia de los gemelos contradice directamente la idea de que el entorno es más importante que los genes. En esos casos, gemelos que han sido educados por separado (sin contacto) y se reúnen años después ven que sus vidas se parecen mucho. Ese fue el caso de un par de gemelos a los que se separó a las cinco semanas de nacer y que se criaron a 130 kilómetros de distancia, en Ohio. Cuando Jim Lewis y Jim Springer se volvieron a juntar a los treinta y nueve años de edad, se encontraron con que se habían casado los dos con mujeres que se llamaban Linda, que se habían divorciado y que las mujeres con las que se habían vuelto a casar se llamaban las dos Betty. Los dos fumaban sin parar cigarrillos Salem, bebían la cerveza Miller Lite, amaban las carreras de coches, odiaban el baloncesto e iban de vacaciones a la misma playa de Florida. Unos estudios realizados con 7.000 pares de gemelos por el Centro de Minnesota de Investigación de los Gemelos y de la Adopción dieron como resultado que una serie de caracteres pueden estar impulsados por los genes, entre ellos la alienación, el liderazgo, la vulnerabilidad al estrés e incluso la creencia religiosa y la elección de profesión. Pero resulta también que en algunas parejas de gemelos separados al nacer, uno era esquizofrénico de adulto y el otro no. ¿Cómo es posible, si tienen los mismos genes? Puede que el entorno sea la respuesta. Otros estudios de gemelos. muestran que el entorno puede mitigar o exagerar el efecto de los genes; un gemelo educado por unos padres que viven en el duro centro de una ciudad exhibe un comportamiento más agresivo y violento que su hermano criado en una urbanización de las afueras. El punto que hay que recordar es que el problema no está en la oposición entre la naturaleza y la crianza, sino en el equilibrio entre la naturaleza y la crianza. Los genes no hacen que un hombre sea gay, o violento, o gordo, o un líder. Los genes no hacen más que proteínas. El efecto químico de esas proteínas puede provocar que el cerebro y el cuerpo sean más receptivos a ciertas influencias medioambientales. Pero el alcance de esas influencias tendrá tanto que ver con el resultado como con los genes mismos. Además, los seres humanos no somos prisioneros de nuestros genes o de nuestro entorno.Tenemos libre albedrío. Se desacredita a los genes cada vez que alguien iracundo reprime su temperamento, que un gordo sigue una dieta, que un alcohólico rechaza una bebida. Por otra parte, se desacredita el entorno cada vez que un fenómeno genético gana, como cuando la capacidad atlética de Lou Gehrig fue vencida por su esclerosis amiotrófica lateral. Los genes y el ambiente colaboran en la conformación de nuestro cerebro, y podemos vérselas con ambos si queremos. Puede ser más duro para quienes tengan ciertos genes o entornos, pero ser «más duro» dista mucho de la predestinación.
APRENDER A CAMBIAR Las rutas neuronales que controlan las funciones básicas necesarias para nuestra supervivencia los latidos cardíacos, el control de la temperatura, la respiración- están conectadas ya al nacer, pero muchas más rutas están determinadas por el mayor factor medioambiental de nuestras vidas: el aprendizaje. Aunque puede que la flexibilidad del cerebro disminuya con la edad, seguirá siendo plástico toda la vida, y se irá reestruc turando con lo que aprenda. Los cerebros de los niños de tres a diez años consumen el doble de glucosa, nutriente de la sangre, que los de los adultos, en parte porque son menos eficientes y están atareados formando un gran número de conexiones. Los estudios han demostrado además que a los niños que hacen ejercicio con regularidad les va mejor en la escuela. Nuevas investigaciones indican que el ejercicio de los adultos baña el cerebro con más glucosa, lo que puede que incremente las conexiones neuronales. Como el cerebro joven elimina las conexiones débiles, las señales medioambientales que un niño reciba en sus primeros años pueden tener efectos asombrosos o devastadores en el tableado del.cerebro y por lo tanto en el comportamiento futuro. Geraldine Dawson, de la Universidad de Washington, hizo un seguimiento de ciento sesenta niños desde sus primeros meses hasta los seis años.Vio que los niños de meses criados por madres deprimidas y por lo tanto no expuestos a muchas sonrisas o sonidos emocionados que respondan a sus acciones- presentaban una actividad reducida en la región frontal izquierda del cerebro, la zona a cargo de la expresión de emociones positivas. A los tres años y medio, era más probable que esos niños exhibiesen problemas de comportamiento. En casos como estos, la intervención de unos padres positivos o de otros que cuiden de los niños y hacer que las madres se pongan bajo tratamiento podría ayudar a reforzar las conexiones neuronales antes de que se eliminen para siempre. Las neuronas compiten constantemente por hacer conexiones. Se han dibujado muchos mapas que emparejan cada región del cerebro con la función que controla: un área para el habla, otra para las destrezas espaciales, etc. No obstante, los cambios en las señales medioambientales que se reciben modifican continuamente las fronteras. Cada uno de nosotros tendría un mapa preciso del cerebro diferente, que iría cambiando con el tiempo. Las conexiones que reciban señales de partes frecuentemente usadas del cuerpo se expandirán y se quedarán con una zona mayor que las que reciban señales de partes de uso infrecuente. Las IRM muestran que los cerebros de los violinistas dedican un área mucho mayor a las rutas que representan el pulgar y el quinto dedo de la mano izquierda, los dedos con que tocan, que utilizan muchísimo en las horas de prácticas. Cuanto antes empiece un niño a practicar, mayor será el área de la corteza dedicada a esos dedos. La competición por ganar más representación en el cerebro explica por qué hay que quitarles las cataratas que nublan su visión antes de que cumplan seis meses a los niños que nacen con ellas; si no, nunca verán. El cerebro debe aprender a ver, a hacer conexiones y a estimularlas con las señales que reciba de la retina. Si esas rutas cerebrales no se estimulan, se eliminarán por no ser útiles. Muchos que usamos gafas llevamos graduaciones diferentes en cada ojo para que tengan una fuerza parecida. Si no, las neuronas que atienden al más fuerte ramifican sus conexiones y derrotaron a las neuronas que atienden al más débil, y la debilidad de este será permanente. A esta dolencia se le llama ambliopía. Para estimular las neuronas del ojo más débil y evitar que se vuelva ambliopía los oculistas ponen un parche en el ojo más fuerte. Si se cosen los párpados de un gato recién nacido, las conexiones neuronales del ojo se alejan y desaparecen por falta de uso. Si después se le descosen, nunca volverá a ver porque el ojo más fuerte ha tomado permanentemente las sinapsis disponibles y, lo que es más importante, el ojo más débil ha perdido para siempre también su capacidad de hacer conexiones. Cambiar nuestras pautas de pensamiento modifica asimismo la estructura del cerebro. Jeffrey Schwartz, de la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Los Ángeles, vio que los pacientes con el trastorno obsesivo compulsivo (TOC) que cambiaban su conducta problemática al resistirse repetidamente a ceder a su gana, poniéndose deliberadamente a hacer otra cosa en su lugar, mostraban una disminución de la actividad cerebral asociada con el impulso original. Según una teoría, los campos electromagnéticos que hay en las neuronas pueden orientarse entre sí de manera equivocada, pueden «engancharse», mientras dure una enfermedad o anomalia. Las neuronas no pueden salir del cauce creado por unas pautas anormales de actividad y se vuelven demasiado activas o inactivas, o incluso dejan de actuar porque sea demasiado fácil o demasiado dificil encenderlas. Una persona que se esfuerce por cambiar su comportamiento puede romper esos puntos muertos exigiendo a las neuronas que cambien sus conexiones para que ejecuten el nuevo comportamiento. El cambiar las pautas de encendido del cerebro por medio de pensamientos y acciones repetidos es también responsable de que se inicien la propia elección, la libertad, la voluntad y la disciplina. El fármaco Prozac puede ser útil para romper puntos muertos de este tipo. Siempre tenemos la capacidad de remodelar nuestros cerebros. Para cambiar el cableado de una destreza debemos empeñarnos en alguna actividad que no nos sea familiar, que nos sea nueva pero guarde relación con esa destreza, porque el mero repetir la misma actividad solo mantiene conexiones ya establecidas. Para afianzar sus circuitos creativos Albert Einstein tocaba el violín. Winston Churchill pintaba paisajes. Usted puede probar con rompecabezas para fortalecer las conexiones que tienen que ver con las habilidades espaciales, escribir para potenciar el área del lenguaje o debatir para ayudar a sus redes de raciocinio. Interaccionar con personas inteligentes e interesantes es una de las mejores . formas de conseguir que las redes de uno sigan expandiéndose, en el cerebro y en la sociedad. Algunas de estas actividades vienen bien gracias al fenómeno de las «influencias modales cruzadas» (en el mundo del deporte, del entrenamiento cruzado). Para ciertos grupos de destrezas, entrenar una parte del cerebro beneficia también a otras. Como veremos al hablar del lenguaje en el capítulo 7, los niños disléxicos que escuchan repetidamente sonidos prolongados generados por un ordenador pueden mejorar su capacidad de deletrear y leer. Un estudio de la Universidad de California mostró que los estudiantes universitarios que escuchaban sonatas de piano de Mozart justo antes de hacer unos tests de razonamiento espacial daban una puntuación más alta que los que escuchaban cintas de relajación o la música, más hipnótica, de Philip Glass. Pero este «efecto Mozart» duraba solo quince minutos, y otros estudios han mostrado mejoras menos claras o inexistentes. Hacen falta más investigaciones antes de que nos pongamos todos en la cabeza los cascos de un walkman de Sony o mandemos cintas de Mozart a los recién nacidos. En cambio, son más fuertes los indicios de que los niños que escuchan y tocan música antes de los ocho años hacen mejor los tests de razonamiento espacial. Por ejemplo, el equipo de California estudió una clase de niños de tres años. La mitad de la clase asistió a clases de piano o de canto durante ocho meses. Sus puntuaciones en los rompecabezas, tests de razonamiento espacial y dibujo de figuras geométricas fueron nada menos que un 80% más altas que las de sus compañeros de clase que no asistieron a las lecciones de música. Los niños musicales fueron siendo gradualmente más rápidos y precisos en el razonamiento espacial a lo largo del año escolar y su inteligencia espacial se potenció. La teoría es que, al estar la música estructurada en el espacio y en el tiempo, practicarla fortalece los circuitos de que se vale el cerebro para pensar y razonar en el espacio y el tiempo, importantes para las matemáticas. Si los efectos de una práctica constante durante la niñez son permanentes, la capacidad mejorada ayudará a los niños en las matemáticas complejas y los problemas de ingeniería cuando sean mayores. Existe la teoría de que la música dispara patrones de encendido neuronal a lo largo de grandes regiones de la corteza que se usan también para el razonamiento espacial. Las actividades que plantean dificultades a nuestro cerebro expanden realmente el número y la fuerza de las conexiones neuronales dedicadas a la destreza correspondiente. Pero como demostraron los monos de Merzenich, cuando las complejas áreas motrices se volvieron rutinarias se las empujó a áreas subcorticales, donde residen como programas más automáticos. Una vez se guarda un procedimiento en esta memoria inferior, queda fijado materialmente. Por eso podemos coger la proverbial bicicleta y pedalear pese a haber estado diez años sin hacerlo. Si estas destrezas hubiesen permanecido en la corteza superior y no se las hubiese usado, las conexiones se habrían ajado y perdido. Los adultos que dejaron sus grupos de rock and roll en el bachillerato ven, cuando vuelven a coger la guitarra años después, que todavía pueden tocar, y cuan do sus hijos les traen sus primeros problemas de álgebra a casa todavía pueden resolver una ecuación algebraica. Cuanto más se practiquen habilidades superiores, como montar en bicicleta o la cognición, más automáticas se volverán. Recién establecidas, estas rutinas requieren tensar y forzar la mente (la formación de nuevas y diferentes sinapsis y conexiones a asambleas neuronales). Pero una vez la rutina se domina, el procesamiento mental es más sencillo. Las neuronas reclutadas inicialmente para el aprendizaje quedan libres para otras asignaciones. Esta es la naturaleza fundamental del aprendizaje en el cerebro. La capacidad del cerebro de modificar sus conexiones significa, en un principio, que puede recuperarse de las lesiones que sufra. Los niños pequeños a los que se les ha extraído un hemisferio cerebral entero porque sufrían una epilepsia severa consiguen compensarlo solo con discapacidades mentales o fisicas leves. Una rehabilitación fisica y mental intensa permite a los circuitos del hemisferio que les queda reconectarse gradualmente y asumir muchas de las funciones que el hemisferio perdido realizaba. Las cosas nunca serán «normales», porque los circuitos originales, bien entrenados y apropiadamente situados se han perdido, pero incluso funciones complejas, como el lenguaje y el razonamiento, quedan hasta cierto punto incólumes tras esa pérdida masiva y brusca de neuronas.Veremos a lo largo de este libro varios ejemplos de reconexiones así de impresionantes. Es asombrosa la plasticidad del cerebro. En el pasado se aceptaba por lo común que las lesiones cerebrales eran permanentes; una vez moría una, región del cerebro, la función que controlaba desaparecía para siempre. Más de quinientos mil estadounidenses sufren ataques cerebrales cada año, en los que mueren muchas neuronas y se cortan muchas conexiones, y sin embargo en muchos de ellos las neuronas que no han sufrido daños se hacen cargo de su función y cambian el número, la variedad y la intensidad de los mensajes que envían y redirigen el tráfico alrededor del sitio del accidente. La reconexión es posible a lo largo de toda la vida. Tardan en formarse y fortalecerse nuevas conexiones. Gradualmente aprenden qué es más útil y se adaptan. Muchas víctimas de accidentes cerebrales pierden la capacidad de hablar, pero circuitos vecinos o neuronas del hemisferio no dañado intentan hacerse cargo de la función perdida y la compensan. Claro está, estos pacientes utilizan conexiones neuronales diferentes, que probablemente son menos eficientes para el lenguaje, así que su habla nunca será natural o facil. Cuando los daños cerebrales van sucediendo despacio, como pasa con la enfermedad de Alzheimer, el cerebro tiene más tiempo para compensarlos y pueden posponerse muchos efectos deletéreos, si bien no puede todavía detenerse la marcha progresiva de esta enfermedad devastadora. El cerebro reacciona de manera diferente a las lesiones en distintos períodos del desarrollo. Las lesiones cerebrales prenatales o de la primera infancia suelen causar menos problemas porque muchos circuitos neuronales no están todavía asignados a tareas, conocimientos o recuerdos específicos. El cerebro puede modificar facilmente sus conexiones a una escala amplia. Aunque las lesiones puedan dar lugar a un cerebro adul to más pequeño o que tenga menos pericia intelectual general, rara vez causará déficit concretos. Los problemas más pertinaces se deben en realidad a las conexiones defectuosas de neuronas que intentan ramificarse y desempeñar papeles nuevos. Más avanzada la infancia, las lesiones importantes serán más permanentes, aunque muchas destrezas podrán recuperarse todavía. La plasticidad a muchos niveles es más activa al principio de la vida, y una lesión en un sitio produce cambios en muchos más, y los cambios del cerebro y su funcionamiento son mucho más extensos. Más tarde en la vida, con menos capacidad para remodelarse a múltiples niveles, son menos probables los efectos a cierta distancia ya del sitio de la lesión y son más comunes los déficit concretos. Mediada la adolescencia y en adelante es más lento el crecimiento de nuevas sinapsis que aporten flexibilidad, y para entonces las neuronas están mielinadas, o forradas, por completo. Las lesiones causarán déficit en habilidades concretas con grados diversos de recuperación. Cuanto más aprendamos acerca de cómo se reestructura el cerebro, mejor podremos dirigir otras áreas cerebrales de manera que se hagan cargo de funciones que fallen, y la recuperación de traumas y enfermedades será mayor.
LÍMITES DE PLASTICIDAD Pese a la asombrosa capacidad de adaptación del cerebro, su flexibilidad tiene límites. La edad hace que sea más dificil redirigir y establecer circuitos nuevos. Los maestros de música, los campeones de ajedrez y las estrellas del atletismo aconsejan a los padres de sus discípulos que los inicien pronto. Todos hemos visto que a un niño pequeño le es mucho más fácil aprender un segundo idioma. Si trasladan a una familia estadounidense a Tokio durante un año, el niño que no va a la escuela todavía aprenderá a conversar en japonés mientras que su madre seguirá luchando con la comunicación básica. Los niños que están expuestos a dos idiomas desde el nacimiento aprenden a hablarlos con fluidez. A la investigadora del lenguaje Patricia Kuhl, de la Universidad de Washington en Seattle, le gusta decir que las niños nacen «ciudadanos del mundo»; quiere decir que pueden aprender cualquier lenguaje perfectamente. Ha puesto a prueba a niños recién nacidos con sonidos que solo se dan en las lenguas africanas, en el inglés y en el japonés. No importaba dónde se estuviesen criando, podían distinguir los finos rasgos auditivos de cualquier lengua que no fuese la materna, y cabe suponer que estaban en condiciones de aprender cualquiera que oyesen. Pero a partir de los seis meses, si los niños no han escuchado un determinado sonido hablado no podrán ya distinguirlo. Los niños cuyos padres hablan inglés han formado conexiones lingüísticas diferentes que los que tienen padres que hablan japonés basándose en los fonemas que han oído: el largo «uuuu» y el brusco «ba» del inglés, el abrupto «tou» y el «rr/ll» del japonés. Para cuando cumpla un año, el niño ya no podrá procesar los fonemas que no haya oído: es funcionalmente sordo a los sonidos extraños porque ha aprendido a ignorar diferencias sonoras que no son necesarias para su lengua nativa. Sus balbuceos, aunque no consten todavía de palabras, se limitan a los sonidos que ha oído ya en su propia lengua. Para aprender japonés pasada la niñez conjugamos largas listas de verbos y repetimos sin cesar diálogos de cintas en ese idioma, pero nunca podremos hablar como un nativo porque nuestros circuitos de lenguaje son incapaces de formar nuevas conexiones básicas. El desarrollo del cerebro en el feto y en el niño pequeño se avanza a través de una serie de períodos críticos, de «ventanas de oportunidad», en que las conexiones para una función son extremadamente receptivas a lo que les llegue de fuera. Una vez se cierra la ventana, se eliminan las conexiones neuronales hasta que queden las más eficientes, conforme a cuánto se hayan usado. La batalla termina entonces: el ojo cerrado y el des cifre de los fonemas extraños nunca volverán a recuperar espacio en el cerebro. Está claro que a los adultos les es posible aprender a hablar una lengua nueva con poco o ningún acento, pero también está claro que no lo logran como lo logra un niño, sino que usan sistemas de aprendizaje completamente diferentes. Los sistemas de los adultos no son ni mucho menos tan buenos como los de los niños pequeños. A veces estas preciosas ventanas de oportunidad constituyen también períodos de gran vulnerabilidad a los daños irreversibles. Los «niños encerrados» que encuentra la policía son la prueba más fuerte. Unos padres brutales o psicopáticos han recluido en cuartos o en sótanos durante años a esos niños. Crecen sin oír conversaciones humanas, y nunca podrán dominar los sonidos y las reglas gramaticales necesarias para hablar con fluidez. Con una larga instrucción después de que se les haya encontrado otras rutas compensarán las carencias en cierta medida, pero, trágicamente, a causa de la extrema privación, el período crítico del desarrollo del habla natural se habrá perdido. Se descubrió en Los Ángeles a una chica de trece años, Genie. Se había pasado toda la vida, desde muy pequeña, en una sola habitación, con frecuencia encadenada durante horas a una silla con orinal, y le pegaban si hacía ruido. Encerrada y aislada por su psicopático padre, creció realmente sin tener contacto con los seres humanos. Lo único que oía eran conversaciones confusas a través de las paredes.Tras cuatro años de más experimentos y formación aprendió un vocabulario y un lenguaje de signos, pero siguió sin adquirir correctamente la sintaxis. Podía proferir frases macarrónicas, del estilo de «salsa manzanas comprar tienda», pero nunca pudo dominar la gramática. Había dejado ya atrás la limitada ventana de oportunidad para la adquisición del lenguaje. (Por desgracia, la historia de Genie no acabó bien. Se terminó el dinero y Genie evolucionó negativamente tras pasar por una serie de familias adoptivas que la pegaban y maltrataban.) Un caso opuesto es el de Isabelle, que tenía seis años cuando su madre, muda y con lesiones cerebrales, escapó con ella de su silencioso encierro en la casa del abuelo. Gracias a una educación especial, año y medio después tenía un vocabulario de 1.500 palabras y podía formar frases complicadas, como «¿Qué dijo la señora Mason cuando le conté que había limpiado el aula donde me dan las clases?». No había dejado atrás todavía la ventana de oportunidad en que podía hacerse con la sintaxis. Janellen Huttenlocher, psicóloga de la Universidad de Chicago, ha observado que la frecuencia con que unos padres normales hablan a su hijo o hija, o hablan cerca de ellos, durante su segundo año de vida afecta significativamente al tamaño de su vocabulario durante el resto de su existencia. Cuantas más palabras oiga un niño durante su período sensible, sean gato o existencialismo, más fuertes serán las conexiones básicas del lenguaje. Las restricciones de la plasticidad por lo que se refiere a muchas funciones sensoriales y motrices dependen también de períodos de tiempo críticos. La mayoría de los seres humanos mueven todas las partes de su cuerpo durante los dos primeros años de vida.A los dos años los circuitos motores quedan fijados. Si, por alguna razón, un niño no moviese nunca los brazos, esos circuitos se perderían y nunca podría moverlos de forma natural. Las regiones dedicadas a la visión básica están completas a los seis meses. No obstante, la adquisición de otras funciones, como el aprendizaje académico, tiene lugar a lo largo de toda la vida, sin que la restrinjan ventanas de desarrollo. Saber cuándo son los circuitos cerebrales más receptivos para aprender una determinada destreza puede ayudar a crear un entorno óptimo para el desarrollo del niño. El psiquiatra Dan Stem, de la Universidad de Ginebra, cree que el período crítico del desarrollo de las emociones tiene lugar entre los diez y los dieciocho meses. Stern fue uno de los primeros que observaron sistemáticamente a los niños, y durante un plazo de tiempo más largo; buscó indicios de períodos críticos emocionales y sociales. Su obra indica que si con regularidad los padres responden con alegría al niño, los circuitos de emociones positivas de este se reforzarán. Si los padres responden repetidas veces con aversión, el niño cerrará esos circuitos y reforzará en cambio los del miedo; la investigación muestra que el temor temprano condiciona el cerebro del niño pequeño para más temor. Una depresión prolongada de la madre condiciona también al niño para la depresión. Las palabras clave aquí son «repetidas veces» y «prolongada». Un mal gesto ocasional no condenará al niño a una triste vida. A controlar el estrés se aprende también durante un período crítico al principio de la vida, según las investigaciones hechas con ratas nacidas hacía poco, que tienen unas neuronas muy parecidas a las humanas. Los estudios revelan que cuanto más amablemente se trate a las ratas, más serotonina producen, sustancia química del cerebro que controla el comportamiento agresivo. De adultas, las ratas a las que se había tratado con amabilidad eran más capaces de atajar el estrés, tenían sistemas inmunitarios más fuertes y vivían más que las ratas que no habían sido tratadas con amabilidad. Muchas funciones cognoscitivas comparten rutas en la compleja maraña de conexiones neuronales de nuestro cerebro. El desarrollo de una destrezá puede, por lo tanto, influir profundamente en otra con la que parezca no tener relación alguna. Como muestra el efecto Mozart, la música y el razonamiento espacial parecen estar ligados. Escuchar las palabras y leer comparten también algunos circuitos.
LAS MONJAS DE MANKATO La plasticidad del cerebro no solo ayuda a la recuperación, sino que puede desempeñar verdaderamente un papel en la prevención de las enfermedades cerebrales. Como prueba, basta con visitar el convento de monjas Escuela Hermanas de Notre Dame en el remoto Mankato, en Minnesota. Muchas tienen más de noventa años, y un número sorprendente llega a los cien; de media, viven mucho más que la población en general. Sufren además muchos menos casos, y menos graves, de demencia, mal de Alzheimer y otras enfermedades cerebrales. David Snowdon, el profesor de la Universidad de Kentucky que ha estado estudiando durante años, cree que conoce el porqué. Acicaladas por su idea de que «una mente ociosa es el juguete del diablo», las monjas se retan a sí mismas obstinadamente con preguntas de vocabulario, problemas y debates acerca del cuidado de la salud. Celebran seminarios cada semana sobre los asuntos de actualidad y escriben a menudo en sus revistas. La hermana Marcella Zachman, que salió en la revista Zafe en 1994, no dejó de enseñar en el convento hasta los noventa y siete años. La hermana Mary Esther Boor, retratada también en Life, trabajaba todavía en la portería a los noventa y nueve. Snowdon, que ha examinado más de cien cerebros donados a su muerte por las monjas de Mankato y otras casas de las Hermanas de Notre Dame de Estados Unidos, mantiene que los axones y las dendritas que suelen contraerse con la edad se ramifican y hacen nuevas conexiones si hay suficiente estimulación intelectual, y proporcionan un sistema de respaldo mayor en caso de que fallen algunas rutas. Snowdon ha comprobado que las monjas que se licenciaron en la universidad, enseñaron en la escuela y enfrentaron permanentemente sus mentes a problemas en la vejez vivieron más y resistieron el mal de Alzheimer mejor que las monjas que tenían una educación formal menor y pasaban la mayor parte de su tiempo limpiando habitaciones y preparando la comida. La conclusión de Snowdon, y de otros científicos que han estudiado el envejecimiento y el cerebro, es que cualquier actividad intelectual exigente estimula el crecimiento de las dendritas, y se suma a las conexiones neuronales del cerebro. Las hermanas que se han exigido más tienen más conexiones neuronales, gracias a lo cual pueden redirigir mensajes cuando un ataque o una enfermedad afectan al cerebro, por lo que se contrarrestan los efectos perjudiciales en el cerebro y se mantienen más sanas y más activas durante más años. Dado que las hermanas han llevado por lo demás vidas parecidas en el mismo entorno durante decenios, está minimizada la influencia de cualquier otro factor. Respalda la hipótesis de que una mayor exigencia académica lleva a un cerebro más flexible en la vejez el gerontólogo Denis Evans, que estudió a vecinos entrados en años del municipio obrero de East Boston, Massachusetts. Les dio una serie de tests que comprobaban el estado mental y de la memoria, y repitió los ejercicios tres años después. Los vecinos que tenían menos años de educación formal mostraron repetidamente un declive mayor en las puntuaciones de las pruebas, fueran cuales fuesen la edad, el lugar de nacimiento, la ocupación, los ingresos o la lengua materna.
REGENERACIÓN Crecen ahora las esperanzas de que puedan tratarse las lesiones cerebrales induciendo a las neuronas a regenerarse; descubrimientos recientes indican que la regeneración quizá sea posible. Si es así, los cerebros dañados por un accidente cardiovascular o por los males de Parkinson o de Alzheimer podrían producir verdaderamente células cerebrales nuevas que cubran los papeles de las células que murieron. Es verdad que la mayoría de las neuronas no pueden volver a crecer una vez muertas; a nuestros cerebros les costaría mucho retener recuerdos y destrezas si fuera fácil reemplazar las células. Sin embargo, en algunas regiones concretas, como el hipocampo, el nacimiento y diferenciación de neuronas continúa durante la vejez. En estudios con ratas adultas,Alan Lewis, de Signal Pharmaceuticals, vio que si se toman neuronas nuevas, sin diferenciar, de áreas cerebrales que están todavía desarrollándose y se las traslada a otra parte del cerebro, pueden aprender a realizar la función local de esta. Lewis injertó células nerviosas inmaduras de áreas de la memoria en áreas del olfato; las células utilizaron las pistas del entorno local para convertirse en neuronas olfativas maduras. Como las neuronas no están totalmente preprogramadas para realizar funciones específicas, es posible que las que son desplazadas de un área asuman las funciones perdidas por una lesión cerebral en otra. La manipulación genética podría ayudar también. Evan Snyder, de la Escuela de Medicina de Harvard, retiró células cerebrales recién formadas de ratones que acababan de nacer. Les inyectó un gen que haría que se dividiesen y las insertó en diferentes áreas de cerebros de ratones adultos en los que se había provocado un accidente cerebral. Las neuronas implantadas migraron a las áreas dañadas, se dividieron y asunùeron funciones locales especializadas. Una teoría dice que las células respondieron a las señales químicas emitidas por las neuronas moribundas o por células cerebrales ordinarias a las que no respondían otras células. Como las células que se dividen activamente no han especializado todavía su función, si se las pudiese dirigir a la localización correcta podrían quizá ocupar el sitio de las neuronas perdidas en un ataque cerebral, por enfermedad o por un accidente. La implantación de células que se dividan capaces de restaurar la función cerebral podría ser una clave para la lucha contra el mal de Parkinson, la enfermedad que ha hecho estragos en el boxeador Muhammad Ali y que afecta de quinientos mil a un millón de estadounidenses cada año, la mayoría de más de cincuenta y cinco años. El Parkinson se debe a la muerte de células de la substantia nigra, que produce dopamina y la manda a una segunda estructura cerebral, el striatum, que coordina el movimiento. Sin dopamina no hay coordinación muscular. Una forma de restaurar el aporte de dopamina sería reemplazar las neuronas de la substantia nigra que van fallando por otras que funcionen bien. El problema está en de dónde se sacan las neuronas inmaduras. Hasta hace poco la única fuente era el tejido cerebral de fetos humanos abortados. Los primeros trasplantes fetales, hace diez años, fueron prometedores, pero suscitaron casos aislados de protestas públicas, de los que la prensa informó con insistentes tópicos frankensteinianos. El presidente Bush padre prometió que prohibiría esa técnica, tal y como luego el presidente Clinton prometería que haría con la clonación humana. No obstante, las investigaciones continuaron en Europa, y también en Estados Unidos con iniciativas financiadas privadamente. La desaprobación presidencial se levantó en 1993. Hasta ahora no se ha completado ningún ensayo clínico concluyente. Únicamente se han llevado a cabo doscientos trasplantes, en las universidades de Lund, en Suecia, y de Colorado, en Denver, así que solo se empieza a vislumbrar el valor verdadero del tratamiento. Los elementos de juicio casuales son más bien alentadores. Curt Freed, de la Universidad de Colorado, dice que alrededor de dos tercios de los pacientes han mejorado. La mitad puede abandonar por completo la medicación y conservar una apariencia normal. Un estudio de Olle Lindvall, de Lund, apunta que la remisión puede durar hasta seis años. No obstante, los resultados siguen abiertos a debate, pues los procedimientos para hacer el trasplante no se han normalizado. Los investigadores no se ponen de acuerdo en cuánto tejido fetal debe implantarse, y no saben cómo se dispersan mejor las células en el cerebro del paciente. Ningún investigador tenía mucha idea de qué pasa con el tercio de pacientes que no mejora. Otro avance reciente han sido los trabajos paralelos de unos equipos de la Johns Hopkins y de la Universidad de Wisconsin que han logrado cultivar células madre embrionarias en el laboratorio. Puede que un día sea posible recoger esas células para trasplantarlas felizmente en el cerebro. Estamos entrando en una época en que las células nerviosas maduras pueden convertirse en neuronas jóvenes indiferenciadas en un disco de Petri manipulando la función de sus genes, gracias a lo cual se progresará más deprisa en esta linea de investigación y se eludirán los problemas éticos que han lastrado su progreso hasta ahora. Mientras, los investigadores ensayan el mismo método con pacientes con la enfermedad de Huntington, la dolencia hereditaria que mató a Woody Guthrie y que afecta también al striatum. Al revés de lo que pasa con los síntomas del Parkinson, que a menudo pueden contrarrestarse con un farmaco llamado L-dopa (con lo que los trasplantes son un último recurso), los síntomas de la enfermedad de Huntington no pueden contrarrestarse, y quedan afectados tanto la función intelectual como el movimiento, lo que desemboca en una grave demencia y en la muerte. Se necesitan más resultados positivos antes de que se pueda decir que el trasplante de células nerviosas fetales es efectivo. Además, las objeciones éticas al uso de células de fetos abortados persisten; con algunos pa-_ cientes de Parkinson se utilizan hasta ocho fetos. Los legisladores han intentado sacar adelante leyes que garanticen que la decisión de una mujer de abortar no está influida por la idea de que el tejido de su feto puede ayudar a una víctima del Parkinson, y muchos estados prohiben todavía los trasplantes del tejido fetal. Está claro que necesitamos formas nuevas de conseguir células cerebrales inmaduras, en las que no haga falta tejido fetal. Otra manera de esquivar el problema sería encontrar una fuente animal de célulás nerviosas. Una posibilidad son los fetos de cerdo. Uno de los problemas con ellos es que el cerebro puede rechazar las células que no sean suyas, y más aún si ni siquiera son humanas. Como pasa con la insulina de cerdo, que produce menos rechazo en los diabéticos humanos que la de vaca, es menos probable que las células cerebrales de cerdo sean rechazadas. Cuando se las trasplanta en ratas con características parkinsonianas, las células de un donante porcino pueden volver a conectar con fidelidad las porciones deterioradas del striatum. Ya se han implantado células de cerdo fetales indiferenciadas en los cerebros de algunos pacientes de Parkinson en el Centro Médico Lahey Hitchcock de Burlington, Massachusetts, con la esperanza de que las células se harán cargo de las funciones locales, como la producción de dopamina. La primera persona que recibió esas células fue Tony Johnson, un ingeniero civil de cincuenta y siete años que llevaba padeciendo el Parkinson desde hacía veintisiete. Seis meses después de que se inyectase un minúsculo grupo de células en su cerebro, la esposa le contaba al Boston Globe que su marido hablaba y andaba mejor, si bien seguía necesitando farmacos que controlasen los síntomas. Unos investigadores de la Escuela de Medicina de Harvard han mostrado que las células nerviosas de los fetos de cerdo pueden madurar en el cerebro humano, pero por ahora el número de ensayos es pequeño. Alrededor de una docena de pacientes con Parkinson y una docena con Huntington han recibido trasplantes de este tipo de células. El porcentaje de recuperaciones es comparable al de los pacientes que, reciben tejido fetal humano; más de la mitad han vuelto a tener parte de su control motor a los seis meses de la operación. La utilización de células de cerdo escapa a las objeciones morales suscitadas en conexión con el uso de tejidos fetales humanos, pero tiene sus propios problemas, ya que se corre el riesgo de trasplantar enfermedades porcinas. Por eso se anda tras una tercera posibilidad: regenerar células sustitutas sacadas del cerebro del propio paciente. Las investigaciones recientes han echado por tierra el viejo dogma neurológico que decía que los cerebros adultos no pueden renovarse. Se pensaba que las células madre neuronales (neuroblastos) -que se dividen y producen células nerviosas en los cerebros fetales e infantilesdejan de actuar en la edad adulta. Pero Brent Reynolds y SamWeiss, de Neurospheres, una empresa biotécnica canadiense, han demostrado que las células madre pueden estar inactivas en los adultos y seguir todavía vivas, y que se las puede incitar a producir neuronas nuevas. Mediante la adición de «factores de crecimiento», moléculas que estimulan la proliferación de tejidos, han forzado en un tubo de ensayo a las células madre a engendrar células nuevas. Si esto se mantuviese, se podría inducir, o trasladar e inducir, a unas células ya presentes en el cerebro a que creasen neuronas nuevas que reemplazasen la función cerebral perdida. Los científicos de Ontogeny, empresa de Cambridge, Massachusetts, están intentando llevar más allá este procedimiento con una proteína de factor de crecimiento potente que, en un disco de Petri, transforma las células madre en productoras maduras de dopamina. La han llamado « erizo sónico», como un personaje de videojuegos infantiles que se mueve muy deprisa. La están implantando actualmente en cerebros de ratones, a ver qué pasa. Una de las empresas biotécnicas más antiguas, Amgen, experimenta con unos factores de crecimiento, sacados de las células gliales, que han frenado eficazmente el ataque de síntomas parkinsonianos en los monos. Los métodos de Amgen y Ontogeny requerirían que se inyectasen con regularidad factores de crecimiento en el cerebro, es decir, habría que perforarle un agujero al paciente en el cráneo y ponerle un catéter. Pasará cierto tiempo antes de que los esfuerzos por regenerar las células cerebrales lleguen a ser parte de la medicina convencional. Mientras, para la gran mayoría que no padecemos una dolencia pero que hemos de vérnoslas con los problemas cotidianos y con el envejecimiento, la lección acerca del desarrollo cerebral es que nos es posible influir en la capacidad del cerebro de renovarse. Gracias a su asombrosa plasticidad, el cerebro humano modifica sin cesar sus conexiones y aprende, no solo por medio del estudio académico, sino de la experiencia. Como pasa con los músculos, podernos fortalecer nuestras rutas neuronales ejercitando el cerebro. O podemos dejar que se ajen. El principio es el mismo: 0 lo usas, o lo pierdes.
2 PERCEPCIÓN El padre de Rickie recuerda un extraño incidente que tuvo lugar cuando su hija, de cuarenta y cinco años, solo tenía tres. Estaban ante una gigantesca ventana panorámica, mirando un bosque. De pronto, Rickie se puso a temblar. Apretó las manos de su padre y se quedó prácticamente paralizada, con un susto de muerte. «¡Los árboles están entrando en la casa! -gemía-. ¡Todos vienen aquí!» Su padre se quedó de una pieza con el extraño comportamiento de Rickie, pero solo tenía tres años, y los niños pequeños, ciertamente, tienen sus momentos. No le dio importancia. Pero fue una circunstancia definitiva, que arrojaría a Rickie a una vida atormentada, aunque en aquel tiempo ni ella ni su padre lo supiesen. Se cuenta el sufrimiento de los veinte años siguientes de la vida de Rickie en un libro publicado en 1990, Ríckíe, de Frederic Flach, investigador psiquiátrico de la Universidad de Cornell. De niña, Rickie era vivaz y le gustaba divertirse. Era una alumna brillante cuando empezó sus estudios de primaria a principios de los años sesenta. Pero para cuando llegó a tercero oyó a los maestros hablando a sus espaldas: «Es estúpida. Vamos a tener que ponerla con los chicos "especiales"». Rickie se quedó aterrorizada. Le gustaban las clases, aunque leer, escribir y las matemáticas le llevaban mucho tiempo. Rickie tenía una gran amiga, pero eso era todo. En casa desbordaba energía, estaba llena de vida, pero nunca jugaba con más de una niña a la vez, y evitaba cualquier tipo de actividad en grupo. Volvió a oír cómo la etiquetaban: «Es una solitaria». Los padres de Rickie la llevaron a que le hiciesen pruebas. Su vista y su audición eran buenas. Sus capacidades cognoscitivas eran del todo normales. Era un misterio para sus maestros, pero un misterio que no exploraron más. La pusieron con otros chicos que tenían dificultades para aprender porque no podía seguir el paso de una clase ordinaria. A medida que crecía fue desconcertándose a sí misma. A veces todo y todos parecían estar muy lejos. Se sentía como si estuviese sentada dentro de una caja cerrada y viese las cosas «por un agujero». Pero no se lo contaba a nadie; ya entonces todos pensaban que era extraña, y ciertamente no quería decir algo que hiciese que pareciera aún más «rarita». Su abuelo, el único adulto que no la juzgaba, murió, lo que la hizo caer de la tristeza a la desesperación. La ingresaron en un hospital psiquiátrico a los trece años. Primero le diagnosticaron un autismo leve y luego la consideraron un caso fronterizo con la esquizofrenia. Su destino estaba sellado, pues en la psiquiatría de aquellos días había un axioma terrible: el diagnóstico es el destino. Era imposible quitárselo de encima, y dictó todo el tratamiento subsiguiente. Durante diez años entró y salió de hospitales para enfermos mentales. Su frustración llegó a ser honda porque nadie podía decirle qué era lo que no funcionaba. Los insultos, el desprecio, los fármacos que le daban y la sensación de futilidad hicieron que se deprimiera más y más. Llegó a estar tan mal en cierto momento que recibió una serie de tratamientos de choque, que la sacaron de su depresión clínica, pero solo el tiempo suficiente para que intentara matarse. Un psiquiatra sugirió incluso una lobotomía. Lo más reprobable de todo fue que a menudo, cuando hablaba con un médico, estaba lúcida y tranquila. A los médicos les impresionaba qué clara parecía tener la cabeza. Pero luego la frustración se llevaba lo mejor de ella, y gritaba, y perdía los papeles, y se cortaba los brazos con cuchillos, justo como los demás «locos» del hospital. Sabía que así se le prestaría atención. Los médicos se figuraron que se cubría deliberadamente con sus períodos de lucidez. A los veintitrés años hicieron que la visitara Melvin Kaplan, un optometrista del desarrollo (alguien que se especializa no en cómo trabajan por su cuenta los ojos, sino en cómo colaboran con el cerebro). Aunque los exámenes ordinarios de sus ojos habían arrojado que Rickie tenía una visión de 20/30 en cada uno de ellos -casi perfecta-, era propensa a accidentes y caídas porque pisaba o tropezaba con objetos que cualquiera con buena visión habría esquivado con facilidad. El doctor Kaplan empezó con las pruebas visuales habituales. El resultado era bueno. Efectuó la que todo el mundo odia, esa en que el médico enfoca una luz brillante en el ojo y pide que se la mire fijamente. Los ojos se humedecen y el ceño se frunce al sentir el dolor del haz que achicharra, pero se logra aguantar, quizá maldiciendo para uno mismo, hasta que se acaba. A continuación se limpia uno las lágrimas, parpadea unas cuantas veces y la habitación parece normal otra vez. Este breve dolor proviene de la retina, y el ojo, para salvarse, reacciona intentando girar a un lado para apartarse de la luz intensa. Cuando Kaplan disparaba la luz al ojo de Rickie, su retina sufría un espasmo. Cuando apagaba la luz, apenas si podía ver; su visión había descendido a 20/200 y seguía así durante unos minutos, a veces durante una hora. Flach describe en su libro lo que pasó durante una prueba posterior. Kaplan le pidió a Rickie que centrase la vista en un objeto. Se quedó mirándolo durante un minuto aproximadamente, y apartó la vista. Kaplan le preguntó: «Cuando miras a algo, ¿cuánto tiempo permanece la imagen?». Rickie parecía desconcertada. ¿Permanece o desaparece, se esfuma?», preguntó Kaplan. «Permanece. Quiero decir que puedo hacer que permanezca.» «¿Qué pasa cuando me miras?» «Bueno, si lo miro durante un minuto más o menos, empieza a desaparecer. Pero si pongo mi fuerza de voluntad en ello, puedo seguir viéndolo mucho tiempo.» «¿Y qué pasa con las demás cosas que hay en la habitación?» «Al principio las veo, y a usted. Luego, cuando me concentro más en verle, se van oscureciendo y oscureciendo, hasta que no las veo en absoluto.» Kaplan expresó su sorpresa. «¿Es que no ve todo el mundo así?», preguntó Rickie. «Dios mío, Rickie le dijo su padre, que estaba en la habitación con ellos-. ¿Quieres decir que creías que era normal?» «¿No lo es?», preguntó tímidamente. Tras nuevas pruebas, Kaplan concluyó que Rickie no podía mantener una imagen visual más de un minuto sin que lo demás empezase a desaparecer. Tenía que juntar toda la energía de su cerebro para seguir viendo. Ningún examen ocular rutinario habría revelado este problema. Juntos, Kaplan y unos psicólogos emprendieron la ardua tarea de recrear las experiencias de Rickie partiendo de su infancia. La conclusión a la que llegaron fue una conmoción para todos: Rickie había estado luchando con un grave problema visual que probablemente se manifestó cuando tenía tres años, por la época de aquella tarde fatal en que se asustó porque los árboles estaban «entrando en la casa», una señal temprana de lo que sería el derrumbamiento final de su percepción de la profundidad. Durante veinte años -toda su niñez, su adolescencia, su juventud adulta había padecido un destino psicológico cada vez peor a ruanos de maestros, médicos y hasta de sus padres, que habían corrido demasiado al interpretar sus primeras dificultades como psicológicas en vez de físicas. Por desgracia, el primer diagnóstico erróneo fue como una bola de nieve, y Rickie, golpeada y aislada por todo ello, se hundió en una verdadera depresión y en la paranoia. Puede que Rickie haya tenido problemas con su estado de ánimo, pero la terrible secuencia de sucesos que casi la conduce al suicidio podría haberse evitado con la detección y el conocimiento adecuado de un problema que, en un principio, era puramente perceptivo. A los tres años, Rickie vio que los árboles «iban a por ella», pero, claro está, no tenía ni idea de que no veía correctamente. Niña aún pero ya más crecida, no se le ocurrió que sus experiencias visuales fuesen anormales. En la adolescencia, sabía que el mundo parecía a veces no tener buen aspecto, pero no quería decir nada porque le daban miedo las consecuencias. En una ocasión se quejó a su psiquiatra de que cuando intentaba leer las letras, estas se desmoronaban de pronto. El psiquiatra le dijo que era una fobia, que era una mala lectora y le daba miedo leer porque sabía que no lo lograría. Rickie sabía que si respondía a eso con más vehemencia la volverían a hospitalizar, así que se callaba, sin más. Es difícil expresar en palabras qué aspecto presentaban las cosas para Rickie. Mirar por la mirilla de la puerta de casa es una buena aproximación. Cuando concentraba la mirada en un objeto lejano, su campo periférico de visión se vaciaba. Su visión era como un túnel. Y si la concentraba en un objeto cercano, la imagen solo duraba un tiempo breve, y se descomponía. Por eso le costaba leer. Miraba las palabras de un libro y enseguida se desmoronaban: se doblaban sobre sí mismas y se hundían sobre la página, fundiéndose en una difusión negra. Si intentaba concentrarse en la pizarra, el aula se oscurecía de inmediato, y el maestro parecía estar más lejos cada vez. No era estúpida o vaga; no podía, entiéndase al pie de la letra, ver las palabras o la pizarra. Claro está, tardaba una eternidad en hacer sus tareas, si es que podía hacerlas. Tampoco es que fuese una solitaria. Le gustaba la gente, le gustaban los amigos, pero como solo podía centrarse en un objeto cada vez, tratar con otras personas que tuviese delante, en cuanto hubiera más de una, resultaba confuso, en el mejor de los casos, y tan amedrentador que no consiguió nunca participar en actividades grupo. De joven -antes de que le entrase miedo a los castigos-, ano era tan espabilada como para decir «¡eh, que miro la página y las letras se derriten!»? No, porque creía que era normal, como les pasa a los chicos disléxicos que ven las letras invertidas; creen que es normal porque siempre han percibido las cosas de esa manera. Su cerebro se «cansaba», como los nuestros. Hacía mucho trabajo mental para mantener juntas las cosas, y en momentos de estrés se le iban y el mundo se le escapaba. Su visión se rendía. Creía que luchar por ver y mantener unido el campo visual era normal porque no había conocido otra cosa. Creía que así era para todos. Una vez se le hizo el diagnóstico correcto, Rickie emprendió el largo camino hacia la recuperación. El doctor Kaplan tenía presentes los muchos estudios en los que los individuos que llevaban durante horas unas gafas que ponían todo cabeza abajo seguían viendo, una vez se las quitaban, las seguían viendo así unas horas más antes de recobrar la visión normal. Pasadas unas horas de distorsión, sus cerebros se estaban adaptando ya a la nueva realidad, y se aferraban a ella durante un rato antes de volver a lo que habían aprendido en todos los años anteriores. Investigaciones recientes muestran que el cerebro visual puede reorganizarse en aspectos menores en solo treinta minutos. Kaplan puso a Rickie un par de gafas especiales, con las que pudo centrarse en un objeto durante períodos más y más largos sin que la imagen se descompusiese o la arrastrase a ver como en un túnel. Sus ojos, hay que recordarlo, veían muy bien; el problema estaba en la interpretación que su cerebro hacía de las imágenes que recibía. La joven tuvo que entrenar su cerebro con las gafas durante meses, siguiendo contornos y objetos en movimiento, durante períodos más, y más, y más largos, hasta que se acostumbró a las nuevas imágenes y pudo procesar su visión como debía. Pasados seis meses, el cerebro de Rickie se corrigió a sí mismo, y ella ya no necesitó las gafas: había enseñado a su cerebro a ver. No obstante, la parte verdaderamente más difícil de la recuperación de Rickie fue la corrección de los problemas psicológicos que había desarrollado con sus fracasos y el menosprecio que había sufrido por culpa de sus estigmas. Tras veinte años de aprender que las personas eran crueles y que no podía confiarse en ellas, tardó años en superar su depresión y mejorar sus destrezas sociales de manera permanente. Hasta los cuarenta años no pudo sentirse normal. Pero lo logró. Se puso a trabajar como asesora para la rehabilitación de personas que se recuperaban de enfermedades mentales. Se casó, tuvo un hijo y luego mellizos. Su regreso ha sido un brillante éxito. En cierto momento, sin embargo, casi lo pierde todo. Cuando empezó con su trabajo y a vivir sola su visión se vino abajo de golpe. Le entró el pánico, horrorizada de que todos sus problemas retornasen torrencialmente. La ingresaron de nuevo, la calmaron, la volvieron a entrenar con sus gafas... se recuperó rápidamente y nunca más ha vuelto a las salas de psiquiatría de los hospitales. El episodio le enseñó a Rickie y a sus médicos una lección vital: el estrés podía con su sistema visual. «Cuando tengo mucho estrés», dice en el libro de Flach, «sea por los plazos del coche o por un virus molesto, mi visión puede hacerme precisamente eso». Desde la primera experiencia ansiosa, sin embargo, ha aprendido a controlarlo. «Ahora no me entra el pánico. Cierro los ojos, me acuesto un rato o me pongo mis gafas especiales. Sé que se pasará.» Rickie se ha recuperado no solo visual, sino también psicológicamente. Sabe que la vida no es ahora tan incierta y que puede realmente contar con la gente. Por desgracia, hay otras Rickies en el mundo que tienen problemas de percepción que no están diagnosticados. Existen también otros que de verdad han descubierto su problema de percepción peculiar y lo han corregido, pero no han podido salir a flote psicológica o socialmente tras años de insultos del mundo que los rodeaba. La odisea de Rickie muestra que la percepción es mucho más que captar simplemente estímulos del mundo exterior. Es un factor enorme del desarrollo de la personalidad. Hasta el menor problema con la percepción puede llevar a una cascada de cambios en la vida psicológica de una persona. La percepción anormal puede corromper la experiencia de una persona. Si la percepción distorsiona nuestra imagen del mundo, todo lo que está más acá de los sentidos puede causar al final disfunciones cerebrales. A veces, por mucho esfuerzo que se haga, un niño o un adulto con un problema que no se ha diagnosticado no podrán aprender qué les hace falta para seguir el ritmo de sus compañeros, y la vulnerable sensación de uno mismo quedará dañada para siempre. La rehabilitación de Rickie con las gafas especiales muestra que lo que vamos percibiendo afecta a la urdimbre misma de nuestro cerebro. El cerebro está conformado por las percepciones que experimenta, así que quizá podamos conformarlo mejor siendo conscientes de lo que percibimos y de cómo lo percibimos. La lección, cada vez mayor, es que no deberíamos, como colectividad, ser tan rápidos en etiquetar a otros de perturbados psicológicamente, porque sus dificultades pudieran ser el resultado de problemas físicos. Hasta el curso de introducción a la psicología empieza con un capítulo sobre la percepción, y suele confundir a los estudiantes de primero. «¿Por qué hemos de estudiar cómo entra la información en el cerebro -se preguntan- cuando lo que de verdad nos interesa es qué le pasa después?» Los estudiantes, jóvenes, introspectivos, en busca de respuestas, que quieren descubrirse a sí mismos, se desencantan enseguida con esas clases acerca de la visión o de la audición de las palomas y de las ratas. Los profesores hasta se disculpan de tener que enseñar en primer lugar la percepción, y piden a los estudiantes que sean pacientes mientras pasan corriendo por esa materia y llegan a «lo bueno» de la psicología, como Freud y el sexo, las drogas y el rock and roll. Es una pena que tantos profesores sean incapaces de explicar a sus alumnos por qué han de saber acerca de la percepción, por qué es esencial para un conocimiento más profundo de nosotros mismos. La pura verdad es que la manera en que la información entra en el cerebro afecta a su estado final tanto como cualquier otra fase de la cognición.
MODIFICAR EL CEREBRO Como ya sabemos, el cerebro es un ecosistema. Las diversas neuronas y redes participan en una ardorosa competencia por hacerse con los estímulos que se reciben. Las redes que consiguen procesar las nuevas experiencias o comportamientos acaban siendo miembros fuertes, permanentes de la neurona, mientras que las que no se usan, apartadas del ir y venir de la información, se bajan y mueren. La estructura del cerebro se convierte en la información que recibe, y la manera en que perciba esa información determinará su estado futuro. El lema que presentamos en el primer capítulo vale igualmente para la percepción: o la usas, o la pierdes. Debemos utilizar nuestros sentidos y sus neuronas, o perderlos para siempre por culpa de una muerte prematura o porque se los recluta para otra función. Es fácil de entender que una perturbación de la audición, la visión o el tacto puedan perjudicar al desarrollo normal del cerebro. Este recibe información sin cesar sobre su estado actual, procedente de los sentidos, relativa a lo que ocurre en el entorno, o en forma de mensajes internos acerca de la posición del cuerpo, el grado de excitación, las actividades de los distintos órganos y el estado químico y nutritivo de la sangre. Como el cerebro quiere mantener un estado interno constante (homeostasis) frente a un mundo cambiante, interpreta sin parar todos esos estímulos que le llegan como instrucciones para modificar los niveles de neurotransmisores y hormonas, el ritmo a que se producen los disparos eléctricos y la excitabilidad química de sus redes neuronales. El desarrollo de la personalidad misma está firmemente enraizado en el aparato sensorial. Incluso quienes poseen capacidades perceptivas extraordinarias viven a menudo una relación de amor y odio con sus dotes porque puede ser «alienante» ver el mundo de manera diferente a la mayoría. Sin embargo, una visión diferente es la característica que define a todo gran artista y, en realidad, la característica que nos hace a todos únicos. El gran arquitecto americano Buckminster Fuller, al que quizá se le conozca sobre todo por su creación de la cúpula geodésica, a veces se sentía tremendamente sobrecargado de estímulos visuales. Era corriente que llevase gafas para que solo entrase en sus ojos una parte del espectro visual, y cuando se las ponía le era más fácil pensar. Cuando iba a unas obras o daba una vuelta por la ciudad se ponía tapones en los oídos porque el ruido le impedía abordar el mundo. Saber cómo vemos, oímos, tocamos, olemos e incluso saboreamos el mundo puede decirnos mucho acerca de cómo funcionamos en él. Las sensaciones -o qualia, en términos filosóficos- procedentes del entorno se integran en categorías o construcciones que hemos aprendido. Estamos manipulando constantemente nuestras percepciones, haciendo que el mundo coincida con lo que esperamos percibir y haciendo, por ende, que sea lo que percibimos que es. El primer mordisco incauto a un chile nos quema la boca. La próxima vez que nos atrevamos a probarlo sudaremos y diremos que es tan picante como el primero, incluso aunque un técnico tramposo de un laboratorio del gusto nos haya ofrecido uno más flojo. En esta época en que tanto abundan los descubrimientos hemos aprendido que las redes neuronales del cerebro responden a patrones establecidos por experiencias pasadas: cuanto más a menudo se dispare un patrón concreto en respuesta a un estímulo, más firme se volverá la asamblea neuronal. De ahí el axioma: las neuronas que se disparan juntas se conectan juntas. Lo que se recibe de fuera conforma la manera en que experimentaremos lo que a continuación recibiremos. No es una exageración decir que, una vez se ha tenido una experiencia, no se es la misma persona que antes de tenerla. La experiencia tiñe la percepción. ¿Qué les pasa a nuestros cerebros durante nuevas experiencias? Primero, hemos de rechazar la idea de que nuestros cerebros son depósitos de almacenamiento de información estáticos. Muy al contrario: las células nerviosas están haciendo continuamente conexiones nuevas que nos servirán mejor en las cosas que hacemos con frecuencia. El cerebro puede ser moldeado por las experiencias tal y como los músculos responden a ejercicios determinados. Cuando repetimos las frases de una obra de teatro o memorizamos las tablas de multiplicar, construimos asambleas nerviosas, y lo mismo pasa cuando repetimos un paso de danza o una postura de kárate. A medida que nuestros cerebros se adiestran las tareas van siendo más fáciles y automáticas. Es fascinante, e intrincado, cómo se lleva a cabo el adiestramiento. Las células nerviosas del cerebro se autoorganizan cuando se han entrenado suficientemente mediante el contacto repetido con un estímulo concreto. Un niño pequeño aprende a distinguir la voz de su madre de la de otras personas, un segundo violinista aprende a captar su parte cuando oye una sinfonía. Los individuos que participan en un ensayo aprenden a ver el mundo al revés por un día. Las neuronas quedan «aleccionadas», adquieren el prejuicio de esperar la misma vieja cantinela. Cuando se encuentran con estímulos conocidos perciben esa señal que les llega como nueva y perturbadora. Afortunadamente, ya que la perturbación lleva a la reorganización, y así es como Rickie pudo recuperarse, y así es como podemos deleitarnos con una puesta de sol distinta en un día nuevo. Las evidencias de que el cerebro es capaz de ajustarse a las percepciones fue una de. las primeras cosas que me hicieron seguir la carrera de neuropsiquiatría. Mi hermano solicitó en 1958 el ingreso en la Academia Naval y lo rechazaron porque su vista no era perfecta, pero le dijeron que podía volver a intentarlo si conseguía mejorarla; le prescribieron unos ejercicios oculares para que su agudeza visual fuese mayor. Un mes después aprobaba el examen ocular de ingreso. Los ejercicios habían entrenado sus músculos oculares y los circuitos visuales del cerebro. Eso fue en 1959, mucho antes de que supiésemos gran cosa de la plasticidad cerebral. Un acto de percepción es mucho más que la captación de un estímulo que llega. Requiere una forma de expectativa, de saber qué va a ponérsenos delante, de preparación. Sin expectativas, o construcciones con las que percibimos el mundo, nuestro entorno sería, como decía William James, «una confusión de explosiones y zumbidos», y cada experiencia resultaría realmente nueva, lo que enseguida nos abrumaría. Automática, inconscientemente, integramos nuestras sensaciones en categorías que hemos aprendido, a menudo distorsionándolas en el proceso. Por ejemplo, nuestra visión «coherente» del mundo procede en realidad de millones de pedazos de información visual fragmentada. Mientras usted lee esta frase, sus ojos no dejan de hacer pequeños movimientos bruscos en varias direcciones, y rara vez se concentran en una palabra o letra más de una fracción de segundo. Además, el resto, la visión periférica, es borroso. Eso es porque solo una región en el centro del ojo, un pequeñísimo agujero, la fóvea, ve con claridad absoluta. En la fóvea, los fotorreceptores conocidos como conos están concentrados, por lo que su mensaje es fuerte y claro. Los fotorreceptores de la periferia, por el contrario, están más dispersos y mandan unos mensajes menos claros. Si se concentra en su visión periférica, verá que apenas si hay detalles. Sin embargo, percibimos nuestro entorno visual como una realidad sin costuras y llena de detalles. ¿Cómo? La retina reparte la información que le llega entre sistemas especializados que solo se encargan de tipos específicos de detalles, como unas pistas especiales hacia el cerebro del movimiento, el color, la forma, etc. ¿Por qué? Porque si la retina no actuase como una especie de criba nuestros cerebros se recargarían con un barullo visual. De una escena, la fóvea ve con absoluta claridad solo una parte no mayor que la uña del dedo gordo. Capta solo fragmentos de figuras, porciones de curvas y partes de colores. No ve figuras o colores enteros. El cerebro predice la figura final a partir de las partes fragmentadas que capta la fóvea. Los impulsos nerviosos que reflejan fragmentos de imágenes, movimientos y longitudes de onda se envían a los centros de la memoria visual del cerebro, que contienen patrones de imágenes almacenados permanentemente. Si la imagen fragmentada de la fóvea casa con un patrón almacenado en el centro de memoria, voilà!, se reconoce el objeto. La necesidad que tiene el cerebro de predecir para llenar los huecos entre los fragmentos de imágenes que vemos es también la razón misma de que seamos propensos a las ilusiones visuales. Creemos que vemos algo que no está porque las indicaciones que disparan nuestros modelos predictivos nos dicen que está ahí. En eso se basan los magos e ilusionistas. Completamos la información visual a cada momento. Todos tenemos un punto ciego en el campo visual, que se produce porque el lugar donde el nervio óptico entra en la retina no tiene ni bastones ni conos. En cada ojo, no vemos una gran área de nuestro campo visual. El tener dos ojos, esto es visión binocular, lo compensa, pero si nos tapamos un ojo no veremos la escena que tengamos delante con un agujero en medio: el cerebro rellenará los detalles y patrones continuamente; cuando divisamos al perro a través del enrejado de una cerca no vemos solo partes de perro, sino que obtenemos su imagen visual completa. Nuestro aparato perceptivo filtra también las señales del «ruido interno», tal y como el dial de una radio consigue captar una emisora entre las interferencias. Hay ruido de fondo por todas partes en una población de neuronas. Estas, por lo general, se disparan todo el tiempo, pero aleatoriamente; los estímulos solo hacen que se disparen más deprisa y que lo hagan organizada, sincronizadamente. Las neuronas son como los componentes de una orquesta, que ejercitan sus dedos y afinan de manera caótica hasta que el director marca de pronto el primer tiempo; en ese momento dan inmediatamente la armoniosa primera nota. El ruido continuo y el hecho de que las redes neuronales estén aleccionadas para esperar ciertas sensaciones explican por qué los amputados sufren el síndrome del miembro fantasma, la sensación de que la parte que falta del cuerpo sigue allí. Estos pacientes experimentan a veces dolores intermitentes o cosquilleos en el miembro del que carecen. La razón es que las redes neuronales gracias a las cuales el miembro experimentaba sensaciones antes de la amputación, siguen intactas y aleccionadas para responder; si llega una señal aleatoria cercana a la señal que se usaba para indicar una causa de dolor, la red se dispara e interpreta el estímulo como un dolor real. Por desgracia para muchos amputados, los dolores anormales y los picores pueden volverse más pronunciados con el tiempo porque a medida que la red del dolor falso se dispara más y más veces tiende más a responder inapropiadamente como si fuese un dolor a un estímulo aleatorio. Las neuronas que se disparan juntas se conectan juntas. Tiene, no obstante, su interés que ese ruido de fondo sea también esencial para nuestra capacidad de percibir estímulos que de otra forma no podríamos captar. Un equipo dirigido por James Collins, del Centro de Investigaciones Neuromusculares y del Departamento de Ingeniería Biomédica de la Universidad de Boston, mostró que la presencia de cierto nivel de ruido de fondo, o resonancia estocástica, puede incrementar la capacidad de un individuo de experimentar un estímulo que cae por debajo del umbral de la sensación y que de ordinario no habría experimentado. En esencia, si las neuronas están ya disparándose laboriosamente, podrán captar mejor estímulos débiles, puesto que algunas de ellas se estarán disparando precisamente a lo largo de esa ruta. Collins hizo cosquillas en las puntas de los dedos de los individuos y añadió un poco de presión mientras lo hacía; estos percibían mejor la presión que cuando no se las cosquilleaban. La capacidad de aumentar la detección de un estímulo que normalmente está por debajo de un umbral ordinario de detección mediante la introducción de un nivel determinado de ruido o estimulación que ayude a los receptores a estar preparados para ser más sensibles, solo funciona hasta cierto punto porque si el nivel de ruido sigue aumentando ensordecerá la capacidad del individuo de sentir el estímulo de prueba. Collins espera que sus hallazgos conduzcan al desarrollo de técnicas que recurran al ruido para mejorar la percepción táctil de quienes han perdido sensaciones por culpa de lesiones o de la edad. Collins colaboró en otro estudio de resonancia estocástica con Paul Cordo, del Instituto de Ciencias Neurológicas R. S. Dow, de Portland, Oregón. Ese estudio mostraba que los mapas corticales que controlan las reacciones musculares a los estímulos táctiles, los cuales limitan con los mapas del miembro perdido, podrían desencadenar las sensaciones fantasmas en algunos amputados. Un paciente que se había quedado sin brazo izquierdo hasta justo por encima del codo sentía un toque ligero en su mano fantasma cada vez que se le daba en la mejilla. La disposición de los mapas corticales es bastante diferente a la verdadera disposición de las partes del cuerpo, así que, aunque pueda parecer raro que la mejilla y la mano estén tan estrechamente conectadas, la verdad es que esos mapas de la corteza cerebral los muestran una justo al lado de la otra. El dolor y los cosquilleos son probablemente el resultado del esfuerzo de unas redes neuronales cercanas que intentan reclutar las neuronas de la parte de extremidad que se ha perdido, y que ahora están desactivadas y, por lo tanto, disponibles para un uso diferente. Que tal invasión se produce ha sido confirmado con estudios cuyos electroencefalogramas (EEG) y tomografías por emisión de positrones (TEP) han revelado que, tras varios meses de desuso, los mapas de las zonas amputadas empiezan a mostrar activación cuando se estimulan las zonas vecinas. Esto ilustra de nuevo el principio de «o lo usas, o lo pierdes»: si las neuronas no se utilizan para su propósito original puede que se las reclute para otros procesos cerebrales. El cerebro, un gerente maravillosamente ahorrativo, adiestra de nuevo las redes ociosas para que desempeñen un nuevo oficio. Sin embargo, en lo que se tarda en lograr esa cooptación, otras partes de las viejas redes -en este caso el tálamo- siguen leales a sus pautas históricas, que tienen bien aprendidas, de disparo, e interpretan equivocadamente los estímulos como instrucciones de disparo, a veces conforme a pautas relacionadas con el malestar o el dolor. Se han encontrado otras pruebas de cooptación en los ciegos. Unos estudios de 1996 mostraron que cuando los ciegos leen los puntos en relieve del braille no solo se encienden las áreas cerebrales que usualmente se encargan del tacto, sino también una extensa zona de la parte de atrás del cerebro que en los videntes está dedicada a la vista: la corteza visual. Las neuronas que hay allí, conectadas originalmente para la vista, se reclutaron para el tacto. Un estudio posterior, de 1997, mostró que la corteza visual de los ciegos potencia realmente su sentido del tacto: cuando los investigadores bloqueaban temporalmente el funcionamiento de la corteza visual los individuos tenían grandes dificultades en leer braille, y hasta indicaban que notaban puntos en páginas completamente lisas. Guarda relación con esto el hecho de que cada vez haya más indicios neurológicos que ratifican la creencia, muy extendida, de que los ciegos oyen mejor que quienes ven. La idea tiene sentido: puede que el área destinada a la audición en los ciegos se desarrolle más, pues dependen de ese sentido mucho más que los videntes. Lo mismo se ha probado en otros casos. Por ejemplo, las investigaciones han mostrado que la zona del cerebro dedicada a controlar el movimiento de los dedos de la mano izquierda es mucho mayor en los violinistas, de tanto que los usan. La natural adaptabilidad del cerebro ayuda a los ciegos porque les capacita para distinguir las indicaciones auditivas con un grado de discriminación mucho mayor. Pueden aprender a hacerse un mapa de la disposición de una habitación a partir de los ecos de los golpes de su bastón, cosa que quienes ven no pueden hacer, ni falta que les hace. Un corolario, pues, de nuestra regla «o lo usas, o lo pierdes»: el uso adicional supone corteza adicional. La lección, otra vez, es que la percepción en marcha reconfigura el cerebro en marcha. La práctica hace un cerebro nuevo.
SEÑAL Y RUIDO Como ya está claro, la capacidad del cerebro de distinguir una señal o el ruido es crucial para una percepción apropiada. Una neurona solo pone en marcha un proceso de disparo a través de su sinapsis cuando una señal procedente de una neurona contigua produce su «ignición». Por ejemplo, cuando un pájaro entra de pronto volando en su campo visual, los rayos de luz que rebotan en él entran en su ojo y estimulan las células receptoras de la retina. La energía de las ondas de luz dispara la emisión de un neurotransmisor de una neurona a otra. La neurona receptora envía neurotransmisores a través de la sinapsis siguiente, y así sucesivamente, en una reacción en cadena que continúa a lo largo del nervio óptico hasta llegar a la corteza visual. No obstante, puede ponerse en marcha una reacción en cadena sin que ningún estímulo exterior haga de disparador. En realidad, ocurre tan a menudo que la mayoría de las neuronas «ociosas» están enviando neurotransmisores por su cuenta muchas veces por segundo. La razón es que cualquier actividad eléctrica que haya alrededor de las neuronas, hasta el disparo de otra cercana pero desconectada, las dispara. Cada uno de los miles de canales de cada una de los miles de millones de neuronas que tenemos puede cerrarse o abrirse en respuesta a la actividad eléctrica del área en general. Por consiguiente, la mayoría de las neuronas se disparan más o menos al azar, en una especie de guerra de cada una por su cuenta. Esto facilita el adiestramiento de la célula nerviosa, pues es más fácil darle «más caña» a una neurona que se está disparando que empezar de cero, o con una célula desactivada. Participar en este monótono ruido es el estado normal de una neurona, hasta que alguna forma de información más específica pasa por ella. Cuando entran las ondas luminosas procedentes de un pájaro, o una señal de una idea o de cualquier otra representación interna, las neuronas se ponen de pronto a disparar mucho más deprisa y, lo que es más importante, de manera sincronizada y ordenada. Es como si todo un coro estuviese formado por neuronas y cada una tarareaba bajito su canción favorita. De pronto alguien da una palmada -el estímulo- y el grupo entero entona una canción coherente, en una armonía a tres voces. De esta forma, olemos algo bueno cuando pasamos por un restaurante y enseguida identificamos que es una pizza. Esta capacidad de sincronizar la actividad eléctrica es el fundamento mismo de la cognición. Nuestros cerebros están llenos siempre de ruido. Que percibamos algo a través del barullo depende de que el patrón sobresalga lo suficiente del fondo. En mi labor como psiquiatra, hace mucho que considero que el concepto de ruido es un medio valioso para comprender tanto la experiencia cotidiana como la psicopatología. Factores diferentes predisposiciones genéticas, sucesos de la niñez, factores medioambientales o niveles alterados de neurotransmisores o drogas- pueden cambiar la intensidad y el tono de la actividad neuronal, incluidos los disparos espontáneos que se producen con frecuencia. Cuando la razón entre señal y ruido de su programa de televisión nocturno favorito se vuelve demasiado baja, quizá por culpa de una tormenta eléctrica pasajera, y usted no puede ya distinguir las imágenes y las voces de la nieve, se siente molesto y cambia de canal. Si hay demasiado ruido de fondo en sus neuronas puede que también se sienta molesto, pero no podrá cambiar a otra cadena. Un exceso de ruido mental en el cerebro puede hacer difícil percibir lo que está pasando y recarga otros circuitos de atención, memoria, aprendizaje, cognición, estabilidad emocional o cualquier otra función cerebral. El sistema pasa a padecer una sobrecarga de información. Si los disparos neuronales son demasiado rápidos y furiosos, será posible que los estímulos que se reciban no activen y ensamblen las neuronas en un comportamiento adecuadamente sincronizado. Ello, a su vez, podría tener como consecuencia el procesamiento incorrecto de un estímulo, y por consiguiente las neuronas se dispararon equivocadamente. Esto es lo que puede pasarle a una persona muy ansiosa cuando hace un test. La ansiedad incrementada aumenta el ruido mental, tanto que alguien así puede ver, al pie de la letra, menos de su entorno, como si el espacio cerebral que por lo común está abierto a la percepción estuviese atareado con el ruido interno. Se quedará mirando una pregunta del cuestionario y, literalmente, no verá ciertas palabras, así que no la interpretará bien y dará la respuesta equivocada. Puede que hasta se pase por alto preguntas enteras de la página. Sus cerebros están tan ocupados viéndolas con el ruido, que los canales visuales del cerebro no estarán abiertos como haría falta para percibir con precisión. Nuestros cerebros no son infinitos. Se quedan sin espacio, sin gasolina, por así decirlo. Si el cerebro está ocupado intentando filtrar ruidos incómodos y que frustran, preocupaciones, inquietudes de un tipo o de otro, quedará menos «sustancia cerebral» disponible para la percepción.
OLFATO De todas las formas de conseguir que llegue información sensorial al cerebro, el sistema olfativo es la más antigua y quizá la peor conocida. Si cabe alguna duda acerca de la contribución del olfato a la percepción, piénsese en quienes sufren de anosmia, la pérdida completa de la capacidad de oler. Ni siquiera pueden saborear la comida. Una paciente con anosmia declaraba que la breve recuperación de su sentido del olfato fue como «el momento en El mago de Oz en que el mundo pasa de estar en blanco y negro a estar en tecnicolor». Los olores pueden tener efectos poderosos. Pueden asustarnos, intrigarnos o confortarnos. Como el sistema olfativo del cerebro tiene una conexión breve y directa con los centros de la memoria, los olores pueden devolvernos vívidamente a una escena del pasado. Diferentes personas pueden detectar el mismo aroma y sacar de él experiencias muy divergentes. Para un hombre que fue boy scout y pasó fines de semana maravillosos en el bosque, puede que el olor de la leña ardiendo que le viene de la chimenea del vecino le evoque sensaciones de placer y le traiga recuerdos queridos. Para un hombre que pasa por allí y al que le pilló un incendio en casa de niño, puede que el olor del humo de la madera le despierte una intensa ansiedad. Las experiencias relacionales de cada uno son diferentes. A una mujer que participaba en un estudio le agradaba un olor que los demás encontraban repugnante: una mezcla de ajo, gasolina natural y aceite de motor. La mujer había pasado unas vacaciones de verano en Alaska, cerca de una refinería de petróleo y se había adaptado allí: el olor la recordaba los días maravillosos que pasó entonces. No todos podemos detectar todos los olores. Si no estamos expuestos a ciertos aromas al principio de nuestro desarrollo es posible que perdamos para siempre la capacidad de reconocerlos. Tal y como pasa con los demás sentidos, podemos adiestrarnos para oler mejor. Por ejemplo, los creadores de perfumes tienen años de experiencia reconociendo aromas inéditos e interesantes. Poseen narices entrenadas y se ganan la vida detectando la mezcla justa. El olor explica también mucho de lo que captamos con el gusto. La mayor parte de lo que nuestro aparato gustativo nos dice acerca de nuestro plato al curry favorito ha sido recogido en realidad por el sistema olfativo. Los receptores de la nariz están especializados en detectar información química en el aire que inhalamos, así como en lo que emana cuando masticamos la comida. Las papilas gustativas de la lengua solo añaden una medición de la presencia de azúcares, sales, ácidos y bases (dulce, salado, agrio y amargo, respectivamente). La nariz hace lo demás. La neuroanatomía del tracto olfativo es única entre los sentidos. El oído, una parte pequeña de la visión, el tacto y el gusto entran en el cerebro a través del tronco cerebral y ascienden al tálamo. Desde esta estación central, millones de redes neuronales transfieren señales a las regiones de la corteza especializadas en cada sentido. Las señales van rebotando y al final se las manda, para procesarlas más, al sistema límbico, que desempeña un papel central en emociones, memoria, placer y aprendizaje. El sistema límbico añade a menudo una etiqueta emocional: de alegría para quien tuvo un "golden retriever" y se encuentra con uno desconocido en la calle, o de miedo para alguien a quien una vez mordió un perro desconocido. Recupera recuerdos y puede iniciar una reacción corporal: una sonrisa en el caso del antiguo dueño del retriever, un pulso acelerado para la víctima del mordisco. En cuanto se suscita una respuesta emocional puede que se empiece a planear una manera apropiada de proceder: arrodillarse para acariciar el perro o alejarse deprisa para no encontrárselo. Dada la complejidad de la información visual y auditiva, y las correspondientes posibilidades de que se malinterpreten las situaciones ambiguas, el cerebro intenta comprender los detalles menores antes de hacer un juicio. Por el contrario, los nervios olfativos se proyectan directamente dentro de la amígdala y la corteza olfativa, que son partes del sistema límbico, sin que medie el tálamo. Los nervios olfativos tienen línea directa con el cerebro emocional, y solo después se manda la información a la corteza orbitofrontal para nuevas asociaciones e inhibiciones y procesamientos adicionales. La conexión «olfativa» es mucho más rápida y decisoria que los sistemas de los demás sentidos, y no hay muchos filtros antes de que la memoria emocional pida que se actúe. Así, las ventanas de la nariz están situadas justo encima de la boca porque hacen de último sistema de alarma. Si estamos a punto de comer algo desagradable que podría sentarnos mal, el sistema olfativo debe ser capaz de detectar el olor que lo revelará, compararlo con un recuerdo codificado en el sistema límbico y alterar nuestro comportamiento, todo en la fracción de segundo que tarda un bocado en pasar de estar bajo la nariz a los labios. La ruta directa recorrida por la información olfativa es un remanente de una evolución anterior, cuando las respuestas rápidas, emocionales a los olores desempeñaban un papel crucial en la supervivencia. El olor se diferencia también de los otros sentidos en que su maquinaria (la red olfativa) sigue sin estar cruzada. Los demás sentidos mandan la mayor parte de su información a través del tálamo al hemisferio opuesto del cerebro para que sea procesada. El olfato fue un catalizador principal en la evolución que convirtió el cerebro primitivo (apodado «cerebro olfativo» porque era poco más que un tejido olfativo situado sobre una médula espinal) en el moderno, más complejo. Se cree que el sistema límbico entero ha evolucionado solo desde su función original de interpretar los olores y emitir feromonas, los aromas químicos que envían mensajes sociales o sexuales a los demás miembros de la misma especie. A medida que evolucionaban otras conexiones cerebrales, nuestra capacidad de procesar la información sensorial fue refinándose. La corteza olfativa no se ha encogido, pero el resto del cerebro se ha expandido. La verdadera captación de las moléculas que lleva el aire empieza en la parte superior de las cavidades nasales, en un trozo de tejido amarillento, el epitelio olfativo, que contiene receptores olfativos. Cada receptor está cubierto con unos veinte cilios, o tentáculos pilosos microscópicos, que se mueven constantemente y se ondulan al azar en un baño de secreciones húmedas que sirven para disolver las sustancias que inhalamos. Cuando una sustancia se difunde a través de la capa mucosa y se liga a un receptor olfativo, altera el patrón de disparo de las neuronas que conducen de allí al corazón del sistema límbico. Nuestro sistema olfativo reconoce ciertos olores desde el nacimiento, de manera notable los que indican un peligro, como los de los alimentos podridos. Pero el sistema se entrena también con la experiencia, como demuestran los creadores de perfumes o un sumiller competente. Como los seres humanos son capaces de reconocer y diferenciar hasta diez mil olores, no es posible que las cavidades nasales lleven incorporados tantos receptores como haría falta para que se especializasen en olores determinados. Parece que el sistema olfativo se parece al inmunitario en que es capaz de adquirir la capacidad de reconocer una gama prácticamente ilimitada de señales moleculares. Cómo lo logra no está todavía claro. No obstante, Walter Freeman, que dirige el laboratorio de neurofisiología de la Universidad de California en Berkeley, y Luca Turin, biofísico del University College de Londres, llevaron a cabo experimentos que proporcionaron unas pistas cautivadoras. Vieron que tras la exposición a un olor, los disparos neuronales a través de la superficie del receptor olfativo van formando un patrón característico. Sin embargo, si se presenta un segundo olor, el patrón se interrumpe, y si el olor original vuelve a presentarse más tarde, aparece para él un patrón nuevo. Este descubrimiento es apasionante porque de él se derivan dos realidades. La primera, que cada percepción influye en todas las posteriores y por lo tanto en qué está listo a percibir el cerebro. La segunda, que el mismo estímulo puede representarse de una manera completamente diferente de un momento al siguiente, lo que da a entender que estamos lejos todavía de entender cómo funciona la percepción. Se represente como se represente la información en los receptores olfativos, es bici i conocida su capacidad de afectar emocionalmente al cerebro. El sistema límbico contiene los centros de placer del cerebro; los olores del sexo y la comida activan muchos de ellos. Por lo tanto, el sistema olfativo está en condiciones de establecer un nexo entre los comportamientos que se puedan tener y su recompensa, y hará que una persona vaya tras una pareja o una buena comida. El centro de recompensa es fundamental para el aprendizaje y proporciona la motivación de hacer algo o la sensación de sentirse satisfecho. Como el aparato olfativo está conectado directamente con ese sistema que determina placeres y repugnancias, es un potente disparador que puede motivarnos muy deprisa y directamente, sin las asociaciones o pensamientos abstractos que nos hacen falta para responder a la vista o a la audición. Es simple, directo y poderoso. Muchas especies usan las feromonas como señales para dirigir comportamientos esenciales, como el apareamiento, la alimentación, el vuelo, el combate y la crianza. Se pueden detectar cantidades pequeñísimas de feromonas a largas distancias. Por ejemplo, antes de aparearse, la hembra del gusano de seda suelta 0,01 millonésimas de gramo de una sustancia química, el bombicol, ¡y eso le basta para atraer a mil millones de machos en un radio de tres kilómetros! Otras feromonas controlan la conducta agresiva; ellas son las que impelen al salmón a intentar la asombrosa hazaña de nadar contra corriente hasta el lugar del río donde nació. Los seres humanos emiten feromonas en todos sus fluidos corporales. Intriga nuestra capacidad de comunicar con feromonas, casi es misteriosa. Un fenómeno relacionado con ellas es la sincronía menstrual, por la cual los ciclos menstruales de una mujer se alteran con la presencia de otras. La descubrió en 1971 una investigación que indicó que los ciclos menstruales de las mujeres que pasan mucho tiempo juntas, como unas compañeras de habitación o amigas íntimas, tienden a empezar con una diferencia de un día o dos. Estudios posteriores hallaron que si se frotaba sudor de mujer sobre el labio superior de otras, los ciclos de estas se sincronizaban. Experimentos recientes han revelado además que en la nariz hay una zona que detecta feromonas que no llevan un olor que se reconozca conscientemente. Los individuos que participaban en esos experimentos contaban que no olían nada en absoluto, y sin embargo los electrodos captaban cambios mensurables en su sistema nervioso autónomo, y experimentaban sensaciones de contento o de incomodidad moderadas, según la feromona. Claro está, pese a que gracias a nuestras capacidades racionales superiores controlamos nuestro comportamiento, ¡tenemos todavía mucho que aprender acerca de lo que pasa cuando dos personas se encuentran en la calle! La aromaterapia, un método de curación alternativo, se basa en otro fenómeno que se ha investigado ampliamente con seres humanos. La teoría dice que, como los nervios olfativos transmiten señales directamente al sistema límbico y suscitan una reacción emocional inmediata, pudiera ser que algunos olores nos calmasen, nos estimulasen, nos ayudasen a dormir o influyesen en nuestros hábitos alimentarios. Un estudio de niños que iban al colegio en zonas en las que el aire estaba persistentemente contaminado mostró que estos aromas aumentan la agresividad. Básicamente, la aromaterapia pretende encontrar fragancias placenteras que alivien el estrés. Con extractos de plantas se concentran olores que suscitan reacciones emocionales. Por ejemplo, los de ciertos extractos hacen que el cerebro segregue encefalinas, que son fragmentos, de origen natural, de proteínas similares a la morfina; estas secreciones reducen el dolor y crean una sensación de bienestar. Los aromas de otros extractos provocan la secreción de endorfinas, neuropéptidos de origen natural que potencian la excitación sexual. El olor, parece, puede influir también en funciones cerebrales que afectan a la psicopatología. Como se ha dicho ya, los axones de los bulbos olfativos se conectan con la amígdala, estructura del sistema límbico esencial para el comportamiento de cría y el condicionamiento por el miedo. Si se les quita la amígdala, los animales descuidan a sus crías y olvidan las asociaciones negativas con determinados estímulos que han formado previamente. Se ha vinculado la hipersensibilidad de la amígdala con la ansiedad, los ataques de pánico, el trastorno de estrés postraumático (TEPT) y el trastorno de hiperactividad y déficit de atención (THDA). La amígdala recibe estímulos de cada modalidad sensorial, pero de ninguna tan directamente como del olfato. Hay también proyecciones olfativas en el hipotálamo, el centro hormonal del cerebro, responsable de la reacción de dar la cara o salir corriendo. Por consiguiente, los olores pueden alterar el ritmo cardíaco y la presión sanguínea directamente, con muy poca mediación. Las fibras olfativas se proyectan también hasta las zonas de placer del sistema límbico, incluidas la amígdala y el área del septum, donde se observan anomalías en la esquizofrenia, las adicciones, el THDA y la mera capacidad de sentirse satisfecho. Resulta interesante que la depresión cause a menudo una disminución sustancial de la capacidad del paciente de identificar olores diferentes. Las mujeres tienen un sentido del olfato más agudo que el de los hombres, y se les da mejor captar olores en ciertos momentos de su ciclo menstrual. Es bien sabido que la epilepsia que empieza en la zona límbica abruma a quien la padece con olores y sabores extraños o malísimos durante los ataques. Merece la pena señalar que, sin embargo, muy pocos son capaces de «imaginar» muy bien olores cuando oyen una palabra o visualizan algo especialmente oloroso. Puede que esta incapacidad se deba a que el área de la corteza superior dedicada al olfato es más bien pequeña. En cambio, los olores suscitan con fuerza recuerdos porque los nervios olfativos están conectados directamente con el hipocampo y la amígdala, que son cruciales para la memoria. A todos nos es familiar cómo un olor puede despertar recuerdos completos, con sonidos, imágenes y sentimientos: el olor de un pastel de manzana recién sacado del horno le devuelve a uno a la cocina de la abuela; el olor de la plastilina Play-Doh a la clase de párvulos; el olor del incienso a la habitación en el colegio mayor; el aire caliente, húmedo, a la temible aula.
EL SISTEMA SOMATOSENSORIAL. Los sistemas del cerebro procesan la información que se recibe del exterior para crear sensaciones, como el olor, el gusto y el tacto. La ruta del olfato o del olor es la más simple, la única directa de nuestro aparato sensorial. Los olores se captan por medio de las cavidades nasales, se procesan como información electromagnética y pasan a la amígdala y después a la corteza. Las demás rutas sensoriales pasan por el tálamo, la «gran puerta» de las señales sensoriales. La ruta del gusto parte de los mamelones gustativos, donde se toma la información, y asciende hasta el tronco cerebral. De ahí se remonta al tálamo y sigue hasta la corteza. Las sensaciones de tacto, presión, temperatura y dolor procedentes del cuerpo viajan a una estación de paso en el tronco cerebral. Esta información se manda luego al tálamo y de ahí a la corteza somatosensorial, donde se la sigue procesando.
GUSTO Como dice Oliver en el famoso musical, la vida sería demasiado insípida sin sabores. Al igual que el olfato, nuestro sentido del gusto se desarrolló pronto en nuestra evolución, para protegernos de la ingestión de venenos que podrían haber matado a una especie en ciernes. Pero hoy el gusto sirve también para enriquecer nuestras vidas. ¿Se imaginaba que la comida no tuviera sabor? Al hábito de comer le faltarían las increíbles experiencias emocionales y culturales que hemos acumulado alrededor de la comida. Como en la nariz, los receptores del gusto responden a estímulos químicos. Tenemos entre 2.000 y 5.000 mamelones gustativos en la boca y alrededor de ella. Las gallinas tienen solo veinticuatro, así que se les puede dar lo que sea, que les dará lo mismo. En cambio, los barbos tienen la mayoría fuera de la boca, y así pueden degustar la comida sin abrirla siquiera. Al contrario de lo que cree la gente, los mamelones gustativos de los seres humanos no están exactamente en la lengua, sino dentro de las mejillas, en el paladar y en la garganta, pero para los propósitos de este capítulo nos centraremos en las papilas, esos relieves de la lengua que le dan su textura áspera. Cada papila tiene entre uno y varios cientos de mamelones con forma de cebolla y una abertura en la parte superior, el poro gustativo. Los mamelones gustativos están compuestos por células que detectan y procesan los estímulos relativos al gusto, a los que convierten en señales que viajan al cerebro. En cada célula receptora se produce una reacción química que traduce, o convierte, la señal química en una corriente eléctrica que se envía como impulso a lo largo de una fibra nerviosa a través del tronco cerebral y dentro del cerebro. En la actualidad existen dos teorías acerca de cómo llegan a codificarse los sabores en patrones de disparos neuronales. La teoría de la especificidad dice que las neuronas se afinan para reaccionar a cualidades gustativas específicas. La teoría del patrón de fibras opta por la idea de que un patrón de actividad genera las señales en muchas fibras nerviosas; las sustancias que tienen gustos parecidos suscitaron patrones parecidos. Los científicos y los investigadores de las industrias alimentarias identifican nuevos receptores gustativos mientras siguen definiendo el proceso gracias al cual se percibe la experiencia química del gusto. Hay cuatro categorías de receptores gustativos, que captan los cuatro sabores básicos: dulce, salado, agrio y amargo. Los receptores que están cerca de la punta de la lengua son especialmente sensibles a la dulzura. Los sabores salados y agrios se notan más en los lados. El amargo se distingue más en la parte posterior de la lengua, así como en el velo del paladar. Tiene su interés que el centro de la lengua no tenga mamelones gustativos; se le llama a veces el punto ciego de la lengua. Hace poco, unos investigadores japoneses identificaron una quinta categoría de sabores básicos, el umami, que en japonés significa delicioso, sabroso. Puede que esté propuesto quinto sabor sea un potenciador del sabor, un receptor que hace que la comida sepa deliciosamente. Los científicos creen, desde un punto de vista evolutivo, que cada uno de los cuatro sabores básicos desempeña una función ecológica importante. El dulce asegura que no dejaremos de buscar una fuente de energía, y señala a un alimento como nutritivo. La sensibilidad a la sal ayuda a mantener el equilibrio de fluidos y electrolitos del cuerpo. La percepción del amargor pone en guardia contra toxinas y venenos, y el sabor agrio contra los alimentos estropeados. Esto quiere decir que incluso antes de que se desarrollaran los niveles cognoscitivos superiores del cerebro, nuestros antecesores, los primates o sus antepasados, tenían en el tronco cerebral una maquinaria gustativa. El gusto no es, sin embargo, blanco o negro: hay personas que tienen una afinidad o aversión más fuerte a una categoría del gusto u otra. Ciertas sustancias químicas pueden alterar, además, el gusto de un alimento. Por ejemplo, el cloruro sódico (la sal) hace que ciertos alimentos se sientan «mejor» porque inhibe la acción de los compuestos amargos en nuestros mamelones de los sabores amargos. Una característica interesante de los sistemas gustativo y olfatorio es el ciclo constante de nacimiento, desarrollo y muerte de las células receptoras, que dura, de media, diez días en el caso del gusto y treinta en el del olfato, a diferencia de los receptores sensoriales de la visión, la audición y el tacto, que son fijos y están protegidos tras el ojo, el oído y la piel. Este ciclo regenerativo, denominado neurogénesis, cumple una función importante porque esos receptores químicos están expuestos constantemente al ambiente. Los receptores del gusto tienen que soportar líquidos muy calientes y muy fríos, condimentos agresivos y el constante raspar de los dientes. Los bombardean además bacterias y desechos, y corren continuamente el riesgo de secarse. Si la lengua se quema con chocolate caliente, hay que darle las gracias a la neurogénesis de que la pérdida de gusto causada por ese trauma se restaure bastante pronto con la regeneración de las células. Como se ha mencionado antes, el gusto depende mucho del sentido del olfato. El 75% de lo que nos parece haber experimentado con el gusto, especialmente la percepción de sabores de la comida, hay que atribuirlo en realidad al sentido del olfato. La verdad es que lo más importante es la acción combinada de los dos sentidos. Cuando uno se come una pizza, los olores de la masa, el orégano y el queso se combinan con el sabor salado para producir el gusto que conocemos y nos complace. Recuerde su último catarro; puede que le pareciese que nada le «sabía». La carencia no se debía a sus mamelones gustativos, sino a la nariz taponada que bloqueaba los receptores olfatorios. La próxima vez que se acatar, concéntrese en lo que realmente capta mientras come. Percibirá sabores salados, dulces, agrios y amargos, pero sin el olor no percibirá el verdadero gusto de la comida. Merece la pena señalar que la percepción de los sabores no es la única función de nuestro sentido del gusto. Mientras damos vueltas a la comida sobre la lengua vamos procesando información acerca de la textura y sentimos la lisura de la pasta, la sensación como de goma de la gelatina o la dureza de la corteza del pan integral de centeno al que llamaron pumpernickel porque se creía que era tan difícil de digerir que ni siquiera el diablo (nickel) se libraría de la flatulencia (pumpen) si lo comía. La lengua capta también la temperatura. Aunque no se note el gusto de la comida con un catarro, sí se percibirán su temperatura y textura. La temperatura también afecta a los receptores del gusto. Si los mamelones olfatorios se enfrían o hielan, la capacidad de percibir ciertos sabores se reduce mucho. Sabedores de esto, algunos sectores de la industria de la alimentación y de la bebida han sacado partido del fenómeno. Por ejemplo, los grandes fabricantes de cerveza americanos gastan miles de millones de dólares en anunciar el gran sabor de la «cerveza helada»; los cerveceros de casas más pequeñas y los fabricantes europeos, en cambio, le dirán que la razón de que los grandes fabricantes americanos quieren que beba usted sus productos helados es porque la conmoción que produce la entrada de un líquido muy frío en la boca insensibiliza temporalmente los mamelones gustativos. ¡Usted ni siquiera saborea la cerveza! Es probable que ya haya usted hecho el experimento bebiendo el último o los dos últimos tragos de la cerveza en una fiesta una vez ha estado sin tocar el vaso un buen rato: «La cerveza se ha calentado. Sabe fatal». Es la misma bebida, la misma mezcla; la composición no ha cambiado, pero la temperatura sí. En realidad, los pequeños fabricantes y los fabricantes y pubs europeos sirven la cerveza solo un poco más fina que la temperatura ambiente, por lo que se puede apreciar todo su sabor, y sabe bien. Sean de cerveza o de pizza, las señales del gusto entran en el cerebro, en la médula, en el tronco cerebral, por tres nervios craneales. Desde el nucleus solitarius, el área de llegada en la medulla, se mandan las señales al tálamo y de allí a los centros del gusto en la corteza, que los expidan por rutas paralelas al hipotálamo y la amígdala, y de ahí a otras partes del sistema límbico, donde las emociones y la memoria se guardan y recuperan correspondiendo a las características del sabor. Esto puede hacer que evitemos las comidas que saben de determinada manera o que deseemos las que satisfacen las necesidades nutritivas del cuerpo, corno la sal. Las señales que viajan arriba y abajo por esas rutas afectan también a reflejos consuntivos como la salivación y la deglución. El hipotálamo desempeña un papel fundamental en los mecanismos alimentarios. Los estudios realizados acerca de las lesiones cerebrales de las ratas muestran que cuando existen problemas en la zona lateral del hipotálamo dejan de comer y de beber, mientras que las lesiones del núcleo medioventral del tálamo causan recalentamiento. Se están estudiando con gran interés estas y otras regiones cerebrales porque quiere saberse si puede influir en ellas para manipular los centros del hambre y la saciedad, y crear así fármacos dietéticos apropiados. Hay áreas del tálamo y del hipotálamo que participan en las pautas de retroalimentación que mantienen el equilibrio energético y el peso del cuerpo. Las decisiones acerca de si se come o bebe, de qué se come o bebe, de si se sigue comiendo o bebiendo y de cuándo se deja de comer o beber -el equilibrio entre comer y saciarse son consecuencia de los intercambios entre esas dos áreas. Como el hipotálamo es también un actor clave en el sistema motor, las emociones y la memoria, se cree que controla nuestra hambre disparando la secreción de dopamina, que nuestro sistema de gratificaciones recibe como una gratificación. Cuando esas áreas determinan que se ha llegado a la saciedad deja de segregar dopamina y se nos quitan las ganas de comer.
POR QUÉ NOS GUSTAN LAS COMIDAS PICANTES Dados estos tipos de controles y nuestra aversión general a los sabores extremos, es un fenómeno curioso, hablando científicamente, que a la gente le guste la comida picante. En ninguna otra parte del mundo animal se verá una especie que ingiera a propósito alimentos «que queman la lengua y prendan fuego en la boca». La sensación de lo «picante» es en realidad la percepción de una irritación. Los chiles deben su sabor picante a una sustancia química insípida e inodora, la capsaicina, que irrita ciertos nervios. Los científicos miden la «picantes» de una guindilla en unidades de Scoville, que es una medida de la concentración de capsaicina. Las corrientes tienen cero unidades, los jalapeños entre 2.500 y 5.000, y la guindilla más picante que existe, el habanero, 300.000 abrasadoras unidades de Scoville. Unos nervios de la boca, los trigeminales, registran sensaciones como las que producen morder un chile o la quemazón del amoníaco. Entonces ¿por qué hay quienes se exponen a esa sensación, y hasta les gusta? Una explicación es que la gente toma comidas picantes en los climas cálidos para que el cuerpo transpire y se refrigere. Otra es que ingerir comidas picantes potencia la apreciación de otros sabores en la comida y que eso hace que el cerebro libere endorfinas, potentes sustancias químicas que suprimen el dolor y crean una sensación de bienestar. Puede también que sea porque el reto de aguantar el ardor de una guindilla se parece al que supone mantener los músculos en tensión al levantar pesas o correr. El disfrute es al final logro, un «masoquismo benigno», dice el científico Paul Rozin, de la Universidad de Pensilvania. Rozin dice que el cuerpo responde como si estuviese en peligro, pero la mente sabe que se está a salvo, y esa es, para algunos, una experiencia placentera. Puede que se haya dado cuenta de que los alimentos tienden a perder su sabor a medida que avanza la comida. Ciertamente, la cuarta o quinta vez que uno moja en la salsa de jalapeño es menos tremenda que la primera. Este fenómeno puede atribuirse a la mera biología. Como el cerebro entero, los cinco sentidos reaccionan con mayor fuerza a los cambios, y así podemos sobrevivir en un entorno donde no para de haberlos. Por lo tanto, cuando el mismo estímulo se presenta de manera continua durante un tiempo considerable los receptores padecen un proceso llamado adaptación: en líneas esenciales, aceptan la señal como una rutina y los mensajes en el cerebro, por consiguiente, pierden intensidad. Alrededor de un minuto de estimulación continua tardan determinados receptores de sabores en alcanzar su sensibilidad mínima. Después, se adaptan y el sabor se difuminan. La mejor manera de evitar la adaptación es dar a los mamelones gustativos alimentos diferentes que degustar durante la comida. En vez de comer el filete de una vez, ofrezca a sus mamelones unas patatas y luego unas verduras. Cuando vuelva al filete los mamelones reaccionan a él como si fuera la primera vez, y usted obtendrá más sabor. Y lo mismo pasará con las patatas y las verduras en cada rotación. Como el resto del cerebro en general, el sentido del gusto está siempre a la caza de lo nuevo, que puede ser una amenaza o una fuente nueva de alimento o comodidad. El impacto de lo nuevo en nuestra supervivencia nos excita; nos estimula a tomar nota y darle la bienvenida o a ser cautelosos. La adaptación se da en los cinco sentidos. Quizá el ejemplo más reconocible sea el de las «imágenes persistentes». Si se queda contemplando una imagen fija en la televisión o en la pantalla del ordenador y cierra de pronto los ojos seguirá viendo la imagen, pero los colores están invertidos, como en el negativo de una fotografía en color. Si se queda mirando un vestido que tenga colores durante un minuto aproximadamente y mira acto seguido una pared blanca, se dará cuenta de que sigue viendo el vestido, de nuevo con los complementos de los colores en vez de tal y como es. Lo que pasa es que su cerebro, tras una estimulación prolongada, se ha adaptado; se ha acostumbrado a la imagen, y una señal, débil, sin accidentes, como el negro de los ojos cerrados o el blanco de una pared desnuda, no la perturban demasiado. Los circuitos del cerebro están activados, y esa actividad tarda en disiparse. Es la resaca sensorial del cerebro. Al igual que un exceso de un sabor demasiado constante debilita la sensación de sabor, una cantidad demasiado pequeña no la disparará en absoluto. Hay dos tipos de umbrales de sabor. Al primero se le llama umbral absoluto, y es el punto en que se empieza apenas a detectar una determinada sustancia. El segundo es el umbral de reconocimiento, el punto en que se puede ya identificar la sustancia que causa el sabor. Los dos umbrales difieren considerablemente porque detectar la presencia de un estímulo es muy diferente a identificar qué estímulo es. Los umbrales desempeñan también un papel en la adaptación; cuando se produce esta, el umbral necesario para percibir más un mismo sabor aumenta. Los estadounidenses aprendieron esto de forma exagerada en los años setenta cuando aparecieron los refrescos dietéticos. Cuando los adultos que se habían pasado a Tab o a Diet Coke durante un tiempo probaban un refresco de cola normal, comentaban que les sabía dulce, mucho más de como lo recordaban. La razón era que en los años que habían estado bebiendo Coca-Cola normal se habían adaptado a su sabor; el umbral necesario para percibir «dulce» había subido. Al pasarse al refresco de cola dietético eliminaron el constante estímulo del azúcar, y el umbral necesario para percibir «dulce» bajó. Existen dos deficiencias que pueden afectar a la percepción del gusto de los humanos. Se produce la disgeusia cuando está dañado un nervio del gusto y la persona percibe gustos que no están, sobre todo sensaciones saladas, metálicas o amargas. La disgeusia puede ser también un efecto secundario de ciertos tipos de medicinas, como los antibióticos claritromicina-amoxicilina cuando se usan en combinaciones para tratar úlceras, y el captopril y el dipiridamol, fármacos que se emplean bastante para tratar la presión sanguínea elevada y los fallos cardíacos congestivos. Las anomalías hormonales pueden también alterar la percepción del gusto; las más conocidas son las que se dan en las primeras fases del embarazo (en las que disminuye la capacidad de percibir los sabores, con las consiguientes ganas de comidas picantes y de combinaciones peculiares, lo cual puede considerarse un esfuerzo por hacer que vuelva la función gustativa) y el hipotiroidismo, o escasez de la hormona tiroidea, que puede perjudicar tanto al gusto como al olor. La segunda deficiencia es la ageusia, que es la pérdida de la capacidad de gustar. La ageusia total es poco frecuente, pero puede producirse tras la radioterapia, que puede dañar los nervios que comunican los mamelones gustativos con el cerebro, o como consecuencia de un traumatismo en la cabeza, que puede dañar la capacidad de la corteza de reconocer señales gustativas. Es también posible heredar por medio de una dolencia muy rara consistente en la falta de mamelones o papilas. Es mucho más común sufrir una pérdida parcial del gusto, incluida la incapacidad de percibir una sustancia básica concreta, lo agrio, por ejemplo. La agenesia parcial puede atribuirse a menudo al consumo de fármacos o a tumores en las rutas del gusto, si bien también puede heredarse. La dolencia es análoga a la ceguera a los colores; los agéusicos parciales pueden captar el sabor de la mayoría de los alimentos, pero son mucho menos sensibles a ciertos sabores. Hace poco, unos investigadores suizos han descubierto una anomalía interesante, el «síndrome del gourmand», anomalía cerebral que afecta a un pequeño porcentaje de personas que han sufrido accidentes cardiovasculares cerebrales, tumores cerebrales o traumatismos en la cabeza, y que causa unas intensas ganas de comer cosas buenas. El síndrome del gourmand se descubrió hace ocho años en un paciente que había sufrido un accidente cerebral y a quien se operó de una lesión alrededor de la arteria cerebral media en el hemisferio derecho. Tras la cirugía no solo no podía andar, sino que exhibía una especial preocupación por la comida. Cuando mostraron los mismos síntomas más pacientes que habían padecido accidentes cerebrales, los científicos se pusieron a investigar la posibilidad de que una zona concreta del cerebro estuviese afectada. Los investigadores Marianne Regard y Theodor Landis, del Hospital Universitario de Zúrich, estudiaron a, más de 700 pacientes que habían tenido lesiones cerebrales en un lapso de tres años y encontraron 36 hombres y mujeres que satisfacían los criterios que definían el síndrome del gourmand; 34 de ellos tenían en el hemisferio anterior cerebral derecho una lesión localizada, y no había otro sitio lesionado en 30 de ellos. Los pacientes que tenían el síndrome del gourmand parecían disfrutar con sus síntomas. Antes de los ataques no se preocupaban desmedidamente por la comida. Tras estos, no se privaban de poner en uso su nueva capacidad gustativa. Tiene su interés que, aunque exhibiesen una obsesión con la comida, las compras y los rituales de la mesa, ninguno de esos pacientes llegara a tener sobrepeso. Otro aspecto interesante del gusto es el que se refiere a la repugnancia. La misma área del cerebro que responde a los sabores desagradables de la ínsula anterior- se activa cuando una persona ve a otra hacer un gesto de repugnancia. Este es un buen ejemplo de cómo combina el cerebro los sentidos para mejorar nuestras oportunidades de seguir existiendo. En este caso, gracias al acoplamiento del gusto y de la visión percibimos la repugnancia de otro que come, digamos, un alimento podrido, así que no intentaremos comerlo nosotros. Incluso aunque solo acercamos esa comida a la boca, verla ya prepararía a nuestro sistema del gusto para percibir la repugnancia. Además, cuando pasa algo así, la conclusión se envía a una parte más alta del cerebro, la corteza orbitofrontal, donde hacemos las asociaciones. Deja allí un marcador que nos guiará en el futuro, así que cuando veamos a la semana siguiente una comida que tenga el aspecto repugnante que vimos la semana anterior optamos por otra. Hemos generalizado esta área de la repugnancia para hacerla más social y humana. Cuando quienes padecen un trastorno obsesivo compulsivo tienen una fobia de repugnancia a los trapos sucios o los gérmenes en sus manos, se enciende la ínsula anterior así como otras partes del circuito: el giro cingulado anterior y la corteza orbitofrontal. Además, esta área está muy activada en momentos de extrema ansiedad; es una parte grande del circuito de la preocupación. Vemos así que nuestras reacciones emocionales evolucionaron a partir de nuestro aparato sensorial. La corteza insular ilustra la «invitación» de la evolución a que usemos la corteza ya existente para otras funciones. La corteza insular es la corteza sensorial del gusto, pero está ahí también para la repugnancia y el dolor. Tiene sentido, si se piensa que el cerebro se desarrolló de manera que nos ayudará a evitar comer cosas que nos repugnan y nos provoca un dolor. Similarmente, los estímulos dolorosos activan la ínsula anterior, una región muy ligada a los sistemas sensorial y límbico. Estas conexiones pueden ofrecer una ruta por la que las señales dolorosas que se reciban se integran en la memoria para apreciar por completo el significado y los peligros de los estímulos dolorosos. A medida que fuimos evolucionando el cerebro siguió a su aire, usando lo que hubiese disponible para agrupar estímulos y llegar a la actual área del dolor y la repugnancia.
TACTO Los seres humanos poseen un ansia instintiva por tocar y ser tocados. Es parte del impulso humano que lleva a explorar e interaccionar con el mundo. El tacto es único porque es el único sentido gracias al cual experimentamos el mundo por medio del contacto físico directo. El tacto es también nuestra forma de comunicación más poderosa e íntima. Un contacto puede conmovernos, y herirnos, de una manera que no podría hacer ninguna palabra hablada, y enviar mensajes tanto de alivio como de odio a través de las barreras lingüísticas y culturales. El tacto es mucho más que un aparato sensorial. Nuestro sentido del tacto afecta al desarrollo y a la expansión de nuestros cerebros hasta bien entrados en la edad adulta. Es un componente clave en el crecimiento, el aprendizaje, la comunicación y el vivir. Es el primero de los cinco sentidos en desarrollarse, y en los recién nacidos está mucho más agudizado que el oído o la vista. El tacto de un niño pequeño es un factor importante en el desarrollo de ciertas áreas del cerebro. Edward Perl, profesor de neurofisiología de la Universidad de Carolina del Norte, dice que «cuando se observa cómo toca un niño pequeño se está observando el desarrollo de la inteligencia en su corteza cerebral». Las investigaciones pediátricas del Instituto de Investigaciones del Tacto de la Universidad de Miami, en Florida, han revelado que los niños pequeños desarrollan ya el sentido del tacto en el útero, lo cual podría explicar por qué al nacer tendemos a reaccionar tan deprisa cuando nos cogen en brazos. Una parte considerable de las primeras semanas de vida de un recién nacido tienen que ver con el tacto. El reflejo de enraizamiento, la más primitiva de las primeras señales del tacto, se produce cuando el niño vuelve la cabeza hacia la mano de la madre cuando ella le toca la cara. Ayuda al recién nacido a encontrar el pezón de la madre cuando esta le va a dar de mamar. Los niños pequeños reaccionan instintivamente a otras formas de estimulación táctil. Por ejemplo, si les toca la mano le agarra el dedo con fuerza. Hágales cosquillas en el pie; doblarán los dedos. Los estudios realizados con niños prematuros muestran que el tacto puede acelerar su crecimiento y su desarrollo. Es frecuente que se los ponga en incubadoras para que puedan sobrevivir. Mientras sea necesario, el niño queda privado del contacto humano. Los escáneres TEP de los niños privados de que se les toque muestran que hay secciones fundamentales de su cerebro que apenas si están activas, con lo que partes enteras del desarrollo quedan detenidas. Los científicos del Instituto analizan cómo se podría contrarrestar ese aislamiento peligroso. Un célebre estudio hecho por Tiffany Field, del Instituto, mostró que los niños prematuros a los que se les dieron masajes de quince minutos tres veces al día durante diez días ganaron un 47% más de peso que «sietemesinos» parecidos a los que se alimentó igual pero a los que no se les aplicó masajes. (Una de las razones de que el masaje viniese bien era que estimulaba el nervio vago, que pone en marcha la secreción de hormonas que intervienen en la absorción de la comida, como la insulina y el glucagón.) También se redujeron mucho en los niños que recibieron masajes los episodios de apnea, o breves interrupciones de la respiración, comunes en los prematuros. Estos contactos también supusieron beneficios económicos; se pudo dar de alta a los niños que recibieron los masajes una semana antes que a los otros, lo que redujo considerablemente los costes de hospitalización. Ya en el siglo XIII, en el Sacro Imperio Romano, vieron que el tacto era importante. Federico II estaba interesado en saber qué lengua hablaban los niños si se los criase sin oír ni una palabra. Arrebató a unos cuantos recién nacidos a sus padres y los entregó a unas nodrizas, que los alimentaban pero tenían prohibido tocarlos o hablarles. Los niños no aprendieron ninguna lengua, y murieron antes de que pudieran hablar. Federico había descubierto, sin proponérselo, el papel que desempeña el tacto en el desarrollo inicial de un niño. Esta hipótesis se confirmó en la década de los noventa: cuando visitó los hacinados orfanatos de Rumanía, la investigadora de la Escuela de Medicina de Harvard Mary Carlson descubrió, de manera trágica, que había cientos de niños en cunas envueltos en pañales a los que nunca se tocaba, ni siquiera para darles de comer (sujetaban, sencillamente, los biberones en las cunas). Algunos de los niños habían vivido de esa manera casi dos años. Los estudios de Car1son en uno de esos orfanatos revelaron que los niños estaban encanijados, se portaban como si tuviesen la mitad de su edad y tenían, en comparación con los niños que se habían criado en los hogares cercanos, niveles anormales de cortisol, la hormona contra el estrés. Estos resultados subrayan crudamente la importancia fundamental del contacto en el desarrollo. La receptividad al ser tocado varía de unas culturas a otras. Los estadounidenses no se sienten tan a gusto tocándose entre sí como las personas de otras culturas, se trate de contactos ocasionales o de caricias afectuosas de los padres a sus hijos. Esto último podría tener su importancia, pues los estudios comparativos de culturas distintas han demostrado que las sociedades donde los padres muestran un mayor afecto físico a sus hijos recién nacidos o un poco mayores tienden a tener unos niveles de violencia adulta considerablemente menores. Pasando a cosas más ligeras, un estudio del comportamiento de los adultos en lugares sociales (en un café, por ejemplo), estableció que en Francia tenían lugar en media hora doscientos contactos ocasionales, como cuando alguien da una palmada en la espalda o en la mano de un amigo, mientras que en Estados Unidos solo dos.
LAS DIFICULTADES DEL AUTISMO Puede que la mejor forma de entender los enormes beneficios del contacto físico sea fijarse en las dificultades que han de encarar los autistas. La suma dificultad en comunicarse emocionalmente y en interaccionar socialmente es la principal característica del autismo, una inestabilidad del desarrollo que afecta a varias zonas del cerebro, entre ellas el cerebelo, el hipocampo y el sistema límbico, a muy tempranas edades. Los niños autistas suelen eludir muchos tipos de contacto físico. Una de las razones de esta conducta es que la información sensorial que les viene desde el mundo exterior llega demasiado deprisa a sus cerebros para que les dé tiempo a procesarla, y los estímulos que los rodean los abruman, sencillamente. Una reacción típica es encerrarse en sí mismos o intentar escapar de los estímulos. A esto se une una incapacidad de prestar atención porque la información sensorial que reciben les llega fragmentada, despiezada. Por ejemplo: un niño pequeño sano puede desplazar su atención de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca de la madre en una fracción de segundo; si es autista, en cambio, tardará de cinco a seis segundos solo en procesar la nariz. A causa de ese retraso no captará el rostro como un todo, sino fragmentariamente. Es fácil perderse así una señal social, una sonrisa, un ceño fruncido. El resultado es que el niño recibe únicamente una información parcial acerca del mundo, y la que recibe a menudo le confunde. Algunos autistas presentan capacidades sensoriales normales, pero les es difícil cribar la información importante del ruido. No pueden establecer prioridades en la multitud de señales sensoriales que inundan el cerebro. Para lidiar con una situación así los niños autistas exhiben conductas cuyo fin es, en última instancia, apagar la sobrecarga sensorial masiva, confusa. Lo hacen chillando, tapándose los oídos o corriendo a un sitio tranquilo, cualquier cosa que suprima el ruido. La aversión al contacto se suma a su aislamiento social del mundo exterior. Este tipo de conducta fue un factor significativo en el diagnóstico de una paciente que me trajeron hace años. Había estado entrando y saliendo de hospitales psiquiátricos durante veinte años, tiempo en que le diagnosticaron de todo, desde la enfermedad maníacodepresiva y la esquizofrenia hasta una personalidad antisocial. Delores, que ahora tiene cuarenta años, era la tercera de cinco hermanos, y sus problemas empezaron pronto. De pequeña era tranquila, reservada, y se sentía contenta sola en medio del bullicio de sus hermanos. Pero cada vez que le cambiaban la camisa lloraba. A veces se quitaba una camisa que odiaba y corría medio desnuda por la casa. A los cuatro o cinco años empezó a tener peleas de padre y muy señor mío con su madre, amable en cualquier otra situación, porque se empeñaba en que solo quería ponerse cierta camisa. La madre se negaba a eso. Delores chillaba y se quejaba de que las demás camisas la picaban o raspaban. Su madre se ponía furiosa. Delores también. Delores fue desarrollando una actitud de enfrentamiento con su madre en lo que se refería a la ropa que tenía que ponerse. Esta le decía que estaba siendo obstinada y exigente, que esa conducta no era tolerable. Esto hizo que Delores fuera estando cada vez más en contra de su madre y luego de sus hermanos, comportándose de manera cada vez más agresiva con ellos porque todos acabaron por verla como una niña problemática. Otros de sus comportamientos respaldaron la opinión de la familia. Por ejemplo, a Delores no le gustaba ir a centros comerciales o a, grandes almacenes. 59 Peleaba por no ir, se soltaba en cuanto se distraía la madre y corría al aparcamiento, hiciera el tiempo que hiciese o la esperara el castigo que la esperase. Por lo que se refiere a su intelecto, parecía que estaba perfectamente bien. La verdad es que era una buena estudiante. A los nueve años escribía unas poesías fascinantes. Sus maestros consideraban que estaba bien dotada, y sacaba las mejores notas. Pero seguía sintiéndose completamente perdida acerca de quién era ella. Por naturaleza era tímida, y la imagen de sí misma estaba mellada y deshecha con tanta admonición familiar. En la adolescencia se consideraba una quejica, porque eso era lo que su madre y sus hermanos, y hasta sus amigas, le decían que era. Decían que estaba mimada porque todo tenía que ser como ella quería. Le costaba además mucho tener confianza, sentirse bien, cuando había más de unas cuantas personas a su alrededor. No aguantaba tampoco que alguien la abrazase. ¿Por qué? No se la podía aguantar, y por lo tanto no podía sentirse en paz. Se sentía como alguien a quien no se podía querer. Cerca ya de los veinte años, esos sentimientos se intensificaron y Delores sufrió una depresión grave. Empezó a intentar suicidarse en la universidad. Conmocionada con su propia conducta, acudió a un psicólogo. Ella y el terapeuta se centraron enseguida en su amarga relación con la madre. Reconstruyeron los incidentes de su niñez y su constante ira hasta crear una compleja situación freudiana de odio, impotencia, dominación, sumisión y personalidades encontradas. Durante los veinte años siguientes, las diversas terapias que siguió no la llevaron a ninguna parte. La asesoraron, la medicaron, la ingresaron durante un tiempo en hospitales psiquiátricos para observarla y aplicarle distintos tratamientos, ninguno de los cuales encontró la causa raíz de su problema y todos los cuales reforzarían aún más la imagen que tenía de sí misma de persona desviada. El primero que me habló de Delores fue un neurobiólogo que quería que reevaluase la medicación que recibía y comprobase si no sufriría parcialmente del síndrome del déficit de atención. Delores me contó su historia, pero no dijo nada acerca de las peleas que tenía muy de niña con su madre por la ropa. Para ella no eran más que episodios vagamente recordados en una vida llena de incidentes similares. En cambio, cuando entrevisté a sus familiares, una de sus hermanas me contó las peleas. La historia me dio una pista. Le pregunté a Delores acerca de su sentido del tacto. No parecía que pensase que tenía algún problema con él. Pero comentó que había muchos tipos de prendas que la irritaban. Le raspaban la piel. Solo se ponía unas cuantas prendas distintas, se las ponía una y otra vez, y las lavaba con cantidades exageradas de suavizante para poder tolerarlas sobre su piel. Tras algunas pruebas más, era evidente que Delores era hipersensible al contacto físico. Lo que a una persona corriente le parecería el ligero roce de una prenda basta para Delores era como el rápido rasguño de las garras de un gato. No percibía la sensación como una mera incomodidad: era dolor lo que sentía. Por eso se peleaba con tanta violencia de niña con su madre cuando no quería ponerse ciertas camisas. Por eso se las arrancaba cuando podía -si eso no le causaba más dolor aún- y corría por la casa para que su madre no la cogiese y la obligara a ponérselas de nuevo. Resultó que también tenía un sentido del oído hipersensible. Los ruidos fuertes la llenaban de pánico. Odiaba ir al centro comercial porque el ruido de fondo - conversaciones, pisadas, cajas registradoras, bolsas de papel-la abrumaba. Tenía que correr al aparcamiento para escapar de la sobrecarga sensorial. Odiaba las fiestas universitarias por la misma razón, y nunca iba a ellas porque así no tenía que enfrentarse al problema. Tras más investigaciones, varios de sus otros médicos y yo concluimos que era también moderadamente autista. La vergüenza del caso de Delores es que, en parte, un 60 problema perceptivo no diagnosticado la condujo a una vida de padecimiento psicológico. Puede que, visto retrospectivamente, no fuese obstinada, no fuese una niña difícil, no estuviese mimada. No era todo siempre como ella quería. Lo que ella necesitaba era una ropa que no estimulase excesivamente su sentido del tacto, situaciones sociales que no la abrumasen y comprensión. Su problema perceptivo fue un factor enorme en sus primeros años de vida, y si lo hubiesen comprendido así ella podría haber seguido un camino muy diferente en la vida. Tímida y dotada, podría haberse convertido en una mujer inteligente que fuera un poco un bicho raro. En cambio, se vio impelida a intentar autodestruirse y a pasar buena parte de su vida adulta en instituciones. Delores se siente sumamente aliviada por saber que tiene ese problema con el contacto físico. No obstante, cuatro décadas de experiencias horribles no desaparecen sin más. A los cuarenta años, le será difícil dejar de creer que no es una persona problemática, cambiar sus actitudes acerca de la desconsiderada naturaleza de los demás y acerca de sí misma. Si se hubiese diagnosticado el problema cuando tenía tres años, si su madre hubiese sabido que su niñita era demasiado sensible a los contactos físicos, habría habido formas de evitar las peleas. Para empezar, no se habrían generado las malas predisposiciones por ambas partes. En los años cincuenta, los médicos, sencillamente, no sabían nada de la sensibilidad exagerada al contacto físico. Hoy, un pediatra podría decir: ¡Ah, se ha quitado la camisa! Bueno, quizá sea demasiado sensible al contacto físico. Vamos a estudiarlo». Con las pruebas neurológicas de este problema en la mano; la madre de Delores habría creído a su hija cuando se quejaba de que cierta camisa le raspaba. El caso de Delores, como el de Rickie, enseña que la percepción es mucho más que una mera captación de estímulos procedentes del mundo exterior. Es un factor de suma importancia en el desarrollo de la personalidad. Incluso el menor problema continuo de la percepción puede dar lugar a una serie de acontecimientos que acaben creando una vida psicológicamente traumática. Aparte de la percepción, otro factor puede ser la integración sensorial, un proceso crucial para entender el mundo como una sola unidad. Gracias a ella, una persona puede procesar a la vez las informaciones procedentes de más de un sentido. Puede que a los autistas les sea difícil hacer esto a causa de diferencias en el tálamo y en sus conexiones corticales. La brillante autista Temple Grandin nos refiere en su libro Pensar en imágenes las palabras de otra autista que no puede procesar más de un sentido a la vez: «Donna Williams decía de sí misma que tenía un solo canal; no puede ver y oír a la vez. Cuando escucha a alguien que está hablando, la información visual que le llega pierde su significado. Es incapaz de percibir un gato que salta a su regazo si está escuchando a un amigo. Con frecuencia, le es más fácil mantener una conversación por teléfono que cara a cara porque las señales visuales que la distraen desaparecen». Muchos autistas, Temple por ejemplo, sufren una forma más leve de este problema, una que seguramente nos es un poco familiar a todos. Cuenta lo siguiente: «Todavía tengo el problema de perder el hilo de mis pensamientos cuando hay ruidos que me distraen. Si suena un busca mientras estoy dando una clase, capta toda mi atención y me olvido por completo de que estoy hablando. Tardo varios segundos en volver a poner mi atención en lo que estoy haciendo». A los demás estas cosas nos pasan menos bruscamente. Temple dice que, como los autistas no pueden procesar la información deprisa, los padres y los maestros pueden echarles una mano alterando su entorno. Por ejemplo, algunos autistas oirán mejor si se eliminan los estímulos visuales que causan una sobrecarga sensorial. Temple sugiere* que se los tenga en una habitación tranquila y poco iluminada, sin luces fluorescentes ni adornos brillantes en las paredes. Debe 61 hablárseles despacio para que su sistema nervioso, que procesa lentamente la información, se acomode. Deben evitarse también los movimientos bruscos. Otros niños autistas irán mejor si se eliminan las distorsiones auditivas. Toca, pues, a quien vele por ellos enterarse de a qué dominios de la percepción son «demasiado sensibles» y realizar en el entorno los ajustes apropiados. La aversión de los autistas al contacto físico parte de unas deficiencias en el lóbulo parietal, la medulla y el tálamo; esas tres partes participan en la ruta del tacto. Actualmente algunos investigadores comparten la hipótesis de que el proceso normal de purga celular durante el desarrollo prenatal no funciona como debería en el cerebro autista y deja que respondan a la percepción demasiadas neuronas, con lo que el cerebro se inunda de sensaciones. (Un indicio que respalda este pensamiento es el tamaño y peso de los cerebros de los autistas, que son mayores de lo normal.) Otro factor podría ser cierta incapacidad de controlar debidamente los estímulos que llegan por el tronco cerebral. El resultado es una piel demasiado sensible, que hace que llevar prendas de vestir, salvo las más suaves, sea una dificultad incesante. Gracias a la maravillosa introspección de personas como Temple, podemos mirar dentro de la mente de los autistas y experimentar el mundo como lo ven ellos. Los camisones, escribe, eran como un papel de lija que le raspaba en las terminaciones desnudas de los nervios. Lavarse el pelo era como si «los dedos que frotaban mi cabeza tuviesen agujas de coser». Acostumbrarse a ropa nueva era sumamente difícil; dos semanas tardaba Temple en adaptarse a unos pantalones largos después de haberlos llevado cortos. Le era especialmente duro acostumbrarse a la ropa interior, las prendas más pegadas a la piel. «Era un horror cómo me raspaba la ropa interior nueva», dice Temple, por culpa de los fallos en el desarrollo de la purga neuronal. La mayor parte de los problemas sensoriales del autismo tienen que ver con hipersensibilidades de la visión, la audición y el tacto, pero el gusto y el olfato a veces también se ven afectados. Según un estudio, del 80 % al 90 % dé los adultos y niños autistas decían ser hipersensibles al tacto, el sonido o la visión, o a los tres, y el 30 % al gusto o al olfato. La razón puede estribar en que el gusto y el olfato son los sentidos más primitivos del cerebro y participan en ellos menos regiones cerebrales, por lo tanto hay menos fuentes de confusión y ruido, y a los autistas les es más fácil adaptarse a olores y sabores molestos. Temple señala que los niños autistas experimentan dificultades al comer que derivan de dificultades del procesamiento sensorial. De ordinario, los niños son pejigueros y a menudo no toleran la textura, el olor, el gusto o el sonido de la comida en sus bocas. La propia Temple odiaba comer cualquier cosa que fuese «babosa», como la gelatina Jell-O y la clara de los huevos. Otros solo ingieren comidas muy blandas, como las gachas. La sensibilidad de algunos niños autistas también se extiende a los olores de ciertos alimentos, que evitan a toda costa. Un chico no podía jugar en la calle con otros niños porque el olor de la hierba abrumaba su sistema olfativo. Paradójicamente, en muchos autistas hay una fuerte asociación entre olfato y memoria. Los hay que recuerdan a las personas por su olor. Otro estudio mostraba que un individuo asociaba el sentirse a salvo con el olor de cacerolas y sartenes porque asociaba este a su vez a su casa. La resonancia estocástica, el ruido de fondo que tenemos todos en nuestros sistemas de percepción -una confusión, una estática o un zumbido aleatorios demasiado bajos para que se noten, oigan o vean directamente- está desempeñando un papel interesante en la asistencia a algunos autistas. Por lo común, ese bajo nivel de ruido puede servir para intensificar unas señales táctiles, auditivas y visuales débiles, indetectables de otro modo. Dicho ruido, como he mencionado antes, ceba las neuronas del cerebro y aumenta su disposición a percibir los estímulos que puedan llegarles. 62 Cuando se percibe uno, la resonancia estocástica puede hasta hacer más detectable la señal débil. Se ha observado que la resonancia estocástica viene bien para combatir la sobrecarga sensorial de algunos autistas. Por ejemplo, si a un niño le es difícil oír o prestar atención a quienes están hablando, un susurro puede aumentar su capacidad de centrarse en las palabras que se le dicen. Es análogo al aspecto psicológico de la atención. Es más probable que oiga lo que alguien va a decir si ya le está prestando atención. Si usted no se da cuenta de que van a hablar, puede que se pierda el principio de lo que dicen y, por lo tanto, parte del significado. La resonancia estocástica se usa también para contrarrestar la privación sensorial que a menudo acompaña a la vejez, a los accidentes cerebrales o las enfermedades neurológicas. Es fácil entender cómo las muchas dificultades de procesamiento del autismo pueden conducir al aislamiento social. Si uno tiene una aversión a que lo toque otro ser humano, si la ropa parece de estropajo de níquel y si la información sensorial llega demasiado deprisa, con demasiado ímpetu como para que uno pueda procesarla, una reacción perfectamente natural será evitar los estímulos abrumadores de cualquier manera posible. Por desgracia, ese aislamiento social, que empieza en la niñez temprana, cuando el cerebro se está desarrollando, funda conductas que pueden durar toda la vida. PLASTICIDAD, MIEMBROS FANTASMAS Y DOLOR A su gran escala, el tacto nos da toda la información táctil, palpable acerca de nuestro cuerpo. Procesa la información de tres niveles sensoriales: la estimulación de la piel (el mayor órgano sensorial del cuerpo, con cerca de metro y medio cuadrado de superficie receptiva), la posición de varias partes del cuerpo en relación las unas con las otras, así como la posición del cuerpo en el espacio y si una extremidad está quieta o en movimiento; y la condición de algunos procesos internos, como el ritmo cardíaco y la presión sanguínea. Usamos con la mayor de las frecuencias las puntas de los dedos y la` manos para identificar los objetos por medio del tacto. Hay alrededor de cien receptores táctiles por centímetro cuadrado en la punta de un dedo humano, de tres a cuatro veces más que en la palma de la mano. La densidad de receptores en otras partes del cuerpo, en la espalda por ejemplo, es aún mucho menor. Las señales ascienden por la médula espinal. hasta la medulla oblongata y de ahí al tálamo, que las procesa y manda directamente hacia arriba, a la corteza. La corteza somatosensorial contiene: múltiples mapas de varias funciones táctiles de todo el cuerpo. Uno de esos mapas es una representación de cada centímetro cuadrado de la piel que cubre el cuerpo. Otros mapas incluyen las posiciones de las extremidades y de los movimientos de las articulaciones. Algunas zonas de la piel, en particular las que necesitan una sutil discriminación táctil, están representadas de manera desproporcionada en la corteza. Por ejemplo, el área dedicada al pulgar es tan grande como la dedicada a todo el antebrazo. Al labio se le dedica más corteza que a la pierna. A la cara, los ojos, la nariz, la mandíbula, las encías, la lengua y las manos les corresponde áreas grandes, mientras que el torso no está representado con tanta precisión. Aunque los mapas se mantienen bastante estables para que el cerebro y el cuerpo trabajen juntos eficazmente, pueden cambiar con el objeto de que el cerebro tenga la plasticidad que necesita el aprendizaje. Los experimentos de Merzenich descritos en el capítulo 1 los que examinaban el procesamiento táctil de los dedos de los monos demostraron con esmero que hay plasticidad en el cerebro adulto. Nuevos experimentos de Timothy Pons, del Instituto Nacional de Salud Mental, mostraron que la reorganización neuronal puede producirse a una escala aún mayor. Pons mostró, con monos sometidos a 63 diversas operaciones quirúrgicas cerebrales, que los nervios sensoriales que antes respondían a un brazo luego lo hacían a los contactos en el rostro. La reorganización neuronal se extendió más de un centímetro, y abarcó transversalmente más de un tercio del mapa somatosensorial entero. Los cambios en los experimentos de Merzenich afectaron a neuronas separadas menos de dos milímetros. Vilayanur Ramachandran, neurocientífico de la Universidad de California, en San Diego, propuso que la reorganización cortical se produce porque viajan a través de las rutas nerviosas dos conjuntos de señales, uno fuerte y dominante, el otro débil. Por lo común, el dominante inhibe el débil, pero si se cortan los nervios que llevan de ordinario la señal dominante, la señal más débil prosperará. A este fenómeno se denomina a menudo el «relleno». Dando un paso adelante más, Merzenich cree que este tipo de plasticidad se produce diariamente, que las conexiones neuronales están fortaleciéndose o debilitándose sin parar -muy poquito cada vez- a medida que las señales sensoriales cambian con los estímulos externos. Gracias a ello ciertas conexiones neuronales dominan en ciertos momentos, pero cuando las condiciones cambian otras mejor preparadas para la nueva tarea pasan a primer plano. Por esta razón, dice, aprende la corteza somatosensorial, y por ello nuestros cerebros se adaptan de maneras que mejoran el rendimiento. Puede que los ajustes en el fenómeno del relleno expliquen algunas de las sensaciones del síndrome de la extremidad fantasma, la tan presente y misteriosa dolencia que afecta a los amputados y desde hace casi un siglo desconcierta a los médicos. Entre las sensaciones típicas que relatan los pacientes hay presiones, calores, fríos, humedades, picores, sudores y hasta cosquilleos, pero un considerable 70% de los amputados sufren de dolores en los miembros fantasmas. Este padecimiento -a veces un verdadero suplicio- incluye dolores de quemadura, estrujamiento, esguince o tiro de bala, y va de leve y ocasional a continuo y severo. El dolor empieza a menudo poco después de la amputación y puede durar años. Para el que lo padece, el dolor es un compañero constante y un recuerdo que no cesa del miembro que falta. Durante muchos años se llevó a los pacientes con extremidades fantasmas al psicólogo, que les decía que practicaban una forma de «satisfacción de deseos».Ahora sabemos que las causas que se esconden bajo el síndrome del miembro fantasma nacen en el tálamo y en la corteza somatosensorial. Durante el reinado de la teoría de la fijeza de las conexiones cerebrales, la ciencia médica no sabía a menudo cómo explicar las causas del síndrome; al fin y al cabo, si faltaba una extremidad, los circuitos cerebrales correspondientes no recibían señales y, por lo tanto, quedaban clausurados. Sin embargo, ahora hay pruebas de que cuando se amputa un miembro el área del cerebro que se dedicaba a recibir. señales sensoriales de ese miembro continúa activándose. Ramachandran descubrió que cuando se aplicaba presión a otras partes (normales) del cuerpo, el paciente podía sentirla en localizaciones precisas del miembro fantasma. Ramachandran concluyó que la corteza asignaba las áreas del cerebro que antes estaban dedicadas al apéndice perdido a una zona nueva de piel. Sostenía que esas rutas reasignadas no son totalmente nuevas, sino que la corteza utiliza rutas neuronales más débiles a las que se permite que pasen a un primer plano porque ya no están inhibidas. Puede que la causa de fondo del dolor de los miembros fantasmas sean esas rutas más débiles, que emiten señales que luego el cerebro interpreta equivocadamente como originadas en el apéndice perdido. Las rutas más débiles se adaptan a responder a la zona del cuerpo a las que las señales dominantes respondieron en otro tiempo. 64 El síndrome de los miembros fantasmas es uno de los puntos donde centra su atención la investigación neurológica. Los neurólogos siguen investigando la naturaleza de las señales erróneas con la esperanza de aliviar algún día a quienes padecen dicho síndrome. Los problemas del miembro fantasma pertenecen a una categoría mayor de sensaciones táctiles: el dolor. La percepción del dolor varía mucho de un individuo a otro porque influyen algunos factores psicológicos, entre ellos la cultura (no todo el mundo puede andar sobre carbones ardientes), las anteriores experiencias en la vida y el estado mental del momento. El dolor sirve como señal de peligro que nos avisa de que una parte del cuerpo está siendo dañada. Ayuda también a la curación al recordarnos que debemos tomar precauciones al tratar esa parte. No es grato sentir dolor, pero no poder sentirlo es en sí mismo un peligro. Los estudios clínicos han revelado que quienes tienen una insensibilidad congénita al dolor sufren a menudo quemaduras y cortes graves porque sus cuerpos no les avisan del peligro. En casos extremos, hay personas que han muerto de infecciones agudas o de un apéndice perforado porque no sintieron las señales de peligro del dolor. El receptor primario del dolor es el llamado nociceptor, que responde a estímulos como la presión intensa, la temperatura extrema, las quemaduras, entre otros. Las señales electroquímicas del dolor se propagan desde los nociceptores a la médula espinal y ascienden por el tronco cerebral al tálamo. Poco después, las señales neuronales ingresan en la corteza por el lóbulo parietal. Otros procesos interesantes actúan en los mecanismos del dolor. Por ejemplo, cuando uno se da con la rodilla en una mesa lo más probable es que se la acaricie para sentirse mejor. ¿Por qué frotar un punto que acaba de recibir un golpe reduce el dolor en vez de agravarlo? Porque el frotar manda un segundo conjunto de señales táctiles al cerebro. Como este es finito y va a tener que prestar atención a las dos señales a la vez, el segundo estímulo hace que se reduzca la fuerza percibida del primero, más intenso. Esto se conoce como «inhibición competitiva». Cuando su madre le acariciaba la rodilla después de que usted se hubiese caído de la bicicleta aplicaba a la reducción del dolor un principio científico. La percepción del dolor disminuye también cuando estímulos táctiles normales, como los que se producen al frotar, dar un masaje o recibir una vibración suave, activan las fibras del nociceptor que manda las señales inhibitorias al cerebro. Frotarse la rodilla produce también un efecto que segrega opiáceos del estilo de la morfina que se ligan a los receptores de los opiáceos en la amígdala y en el hipotálamo, y los excitan; el resultado son unas señales que van a la medulla y se retroalimentan hacia la médula espinal, contrarrestando las señales que vienen de los nociceptores y disminuyendo la transmisión de información dolorosa al cerebro. De todas formas, las señales dolorosas prosiguen hacia la amígdala, que alberga el sistema que advierte al cuerpo de situaciones potencialmente dañinas o que amenazan la vida. Si él dolor va a ser una amenaza, la amígdala, la responsable de las reacciones de miedo, sorpresa y autónomas, responderá con la señal de luchar o de huir. Gracias a ello podemos reaccionar rápidamente a una situación perjudicial o peligrosa que produzca dolor. Una vez se ha procesado la información dolorosa pertinente en la amígdala, esta se remite a la corteza frontal para un procesamiento de orden superior y para que el cuerpo reaccione. Se envían señales dolorosas al cerebro cuando se activan los nociceptores. Los científicos han descubierto hace poco que esa activación se produce cuando una célula está dañada y segrega una sustancia química llamada adenosíntrifosfato (ATP). Sus moléculas se ligan a los nociceptores, y empieza la señal de alarma. Lo apasionante de este descubrimiento es que puede conducir a métodos de tratar el dolor, sobre todo el 65 dolor crónico que incapacita. Las investigaciones sobre la secreción de neurotransmisores está proporcionando además ideas acerca de cómo podrían bloquearse las señales del dolor persistente. SONIDO ¿Oye el movimiento de las mandíbulas mientras habla? ¿Oye los latidos del corazón mientras lee esto? Claro que no. Como los demás sentidos, el del oído agrupa los estímulos en rasgos -crea unidades mayores, más manejables-, que determinarán cómo oiremos. Cuando hablamos del tacto, vimos que no podríamos experimentar la vida sin el sentido de orden que suscita la organización de lo percibido en rasgos; sin ellos, el ruido del entorno externo nos abrumaría. De manera semejante, nuestros oídos captan los rasgos los sonidos primarios que oímos, así como lo que esperamos de la experiencia- y suprimen el ruido ambiente. Buena parte de este procesamiento por el sistema auditivo -en mayor medida que para los otros sentidos- se produce mucho antes de que seamos conscientes de ello. En las estaciones de paso que hay a lo largo del camino desde el oído hasta el punto en que somos conscientes de las señales sonoras, estas se ajustan y refinan. Por eso no nos percatamos conscientemente de que movemos las mandíbulas y de que el corazón late. Si oyésemos esos sonidos y otros ruidos de fondo sería una molestia, una perturbación, una distracción. Las personas que padecen de tinnitus, dolencia que causa unos sonidos persistentes en los oídos pitidos, murmullos, zumbidos-, sufren ese problema. Se calcula que hay cuarenta millones de estadounidenses distraídos por ruidos cuyo efecto va desde irritar moderadamente a incapacitar, y que causan noches de insomnio, días agotadores y una frustración que puede bordear la locura. No pueden suprimir los sonidos de su entorno que no son cruciales. El ruido de fondo se convierte en el rasgo en que se concentran, y puede ser tan alto como un tren a toda velocidad. No hay cura todavía, pero algunas personas que sufren de tinnitus encuentran alivio en escuchar cintas con sonidos relajantes (de las olas del mar por ejemplo), que les permiten concentrarse en otra cosa que en los sonidos de sus oídos. El silencio es lo peor que les puede pasar, dice Stephen Nagler, de la Clínica General de Tinnitus del Sudeste, en Atlanta; la inauguró en 1994 cuando tuvo que dejar de practicar la cirugía general en el hospital Northside a causa de su propio tinmtus, que le distraía en el quirófano. Hace poco, los médicos han empezado a implantar un pequeño dispositivo en el oído que estimula eléctricamente el caracol. Esa estimulación previno el tinnitus en un 23% de los pacientes estudiados y lo redujo en otro 46%. Puede que un aparato así salvase, entiéndase al pie de la letra, la vida de William Shatner, el famoso capitán Kirk de Star Trek. El sonido constante de su oído izquierdo, un «zumbido sibilante», empeoró hasta el punto de que casi le vuelve loco. En septiembre de 1997 reconocía en el programa Today de la NBC que «empezaba a pensar en serio en los medios que podría usar para [... ] poner fin a su vida». Por suerte, Shatner luchó contra su desesperación buscando hasta debajo de las piedras una manera de atajar el ruido. Acabó en el Centro Médico de la Universidad de Maryland, donde le instalaron un aparato, semejante a un audífono, que introducía un sonido blanco en su oído izquierdo. La idea era intentar así que el sonido sibilante fuese hasta tal punto parte de su subconsciente que dejara de percatarse de su existencia, tal y como el zumbido de las neveras y de los ordenadores se disuelve en el ruido de fondo. No está claro qué causa el tinnitus. La exposición crónica a ruidos intensos podría ser uno de los culpables; muchos músicos de rock lo padecen. Los traumas sonoros 66 bruscos podrían causarlo también; alguien que esté demasiado cerca de una explosión quizá no perciba inmediatamente que su audición ha quedado dañada, pero es posible que se levante días después con un pitido constante en la cabeza. Shatner cree que su tinnitus se originó así, lo mismo que un problema similar padecido por Leonard Nimoy, que interpretaba a Mr. Spock. En una escena de Star Trek estaban cerca de un dispositivo explosivo que estalló inesperadamente. Al contrario que el aparato que se le puso a Shatner, los primeros audífonos simplemente amplificaban las ondas sonoras que llegaban al oído de quienes los usaban. Así, las señales que parecían débiles se intensificaban, pero el ruido crecía también. Los aparatos actuales se han mejorado mucho, pero los que los llevan se quejan a veces de que no pueden distinguir el ruido en primer plano del de fondo; se ilustra así el equilibrio que han aprendido a lo largo de toda su vida a esperar y les resulta difícil distinguir una conversación de otra. Alterar la proporción entre señal y ruido ayuda a quienes tienen deficiencias auditivas a afrontar las conversaciones múltiples. Quienes tienen una audición normal las criban por medio de la «escucha selectiva»: el cerebro se centra en una sola conversación e ignora las otras seleccionando qué señales de las que recibe escuchará y cuáles clasificará como ruido. Los nuevos audífonos, con compresión para cualquier volumen sonoro y conformación de la respuesta de frecuencias, pueden mejorar el equilibrio entre señal y ruido y potenciar la capacidad del usuario de escuchar selectivamente. Por lo general, en todas las percepciones, cada experiencia nueva se suma a los rasgos previos y se desarrollan categorías de rasgos con las que comparamos y contrastamos las experiencias nuevas. Este proceso me lo está aclarando continuamente mi esposa, que es disléxica. Los disléxicos experimentan un menor número de esos rasgos que la mayoría. Aunque la mayor parte de los disléxicos obtienen por lo común en las pruebas ordinarias del oído y de la vista una puntuación normal, los hay que oyen y ven cosas que los demás no captamos. Además, mi esposa oye de manera equivocada mucho de lo que se dice pese que a casi todos los demás nos resulta inteligible y claro. Las conversaciones en grupos grandes la dejan frustrada. Por otra parte, le encantan las conversaciones entre dos, o charlar por teléfono, o los grupos pequeños donde no se pierde en el ruido. Paradójicamente, la confusión de los disléxicos cuando tienen que enfrentarse a una plétora de imágenes y sonidos podría ser la explicación de su capacidad de ver lo inédito en lo ordinario; como tienden a concentrarse en todos los estímulos, son menos propensos a ignorar una percepción que sea un tanto inesperada, mientras que los cerebros de los demás la echarán rutinariamente en el saco del «ruido» y la pasarán por alto. Otras pruebas han mostrado que algunos disléxicos tienen una capacidad superior de escuchar sonidos lentos, como las vocales y los tonos bajos, y ven formas y figuras más nítidamente con su visión periférica; esas pueden ser las razones de que muchos disléxicos se hagan poetas, músicos y pintores. Es muy probable que algunos de los problemas de procesamiento de los disléxicos se originen en una diferencia en un tipo de célula, las neuronas magnocelulares, en una de las primeras estaciones de paso del tálamo que se encuentran las señales que entran en el cerebro. Su cerebro puede tener también unas anomalías estructurales llamadas ectopias, unos haces de células nerviosas situados sobre la superficie de la corteza que quizá contribuyan a la incapacidad cerebral de procesar las señales de los sonidos rápidos. Los individuos con autismo también suelen tener una relación singular con la audición. Como sus sistemas perceptivos se hiperexcitan, es fácil que se vuelvan hipersensibles, y como procesan los estímulos qué les llegan despacio reciben una 67 información desordenada, imprecisa acerca de su entorno. Muchos autistas no aprenden nunca a hablar porque no pueden distinguir las diferencias entre los sonidos que constituyen el habla. Además, incluso aunque den resultados normales en las pruebas comunes del oído, da la impresión de que muchos niños autistas son un tanto sordos porque se cierran a los sonidos que los perturban; son incapaces de modular las señales sonoras que reciben y por ello les es imposible tolerar sonidos menores que la mayoría ignoraría. Los ruidos pueden también distraerlos por completo de cualquier otra cosa que suceda a su alrededor. Temple Grandin dice que oye «como si tuviese un audífono con el volumen fijado en "superfuerte" [... ] como un micrófono abierto que lo captase todo». Un ruido fuerte que se produzca de pronto, explica, hiere sus oídos con la intensidad de un torno de dentista que da con un nervio. Como hemos comentado, al percibir el cerebro descompone la información sensorial en las unidades elementales más pequeñas, unas partes diminutas que no parecen guardar relación entre sí. El cerebro distribuye esas partículas de información y de alguna forma las vuelve a ensamblar conforme a los recuerdos y experiencias pasadas de la persona, y hasta es posible que conforme a sus deseos. Al oír, la presión de las vibraciones sonoras que inciden en el tambor del oído se transducén, o convierten, en energía que se propaga hasta los tres huesecillos que hay en el oído medio; estos estimulan el caracol, una cavidad con forma de espiral que recuerda a una concha marina, donde crean una especie de retumbos. El caracol contiene del orden de 15.000, cilios, unos pelos finos que se doblan en una dirección u otra según las vibraciones. Determinadas células de esos pelos son sensibles a determinadas frecuencias sonoras a determinados niveles de volumen. (Los sonidos fuertes pueden hacer que se pierdan células de ese vello, de manera permanente, lo que a su vez conlleva perder oído.) El movimiento de los cilios se convierte en señales eléctricas que disparan las neuronas a lo largo de las rutas que conducen al cerebro: No obstante, como pasa con la información procedente de los otros sentidos, transformamos esta información auditiva en significado a lo largo del camino. El procesamiento de la audición empieza aun antes que con los otros sentidos, en el oído mismo. Nuestros cerebros se ponen inmediatamente a ajustar la presión en el oído interno y a hacer otros cambios en el oído y en la cabeza para maximizar nuestra capacidad de oír lo que queramos o necesitemos oír en nuestro entorno. Prueba de que nuestros cerebros conforman sin cesar lo que oímos es que hay más redes neuronales que se extiendan desde el cerebro a los oídos que a la inversa. Para percibir el sonido, nuestros cerebros se dedican a hacer travesuras. Recibimos el sonido como una falta de coincidencia entre las ondas de presión (no solo como una vibración, sino capa tras capa). Que le demos un sentido a esa cacofonía es el prodigio de la audición. Parte de nuestra capacidad de dar ese sentido se debe a que desarrollamos modelos de lo que esperamos oír: fonemas, palabras, música. Cuando percibimos el sonido, o casa con los modelos que tenemos preestablecidos o nos sorprende. Los disléxicos con problemas en el procesamiento auditivo no paran de sorprenderse porque nada de lo que oyen parece encajar con los modelos. Deben conjeturar o intuir mucho más que la mayoría qué están oyendo. Al final, acaban por oír lo que esperan oír, y excluyen o reconfiguran lo que les parece que no tiene sentido. Como nos pasa a casi todos, hay disléxicos que aprenden a tolerar esa incapacidad de casar la información auditiva con los modelos volviéndose más inventivos al descifrar los sonidos que los rodean, quizá sondeando con incesantes preguntas que les ayuden a dar un sentido a lo que se dice y oyen. Una vez ha procesado el oído el sonido que llega, la información auditiva se manda al tronco cerebral por el nervio auditivo, que solo tiene 25.000 fibras nerviosas, muy pocas 68 en comparación con los miles de millones de neuronas que intervienen en el tacto o en la visión. Por consiguiente, la información debe evaluarse en el oído antes de mandarla a la corteza. Para que esas fibras sean más eficaces, las células y las conexiones que participan están activas, en estado de alerta, incluso cuando no llega sonido; se preparan para actuar, como los jugadores de fútbol corren por las bandas para estar listos para entrar en el partido. En el tronco cerebral los sonidos se clasifican según su tono y se encuadran en unidades definidas por el timbre, o cualidad del sonido. También se definen los sonidos eliminando las legiones de ecos que nos rodean -así los sonidos de las voces que rebotan en las paredes, en el techo y en el suelo- antes incluso de que nos percatemos de su existencia. Inteligentemente, el tronco cerebral se queda con el sonido que origina los ecos y no borra los sonidos nuevos o extraños. Pone además en marcha el proceso de comprensión del habla mediante la identificación de determinados conjuntos de sonidos como fonemas, las unidades del habla que forman la lengua materna de una persona aun cuando no incorporan un significado. Por eso puede que un chino que escuche a un inglés no «oiga» ciertos fonemas; su cerebro no ha aprendido a reconocerlos como unidades de la lengua. La información que se manda a la medulla se analiza también en cuanto a sus características espaciales. La capacidad de detectar la localización espacial de los sonidos constituye un profundo avance evolutivo. Los animales que podían «localizan» el sonido -fijar en el espacio dónde se originaba un sonido- tenían una ventaja crucial. Hoy, esa capacidad no es tan necesaria para la supervivencia -si bien seguimos siendo bastante buenos en lo que a ella se refiere- porque ha evolucionado en nuestras cortezas, más arriba en la ruta auditiva, una capacidad para identificar sonidos, no ya para localizarlos sin más. En las cortezas tenemos además mapas detallados de nuestros entornos que nos guían, a diferencia de animales más primitivos, que han de volver la cabeza para centrarse en los sonidos. Aún permanecen vestigios de nuestra historia, sin embargo: poseemos todavía unos pequeños músculos con los que podemos mover el pabellón auricular, pero no los usamos mucho. Las neuronas del tronco cerebral que reciben el nombre de «núcleos olivares superiores» se atienen también al principio de que los sonidos deben ser más fuertes en el oído cuanto más cerca se produzcan. Esos dos pares de núcleos mandan mensajes al mesencéfalo, que coordina entonces los reflejos y reacciones del cuerpo con esas señales. En el colículo superior del cerebro medio las señales procedentes de los oídos, los ojos y la piel (el tacto) empiezan a juntarse, dirigiéndonos, casi reflexivamente, hacia los estímulos de que se trate. El colículo superior es crucial para la integración de la información sensorial de los sistemas visual, auditivo y somatosensorial, es decir, es crucial para crear el entorno unificado, coherente que experimentamos. Desde el colículo superior los impulsos neuronales auditivos ascienden al tálamo y desde allí a la corteza auditiva primaria, que se enlaza con la corteza auditiva secundaria, la estructura que tiene conexiones con otras partes del cerebro necesarias para coordinar la audición con los recuerdos, los demás sentidos y la conciencia de que se los percibe. En los cuerpos geniculados medios del tálamo el procesamiento de la señal se reparte entre dos tipos de células nerviosas, las neuronas parvocelulares y las magnocelulares; estas últimas se encargan de la transferencia de los sonidos que van llegando deprisa a la corteza auditiva. A las personas que carecen de estas células les puede costar discriminar con rapidez y quizá sean disléxicas. Entre las dificultades de su procesamiento auditivo se cuentan problemas con el discernimiento de fonemas «rápidos», como ciertas combinaciones de consonantes. 69 Los niveles inferiores del sistema perceptivo se hallan en un estado de respuesta constante; se centran en las exigencias de la supervivencia, incapaces de discriminar entre lo nuevo y lo acostumbrado. Pero la corteza contiene columnas de neuronas que procesan diferentes piezas de información sensorial y las combinan de alguna forma en percepciones sin costuras, integrales. Las células de esas columnas son muy sensibles a las diferencias específicas entre las frecuencias de los sonidos, y los cambios de frecuencia hacen que se disparen distintas columnas. Para abarcar la inmensa gama de sonidos que oímos, se disparan a la vez, en mezclas que no son casuales. La corteza compara entonces los patrones de disparo que tiene almacenados, esos rasgos con los que ya está familiarizada. La corteza auditiva no funciona aislada. Los sentidos interaccionan para crear un mundo que, bueno, «tiene sentido» para nosotros. Los investigadores han hallado que las pistas visuales lingüísticas, la forma que toman los labios, por ejemplo, activan la corteza auditiva, mientras que los movimientos faciales que no son identificables como habla no lo hacen. La activación de la corteza auditiva cuando se leen los labios da a entender que los signos visuales influyen en la percepción del habla por el oído incluso antes de que los sonidos mismos se procesen como fonemas. Un estudio reciente de la Universidad Brandeis ha averiguado incluso que a veces «vemos» con los oídos, y no solo con los ojos. Para comprobar las conexiones entre la vista y el oído los investigadores calibraron el impacto del sonido en los movimientos percibidos de objetos representados en una pantalla de ordenador. Cuando sonaba un agudo clic en el momento en que dos imágenes redondas que se dirigían una hacia la otra por la pantalla del ordenador se separaban, la gente creía que esos objetos habían chocado. Cuando no había sonido, eran muchos menos los que creían que hubiese habido una colisión. Tendemos a pensar que cuando jugamos al pimpón o "a1 béisbol reaccionamos según dónde nos parezca que se dirige la bola, pero el sonido del golpe de la bola contra la pala o el bate del oponente es una pista importante de cuál es su trayectoria. Quienes han intentado practicar esos juegos con algo que les tapone los oídos lo han hecho peor. La mayoría nos valemos de pistas que combinan la vista con el sonido para ayudarnos a procesar lo que oímos. Una mujer le dijo al médico que le preguntaba mientras se la ingresaba en un hospital: «Espere un minuto. No puedo entenderle. Me hacen falta las gafas». La miraron con no pocas sospechas en cuanto a la integridad de sus facultades mentales; pero es que necesitaba ver la expresión del rostro del médico, que le servía de indicación de qué estaba diciendo. Hay grandes conversadores en persona que odian hablar por teléfono, en parte porque no pueden ver la cara de la persona con la que están hablando. El fenómeno inverso también es corriente; sirva de ejemplo el conductor que pide que se baje la radio cuando entra en una carretera con mucho tráfico: intenta oír pistas auditivas que le ayuden a ver lo que pasa. Yo hago eso siempre. Los dos lados del cerebro trabajan juntos en el tremendo proyecto de discriminar entre sonidos complejos. El hemisferio derecho se ocupa mucho más de las relaciones entre sonidos simultáneos, como las armonías, y de las relaciones entre sonidos cercanos. El hemisferio izquierdo contiene los «centros del lenguaje», que se ocupan de la capacidad de usar y comprender el lenguaje. La corteza auditiva se comunica con el centro del lenguaje del hemisferio izquierdo. Pero es interesante que los científicos hayan descubierto que poder oír sonidos no es crucial para el desarrollo del área del lenguaje. Los estudios, con toma de imágenes por resonancia magnética, de sordos que aplican el lenguaje americano de signos han mostrado que la observación de esos signos activa las neuronas de las regiones del hemisferio izquierdo que clásicamente se han asociado al 70 procesamiento del lenguaje (así como a la estimulación del lado derecho del cerebro, que se encarga de las destrezas espaciales y visuales). Otras investigaciones recientes han hallado que el procesamiento del lenguaje en el cerebro es mucho más complicado de lo que tradicionalmente se admitía. Por ejemplo, Paula Tallal, de la Universidad Rutgers, ha estudiado a niños con deficiencias en el aprendizaje que se basa en el lenguaje. Ha visto que las deficiencias en el hemisferio izquierdo -un procesador más rápido que el lento, pesado hemisferio derecho conduce a dificultades en la identificación de ciertas combinaciones «rápidas» de consonantes, como «br» y «pn». Valiéndose de ordenadores con los que ejercita los circuitos auditivos de niños con esa deficiencia, está encontrándose con que su capacidad de discriminar entre esos sonidos del habla puede mejorar si se reeducan las redes neuronales, para lo cual les presenta estímulos en formas más lentas, extendidas, que luego va acelerando gradualmente. Investigaremos sus técnicas con más detalle en el capítulo 7, «Lenguaje». Tallal ha averiguado también que él procesamiento rápido del lenguaje tiene lugar en la área de Broca del hemisferio izquierdo, en vez de en la de Wernicke, detrás del oído, que de ordinario se supone que es la región auditiva del cerebro. Como se suele pensar que el área de Broca es la controladora de la corteza motriz (que se encarga de la lengua y la laringe), y no del área receptora, estos resultados sugieren que el habla tiene mucho que ver con las regiones que rigen en el cerebro el movimiento. La interdependencia de los dos hemisferios es particularmente evidente en el procesamiento de la música. El lado izquierdo es mejor en lo que se refiere a la sucesión de los sonidos, el ritmo. Especialmente fascinantes son los estudios con TEP de Henri Platel, de la Universidad de Caen, en Francia, de hombres sin formación musical a los que hacía escuchar breves fragmentos de obras muy conocidas de música clásica y secuencias aleatorias de notas musicales. Vio que el área de Broca se activaba cuando los individuos escuchaban las obras conocidas. Platel apunta que puede que esa área participe en el reconocimiento de todos los sonidos familiares y no solo del habla. Los cambios en el ritmo de las obras desconocidas activaban también esa área. La única característica musical que activaba con preferencia el hemisferio derecho era la cualidad misma del sonido, el timbre. Platel llegó a. la conclusión de que la apreciación de la música es asombrosamente compleja; en ella participan la memoria, el reconocimiento de secuencias de componentes musicales y la coordinación de regiones especializadas del cerebro. Además, la apreciación musical, al igual que el proceso global de percibir el sonido, está influida por las experiencias de la persona. Nuestros recuerdos o factores simbólicos relativos a diferentes piezas musicales en la misma tonalidad, por ejemplo, pueden afectar a cómo nos afecten los sonidos musicales. No hay pieza musical -o sonido- que sea en sí misma «alegre» o «triste». Sin embargo, una melodía con armónicos acordes mayores puede que suene agradablemente brillante; la misma melodía con acordes menores puede que suene sombría. Añadimos un contenido emocional a lo que oímos, nueva prueba de la refinada naturaleza de la percepción y de sus muchos niveles de procesamiento. El proceso de la audición subraya un fenómeno que se repite en todo el sistema sensorial: los componentes del sistema se solapan: Se despieza la información sensorial que llega, se la reagrupa de otra manera y con otro formato y ,por último se la recombina para formar una «percepción» definitiva. 71
EL SISTEMA AUDITIVO. Oír es algo complicado, que empieza cuando el tambor del oído reacciona a los cambios de la presión del aire causados por las ondas sonoras que recibe, a las que convierte, por medio de los mecanismos del oído medio, en información electroquímica que se envía al tronco cerebral, donde el cuerpo trapezoidal y el complejo olivar superior procesan la información y la posición de la cabeza, y ajustan la presión en el oído interno para optimizar la captación de los sonidos. La ruta que se dirige a la parte superior del cerebro parte del colículo inferior y pasa por el cuerpo geniculado medio del tálamo. Desde allí la información se manda a la corteza auditiva del lóbulo temporal, donde continúa el procesamiento. VISIÓN Conocí a un psicoterapeuta de la Costa Oeste, Rolf, en un congreso en Aspen, Colorado. Era otoño, hacía fresco, estaba nublado, pero Rolf llevaba puestas unas gafas de sol con cristales amarillos. Pensé que sería una de esas cosas de los californianos. Pero Rolf, que tenía sesenta y ocho años, había descubierto hacía solo dos que padecía un problema de procesamiento visual. Había empezado a trabajar con disléxicos cuando dejó de ejercer activamente; estudiando al respecto todo lo que pudo se enteró de que había una técnica, el método Irlen, que ayudaba a un pequeño subgrupo de disléxicos. A ciertos disléxicos les es difícil leer porque a medida que desplazan los ojos de izquierda a derecha a lo largo de una línea impresa les parece que las letras fluctúan (se mueven). El individuo afectado no puede seguir las palabras, y ha de vérselas y deseárselas para leer. La idea del método Irlen era que, si una persona a la que le pasa 72 eso mira un material escrito -o cualquier detalle minucioso- a través de cierto tipo de lente filtradora, la fluctuación cesa. Rolf había estado atormentado toda su vida con la idea de que no era tan listo como se creía. Le había llevado mucho más tiempo que a otros estudiar. Fue lo bastante inteligente como para salir adelante, y se licenció en medicina obligándose a escuchar bien y a hacer muchas preguntas. Su primer amor fue la neurología, pero requería muchas más lecturas detalladas que la psicología, que se basaba más en hablar y escuchar, así que acabó por hacerse psiquiatra. Siempre había amado la literatura, pero no leía nunca porque le suponía un tormento excesivo. Tras descubrir que las lentes Irlen de distintos colores ayudaban a ciertos disléxicos, Rolf se dirigió a la farmacia del barrio, cogió una revista y empezó a probarse gafas de sol de distintos colores. Probó con unas azules y unas marrones. No pasaba nada. Pero se puso un par de lentes amarillas, que no costaban más que cinco dólares, y comenzó a leer la revista. ¡Las palabras no se movían! La leía con mayor facilidad que nada que hubiese intentado leer antes en su vida. Estaba entusiasmado. Rolf usaba ya gafas para la hipermetropía común. Corrió a explicarle al oftalmólogo su descubrimiento. Encargaron un par de lentes Irlen. Hoy Rolf es un lector voraz. Hay que señalar, es importante tenerlo en cuenta, que las lentes Irlen ayudan solo a una pequeña fracción de quienes sufren de dislexia, la cual, como veremos en el capítulo 7, puede estar causada por muchos problemas perceptivos o de procesamiento cerebral. La fluctuación de las letras no es un problema que puede diagnosticarse con exámenes oculares rutinarios. Rolf pertenece al pequeño grupo de disléxicos a los que ayudan las lentes Irlen; fue lo suficientemente precavido como para aplicarse lo que estaba aprendiendo acerca de la dislexia a sí mismo, y tan espabilado como para encontrar una prueba evidente de una posible cura en la farmacia más cercana. Una vez más, sin embargo, como en el caso de Rickie y Delores, Rolf, se pasó innecesariamente buena parte de su vida adulta con una pobre imagen de sí mismo. Pese al éxito exterior de su carrera, le había estado analizando durante años intentando comprender por qué creía de sí mismo que no era válido, intentando comprender por qué se tachaba a sí mismo de indolente, intentando comprender por qué tenía que estudiar tanto para conseguir lo que para otros era coser y cantar, por qué no leía las revistas profesionales como sus compañeros psiquiatras o seguía las noticias en los periódicos. Su lucha no tenía nada que ver con un déficit intelectual o un problema de motivación. Se trataba de un problema de pura percepción. Solo por un momento, levante la vista de este libro y examine lo que le rodea. Sea un aséptico despacho, un acogedor dormitorio o un bello parque, descanse un momento y «vea» de verdad el mundo que le rodea. En el lapso de tiempo que usted ha separado la vista de esta pagina, sus ojos diseccionaron meticulosamente la imagen proyectada sobre su retina en aproximadamente 126 millones de piezas y mandaron una señal por cada uno de esos minúsculos elementos a una estación de paso en el tálamo, el_ cual disparó las redes neuronales hacia y dentro de la corteza visual; la información se expidió a continuación a la corteza frontal, y de alguna forma usted recompuso las piezas en un patrón sin costuras que percibe como un despacho aséptico, un dormitorio acogedor o un bello parque. Por si fuese poco esta complejidad, los hallazgos fisiológicos recientes dan a entender que todo ese procesamiento sucede a lo largo de varias rutas independientes y paralelas. Un sistema procesa la información relativa a la forma, otra la relativa al color y otra la relativa al movimiento, la localización y la organización espacial. Si levanta usted la mirada y ve un reloj, la imagen de su esfera y el movimiento circular del segundero se procesarán por separado, por unificada que parezca la imagen. Quizá parezca raro 73 pensar en la visión como algo que funcionalmente está subdividido. Pero ¿cómo, si no, podría alguien que enfoca perfectamente y sigue el movimiento de los objetos ser ciega al color? Hay «ciegos» que no pueden ver colores u objetos, pero sí movimientos. Como seres humanos, combinamos gracias a nuestra corteza llena de circunvoluciones los mensajes visuales con otros mensajes sensoriales y experiencias pasadas para dar un significado único à situaciones visuales concretas. La vista de un ramo de rosas rojas frescas tendrá seguramente un efecto diferente en mí que en la florista que trabaja con rosas todos los días. La mayoría de las especies no tienen circunvoluciones corticales, así que el grueso de su procesamiento visual ocurre como pura vista. La evolución ha hecho que los seres humanos procesen la mayor parte de la información visual «corriente arriba», en la corteza visual.
EL SISTEMA DE LAVISIÓN. La visión empieza cuando los rayos de luz inciden en el ojo. Esa señal que les entra se transforma en ellos en energía electromecánica, que se envía al cerebro por el nervio óptico. La primera parada se produce en el cuerpo geniculado lateral del tálamo, con un pequeño segmento que va al colículo superior y sirve para ajustar la cabeza y los ojos de manera que se maximice la entrada de información. Desde el geniculado lateral la información se manda a la corteza occipital o visual y luego se dispersa a regiones cercanas para procesarla. La información va principalmente a lo largo de dos rutas separadas: la ruta cómo del lóbulo parietal y la ruta QUÉ del temporal. La visión, como la mayoría de las funciones cerebrales, está repartida -es decir, para procesarla se la envía a varias regiones cerebrales-; esa información fragmentada se agrupa de nuevo de alguna forma, y VEMOS. 74 Imagínese que está usted mirando un cuadro con mucho colorido colgado en una pared blanca. La pared entera está bien dentro de su campo de visión, pero su mirada se ve atraída inevitablemente hacia el cuadro. La pared blanca parece «esfumarse» de lo que es significativo y el cuadro, en cambio, «se materializa». ¿Por qué tiene usted una preferencia visual por el cuadro y no por la pared? La respuesta está en lo que los psicólogos llaman «prominencia»: el cerebro presta particular atención en su campo visual solo a imágenes concretas. Aprender cómo se produce la prominencia nos dice mucho acerca de cuánto control ejecutivo tienen nuestros cerebros sobre lo que finalmente vemos. Nuestra experiencia visual empieza cuando la luz rebota en el cuadro y en la pared, atraviesa las lentes de los ojos y llega a una fina lámina de tejido neurona] muy especializado en el fondo del ojo, la retina. Los fotorreceptores que hay allí -los famosos conos y bastones- captan la longitud de onda de la luz y su intensidad. Convierten esos datos en bruto en impulsos neuronales, un lenguaje que el cerebro entiende. La retina es muy selectiva y solo deja pasar por las células fotorreceptoras a menos de un 10% de la luz que entra en el ojo. Si no, nuestros cerebros se quedarían abrumados con tanta luz. La retina humana contiene aproximadamente 120 millones de bastones y 6 millones de conos. Estos son responsables de la visión del color y de la mayor parte de nuestra percepción visual con luz brillante y normal. Diferentes conos son más receptivos a la luz de longitud de onda larga (roja), media (amarilla) o corta (azul), los colores primarios con los que se hacen los demás. A un objeto lo vemos un color determinado porque esa señal procedente de la retina es la más fuerte; las longitudes de onda que proceden de un objeto rojo sincronizan la recepción de la luz de los conos rojos y refuerzan su disparo, y el resultado es una señal más fuerte enviada hacia el cerebro que dice «rojo». El cerebro compara esta fuerte señal con las más débiles del amarillo y el azul, y concluye que el objeto es rojo. Los bastones tienen poca agudeza visual, pero son mucho más sensibles a unos niveles bajos de luz y proporcionan la mejor parte de nuestra visión cuando está oscuro. Los bastones eran considerablemente beneficiosos para nuestros predecesores, que cazaban a sus presas tras la puesta del sol. La mayoría de los animales, por el contrario, son ciegos al color. Son sensibles a ciertos colores, pero no a toda la gama; su visión de conos es pobre. Sin embargo, tienen una visión de bastones (nocturna) muy superior a la de los seres humanos. Los bastones dependen en gran medida de un fotopigmento llamado rodopsina; está compuesto de vitamina A, nutriente que se encuentra en las espinacas, los tomates, las fintas y, claro está, las zanahorias (lo que explica eso que decía mamá, que comer zanahorias te venía bien para ver mejor). Nuestros bastones y nuestros conos ven el cuadro simplemente como un campo de puntos independientes de luz, oscuridad y color. (La escasa, o nula, capacidad de algunos tipos de conos de distinguir los colores es la causa de la ceguera, parcial o total, al color.) Las señales neuronales resultantes creadas por los bastones y los conos salen del fondo del ojo por el nervio óptico de camino hacia los centros procesadores del cerebro. Allí, una enredada masa de conexiones neuronales afina con cuidado la cantidad abrumadora de información visual que la retina transfiere desde el entorno. Nuestros ojos toman una instantánea del mundo exterior y trocean la imagen en millones de minúsculos fragmentos de información, disgregados según el color y la dirección de la luz, y todo ello sin ayuda del cerebro. Lo que pasa a continuación es un aspecto fascinante de la visión humana. Una serie de laboratorios ha dedicado mucho tiempo y energía a intentar entenderlo. Hay dos grandes rutas que van del tronco cerebral a la corteza: la ruta geniculoestriada y la ruta tectopulvinar, que suele pasarse más a menudo por alto. Se 75 cree que la última es la encargada de orientar los ojos hacia un estímulo determinado. Proporciona el mecanismo mediante el cual los orientamos hacia un estímulo concreto (el mecanismo que atrae nuestra atención hacia el llamativo cuadro en vez de hacia la monótona pared). Los experimentos relativos a un fenómeno llamado «vista ciega» respaldan la teoría de que la ruta tectopulvinar desempeña un papel crucial en el procesamiento visual. Los pacientes con que se han llevado a cabo esos estudios habían sufrido lesiones en la corteza visual primaria y en regiones de la ruta geniculoestriada, con el resultado de que padecían ceguera de medio campo visual. Tiene su interés que, cuando se les mostraba algún patrón en su medio campo ciego, volviesen los ojos hacia la imagen a pesar de que no podían ver tal patrón. Esto quiere decir que la ruta tectopulvinar podía desplazar la mirada guiada por la atención hacia estímulos nuevos pese a las lesiones de la ruta geniculoestriada. No podían ver, y sin embargo veían. No eran conscientes de lo que veían. ¿Qué tiene esto que ver con usted y conmigo? La respuesta es la especificidad de la atención. Imagínese que está buscando un bolígrafo en una mesa abarrotada de cosas. Sus ojos están bombardeados por información visual (montañas de papeles, discos, libros). Sin embargo, usted encuentra el bolígrafo en medio de ese desorden visual porque su ruta tectopulvinar lo ignora todo menos lo que ansía encontrar: los rasgos del bolígrafo que despuntan comparados con los de los papeles, discos o libros (su forma cilíndrica, su punta, su color). En cuanto la ruta tectopulvinar capta el objeto que le llama la atención, la ruta geniculoestriada nos deja verlo de verdad. El principio mismo de la ruta geniculoestriada se encuentra en los cuerpos geniculados laterales del tálamo. Esta ruta es, creen ahora los investigadores, la que contribuye a los problemas de lectura de algunos disléxicos. Como Rolf, muchos disléxicos dicen que las palabras de la página que tienen delante «tiemblan» o «saltan»; por ello, leer les es frustrante y laborioso. Varios estudios de la percepción han confirmado que los disléxicos procesan la información visual más despacio que los demás. Por ejemplo, les cuesta distinguir el orden de dos estímulos visuales que destellen rápidamente, pero sí pueden ver esos mismos estímulos perfectamente cuando se presentan despacio. Margaret Livingstone y Al Galaburda, de la Escuela de Medicina de Harvard, hallaron indicios anatómicos relacionados con ello cuando examinaron secciones de los cuerpos geniculados laterales en las autopsias de cinco disléxicos y cinco personas que no lo eran. Las redes neuronales que hay en los cuerpos geniculados laterales estaban más desorganizadas en los cerebros disléxicos, y los cuerpos celulares de las neuronas parecían menores. Había menos células magnocelulares que introdujesen la información rápidamente cambiante. Según una teoría, esto inhibiría la capacidad cerebral de borrar una imagen antes de que aparezca la siguiente, y por eso parece que las imágenes se solapan, o que vayan y vengan sin que haya claras separaciones entre ellas, lo que explica que parezca que las palabras tiemblen o salten. Las investigaciones recientes de Guinevere E Eden, del Instituto Nacional de la Salud Mental, proporcionan más pruebas. Usó barridos de IRM para comparar la actividad cerebral en la región de la corteza visual encargada de la detección del movimiento en ocho individuos que no eran disléxicos y en seis que si, y vio que esa área era mucho menos activa en los disléxicos; lo que significa que la región hacía menos por controlar la percepción del movimiento de las imágenes. Hay otro paso en el procesamiento visual que quizá contribuya también a la dislexia. Se explica mejor con una historia personal que me contó una de mis investigadoras. Sus palabras fueron las siguientes: 76 En la adolescencia le tenía pánico al último jueves de cada mes. Era la noche del Club de los Libros, lo que quería decir que mamá se zampaba una cena rápida y nutritiva mientras pasaba frenéticamente las páginas del libro que tenía que leer en busca del tema. ¿Para qué vale estar en un club de libros, me acuerdo que me preguntaba, si no te los lees? Pero pese a su recargada agenda, mi madre no se perdía nunca su reunión mensual, y en los diez años que ha sido miembro nunca acabó un libro. Hasta hace poco no descubrí por qué. Mientras juntaba información, me topé con una detallada explicación de la anatomía del sistema visual, según la cual el sistema visual humano podía dividirse en rutas independientes paralelas con funciones notablemente diferentes. Imagínese que usted se encuentra en un cruce con mucho tráfico y observa el paso de los coches. Sus ojos mandan información a dos cúmulos del tamaño de dos cacahuetes que están situados bien dentro del cerebro, los cuerpos geniculados laterales del tálamo. En esta estructura se distinguen dos partes, la parvocelular (parvo) y la magnocelular (magno) [como ya se dijo cuando se habló antes del oído]. Parece que el sistema parvo, o de procesamiento lento, procesa información relativa al color, mientras que el magno, o de procesamiento rápido, procesa información relativa al movimiento, la localización y la organización espacial. El sistema parvo «ve» de qué color es un coche que se mueve, y el magno lo deprisa que se está moviendo. Es entonces responsabilidad de la corteza, que trabaja con el cerebelo, recomponer esa información y darnos la percepción sin costuras de un coche rojo que pasa ante nosotros a toda velocidad. Leí entonces un artículo de Margaret Livingstone que hablaba de sus investigaciones sobre la dislexia, la deficiencia selectiva de la capacidad de lectura pese a que se tengan una inteligencia, motivación, instrucción y agudeza sensorial normales. Livingstone examinó secciones de los cuerpos geniculados laterales de disléxicos y no disléxicos a los que se había practicado la autopsia. En los cerebros de los disléxicos, las capas del parvo parecían semejantes; las del magno, en cambio, eran menores y estaban más desorganizadas. Livingstone planteó la hipótesis de que ese «caos» del magno podía ser la causa de la dificultad que tenían los disléxicos para enfocar las palabras de una página impresa. Los barridos con IRM de Guinevere E Eden respaldan las conclusiones de Livingstone. Una noche, con esa investigación fresca todavía en mi cabeza, me llamó mi madre por teléfono. Se le notaba la ansiedad en la voz. Me preguntó si por una casualidad no habría leído El turista accidental; si lo había hecho, ¿no podría resumirlo? Debe de ser el último jueves del mes, pensé. Cuando le dije que, desgraciadamente, no había leído El turista accidental, se puso a contarme lo sumamente infructuosos que eran sus esfuerzos agotadores por acabar ese libro (como le pasaba con los demás). Mientras la oía hablar de su frustración, ciertas palabras se quedaron con mi atención. «Me cuesta tanto centrarme en las páginas -me dijo-. Parece que las palabras saltan por todas partes. Tardo muchísimo más que cualquiera en acabar un libro.» No, no podía ser, pensé para mí misma. Mi madre no podía ser disléxica. Había sido la primera de su clase, es perfeccionista, ama con toda su alma aprender. ¿Cómo va a ser, precisamente ella, disléxica? Por desgracia, en la sociedad actual se toma la destreza que se tenga al leer como una medida de la inteligencia, y la mayoría (no me excluyo) supone que si alguien es inteligente, está motivado y tiene una buena educación no le costará aprender a leer. Sencillamente, no es así. Piense en algunos de los disléxicos más famosos que haya habido, como Thomas Edison y Albert Einstein. La dislexia, está claro, no es lo mismo que la falta de inteligencia. Si bien es verdad que hay niños que no son capaces de aprender a leer porque se les 77 enseña mal o porque les falta motivación para estudiar, hay de un 5 a un 10% de los niños a los que les es difícil aprender a leer aun en las mejores circunstancias posibles. Como apuntaban Livingstone y Eden, es posible que esos individuos tengan, simplemente, unos defectos biológicos en sus centros magno de procesamiento rápido. La verdad, cuanto más pensaba en la vida de mi madre, más me parecía que su personalidad se había conformado alrededor de un defecto magnocelular. Ella odia las multitudes. Mejor dicho, odia estar en lugares que no le sean familiares donde «haya demasiado jaleo»: ciudades, rastros, parques de atracciones, centros comerciales. Cuando controla su entorno, por ejemplo en un centro comercial que conoce bien, está segura de sí misma y hace lo que quiere, con un plan en mente. En un centro comercial que no le es familiar, en cambio, es como si retrocediese en su edad; se vuelve tímida, casi asustadiza. Puedo acordarme de haber ido con mi familia, de niña, a la conmemoración del centenario de la estatua de la Libertad en Nueva York. Había miles de personas en Liberty Park, como sardinas en lata; intentaban desesperadamente ver algo de los festejos. Me acuerdo de haberme sentido sofocada y de haber levantado la vista hacia el rostro de mi madre para sentirme más segura, pero solo vi que sus ojos estaban casi velados de miedo y su piel húmeda y blanca. Nos marchamos al cabo de poco. En esas situaciones la limita-un defecto del magno. Su cerebro no puede procesar deprisa la información visual como es debido; no puede procesar adecuadamente una escena visual cambiante e inestable con la suficiente rapidez. Los centros comerciales que no conocía bien y el parque abarrotado «eran demasiado para ella». La abrumaban. Y así tenía que ser. Mi madre es una artista extraordinaria. De joven me quedaba en silencio mirando cómo su mano firme pintaba en los lienzos panoramas surrealistas. Años después, cuando salió el juego Pictionary -en el que los jugadores tienen que hacer dibujos para comunicar frases-, aplastaba a los rivales con un talento que no nacía del esfuerzo. Sé también que debo mi amor a la belleza de la naturaleza al haber escuchado a mi madre apasionadas descripciones de los paisajes que había visto en su vida. Estoy convencida de que ve matices de color que los demás no captan, de que ve el mundo desde una perspectiva verdaderamente diferente a la de la mayoría: con los ojos de una artista. Con, las investigaciones en mano, entendí por fin que mi madre tiene un sistema parvo de procesamiento lento excepcional; como la mayoría de los artistas, expresa una percepción superior del color. Pero también expresa un sistema magno de procesamiento rápido un poco deficiente. Caí también en la cuenta de que su cerebro «compensaba» esa deficiencia. Ahora podía al fin abandonar la idea de que mi madre tenía un cerebro ligeramente anormal. ¿Hay un sistema magno «normal» o un sistema parvo «normal»? ¿Hay un prototipo de cerebro al que deban compararse los demás? ¿Debe considerarse que el cerebro de mi madre cae «por debajo de la media» porque su sistema magno no da la talla? Su sistema parvo más potente, ¿la pone a la par? Es imposible cuantificar funciones cerebrales tan complejas en una ecuación «normal». Piense en el siguiente ejercicio: visualice una casa; ¿tiene dos dormitorios?, ¿qué tamaño tiene la cocina? Su casa será, seguramente, diferente de la mía, pero ambas son legítimas, ¿no? No hay una casa «normal», no hay tal cosa, solo variaciones de casas. Los cerebros son dinámicos y no dejan de cambiar. Puede que un cerebro sea débil en una cosa y tenga un vigor del mismo orden en otra. Por eso creo que el defecto del sistema magno de mi madre es un don extraordinario. Mi ayudante de investigación no solo ha encontrado la causa de fondo de las dificultades de su madre al leer, sino una conclusión de importancia fundamental acerca de la percepción, y en realidad acerca de todas las funciones cerebrales. Cada cerebro es 78 diferente, y cada uno es más eficaz en ciertas formas de procesamiento que otros. En la mayoría, el plástico cerebro intenta reorganizarse para compensar sus deficiencias lo mejor que pueda. Cuanto más aprendamos acerca de cómo ocurre eso más podremos ayudar al cerebro a entrenarse de nuevo. Todo el procesamiento visual de que hemos hablado con referencia a su madre tiene lugar en el tálamo. Una vez ha hecho este su tarea, la información es devuelta a la parte posterior del cerebro, a la corteza occipital. Allí, la señal llega a la corteza visual, un área conocida como V1. Hace las veces de secretaria del sistema visual y asigna señales a cada una de las treinta áreas distintas que hay dispersas por el cerebro que se especializan en un tipo de discriminación de rasgos u otro (el color, la forma, el tamaño o la orientación). La mayoría de los investigadores creen que la corteza visual primaria se organiza en módulos y que las neuronas de cada uno de ellos se dedican al análisis de rasgos determinados de una pequeña parte del campo visual. Algunos módulos procesan fragmentos sueltos de la imagen percibida, otros responden a rasgos tales como la orientación o el movimiento dentro del campo visual. Por ejemplo, una neurona podría responder a una pincelada vertical en un cuadro solo porque está orientada en una dirección vertical. No podremos aún percibir el cuadro en colores que hay sobre la pared blanca mientras no se combine la información de los módulos sueltos. Las piezas del rompecabezas deben encajar para que se cree un patrón sin costuras. Este proceso comienza en la corteza de asociación visual, donde sumamos los datos relativos a «qué» es un objeto con los relativos a «dónde» se encuentra. La información relativa a color, textura y forma se maneja en la corteza temporal, y los detalles espaciales en la corteza parietal. Estas áreas pasan en última instancia los resultados a regiones superiores del cerebro la corteza frontal- para nuevos análisis. Una vez está allí la información visual, adquirimos conciencia de nuestros cuerpos, de que estamos en una habitación y de que contemplamos un cuadro en color colgado en una pared blanca. Pero ese no es el final de la historia. La ruta visual no es una calle de una sola dirección. Las áreas superiores del cerebro pueden enviar también señales visuales de vuelta a las neuronas de las áreas inferiores de la corteza visual. Pruebe a hacer lo siguiente: una imagen de su lugar de vacaciones favorito en su mente. ¿Brilla el sol? ¿Qué matiz del azul tiene el cielo? Como seres humanos, tenemos la capacidad de ver con el ojo de la mente, de tener una experiencia perceptiva a falta de una señal visual. Por ejemplo, los barridos de la TEP han mostrado que cuando unos individuos, sentados en una habitación, imaginan que están en la puerta de entrada de la casa y que se ponen a caminar hacia la izquierda o hacia la derecha, comienza una activación de sus cortezas de asociación visual, parietal y prefrontal, las tres centros de procesamiento cognoscitivo superiores. Hay todavía otra razón crucial por la que nuestros cerebros mandan importantes prolongaciones desde los centros superiores de procesamiento cognoscitivo a zonas inferiores de la corteza visual. Otra vez, tiene que ver con la especificidad de la atención. Este sistema de retroalimentación proporciona al cerebro un mecanismo intrínseco para acallar las señales que se reciben que son repetitivas, innecesarias o que deben ignorarse. Piénsese en lo increíblemente abrumados que estarían nuestros cerebros si tuviésemos que tomar sin remisión cada uno de los detalles visuales del entorno. Sin un proceso de filtrado las neuronas de nuestra ruta visual estarían seguramente siempre abrumadas. Las regiones superiores de nuestros cerebros recuerdan a las inferiores de la corteza visual que la pared blanca no es interesante y que debe prestar atención a lo que sí lo es, al cuadro en colores. 79 Nuestros demás sentidos operan bajo similares mecanismos de retroalimentación. Piense en el del tacto. En este mismo momento, ¿siente la ropa sobre el cuerpo? Seguramente no hasta que le prestó atención a la percepción después de que yo se lo sugiriese. Las regiones superiores de su cerebro le están ayudando a usted a ignorar la sensación repetitiva de la ropa en la piel, y a potenciar su sensibilidad a otros aspectos del tacto necesarios para leer este libro, rascarse la barbilla o acariciar al perro. El cerebro tiene una capacidad asombrosa para filtrar los estímulos que nos llegan de manera que podamos abordar nuestro entorno sin que nos abrume. Sin unos circuitos cerebrales tan intrincados, nuestro mundo olfativo, culinario, táctil, auditivo y visual sería sumamente caótico y desorganizado. Así que la próxima vez que conduzca por la autopista, agarrado al volante, fijándose en el tráfico y escuchando la radio, o la próxima vez que huela y deguste esa buena comida, recuerde que su cerebro está manejando un flujo increíble de información sensorial. Recuerde también que la próxima vez que examine un cuadro con sus colores colgado en una pared blanca o que busque un bolígrafo en su mesa atestada de cosas, lo que estará viendo será, realmente, mucho más de lo que salta a la vista. EL SEXTO Y EL SÉPTIMO SENTIDOS Como si los cinco sentidos de la percepción no fuesen lo bastante interesantes, la ciencia lleva debatiendo durante años sobre otros sentidos que no son los tradicionales. No la percepción extrasensorial u otras hazañas paranormales, sino un sentido de la dirección y otro del sexo. Hay incontables testimonios a lo largo de la historia de la existencia de personas que tuvieron una capacidad extraordinaria de saber por dónde iban: exploradores, guías, marineros, pioneros. Ciertamente, los pueblos de tiempos antiguos encontraron su camino a través de continentes y océanos sin brújulas, sextantes, radares o el sistema de localización mundial por satélite. Sabemos también que algunas especies, los pájaros migratorios y el salmón, por ejemplo, tienen un sentido instintivo de la dirección. Ciertas células de las cabezas de las abejas de miel y de las palomas mensajeras contienen cristales de magnetita, un material magnético natural, que se alinean en el campo magnético terrestre de manera muy parecida a como hacen las agujas de las brújulas; de una u otra forma, algunas de esas especies se valen de ese fenómeno como sistema de referencia para la navegación. Joseph Kirschvink y otros investigadores del Instituto de Tecnología de California han identificado el mismo tipo de partículas de magnetita en el tejido cerebral humano. No saben qué función desempeñan realmente, pero las posibilidades son cautivadoras. Algunos científicos creen que nuestro séptimo sentido podría ser un órgano sexual... que está dentro de la nariz. Muchos mamíferos tienen un órgano vomeronasal (OVN) con el que captan las feromonas segregadas por sus posibles parejas. El OVN está situado dentro de las cavidades nasales, sobre el paladar, el techo de la boca. Los anatomistas han identificado una estructura parecida en los seres humanos, un par de pozos en el tabique que separa las cavidades. Si ese «OVN humano» desempeña un papel en la atracción sexual, y por lo tanto en la elección de pareja, está todavía por ver. El debate está alcanzando proporciones casi de batalla campal en la comunidad médica porque hace poco se han descubierto indicios de que en los fetos se desarrolla una estructura parecida al OVN que quizá desaparezca antes del nacimiento. Incluso aunque persistiese en alguna diminuta forma en los adultos, la siguiente pregunta sería si podría realmente mandar señales al cerebro. Hay científicos que piensan que los dos pozos han perdido durante la evolución humana su capacidad de funcionar y son un mero remanente de nuestra herencia. Pero hasta que no haya pruebas concluyentes de que el OVN no está activo, seguiremos oyendo a los charlatanes que ciertas lociones para después del afeitado y perfumes que llevan feromonas atraen al sexo opuesto.
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