martes, 11 de julio de 2023

De La Seducción De Jean Baudrillard Elena Benarroch

De La Seducción De Jean Baudrillard

Elena Benarroch

Un destino indeleble recae sobre la seducción. Para la religión fue una estrategia del diablo, ya fuese bruja o amante. La seducción es siempre la del mal. O la del mundo. Es el artificio del mundo. Esta maldición ha permanecido a través de la moral y la filosofía, hoy a través del psicoanálisis y la “liberación del deseo”. Puede parecer paradójico que, proporcionado los valores del sexo, del mal y de la perversión, festejando hoy todo lo que ha sido maldito, su resurrección a menudo programada, la seducción, sin embargo, haya quedado en la sombra –donde incluso ha entrado definitivamente. 

El siglo XVIII aún hablaba de ello. Incluso era, con el duelo y el honor, la gran preocupación de las esferas aristocráticas. La Revolución burguesa le ha puesto fin (y las otras, las revoluciones ulteriores, le han puesto fin sin apelación –cada revolución pone fin ante todo a la seducción de las apariencias). La era burguesa está consagrada a la naturaleza y a la producción, cosas muy ajenas y hasta expresamente mortales para la seducción. Y como la sexualidad proviene también como dice Foucault, de un proceso de producción (de discurso, de palabra y de deseo), no hay nada de sorprendente en el hecho de que la seducción está todavía más oculta. Seguimos viviendo en la promoción de la naturaleza –ya fuera la en otros tiempos buena naturaleza del alma, o la buena naturaleza material de las cosas, o incluso la naturaleza psíquica del deseo-, la naturaleza persigue su advenimiento a través de todas las metamorfosis de lo reprimido, a través de la liberación de todas las energías, ya sean psíquicas, sociales o materiales. 

La seducción nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio – nunca del orden de la energía sino del signo y del ritual. Por ello todos los grandes sistemas de producción y de interpretación no han cesado de excluirla del campo conceptual- afortunadamente para ella, pues desde el exterior, desde el fondo de este desamparo continúa atormentando los y amenazándolos de hundimiento. La seducción vela siempre por destruir el orden de Dios, aun cuando este fuese el de la producción del deseo. Para todas las ortodoxias sigue siendo el maleficio y el artificio, una magia negra de desviación de todas las 

verdades, una conjuración de signos, una exaltación de los signos de uso maléfico. Todo discurso está amenazado por esta repentina reversibilidad o absorción en sus propios signos, sin rastro de sentido. Por eso todas las disciplinas, que tienen por axioma la coherencia y la finalidad de su discurso, no pueden sino conjurarla. Ahí es donde seducción y feminidad se confunden, se han confundido siempre. Cualquier masculinidad ha estado siempre obsesionada por esta repentina reversibilidad de lo femenino. Seducción y feminidad son ineludibles en cuanto reverso mismo del sexo, del sentido, del poder. 

Hoy el exorcismo se hace más violento y sistemático. Entramos en la era de las soluciones finales, la de la revolución sexual, por ejemplo, de la producción y de la gestión de todos los goces liminales y subliminales, micro-procesamiento del deseo cuyo último avatar es la mujer productora de ella misma como mujer y como sexo. Fin de la seducción. 

O bien triunfo de la seducción blanda, feminización y erotización blanca y difusa de todas las relaciones en un universo social enervado. O incluso nada de todo eso. Pues nadie podría ser más grande que la misma seducción, ni siquiera el orden que la destruye. 

I. La eclíptica del sexo 

Hoy no hay nada menos seguro que el sexo, tras la liberación de su discurso. Hoy no hay nada menos seguro que el deseo, tras la proliferación de sus figuras. 

También en materia de sexo, la proliferación está cerca de la pérdida total. Ahí está el secreto de esta superproducción de sexo, de signos del sexo, hiperrealismo del goce, particularmente femenino: el principio de incertidumbre se ha extendido tanto a la razón sexual como a la razón económica. 

La fase de la liberación del sexo es también la de su indeterminación. Ya no hay carencia, ya no hay prohibición, ya no hay límite: es la pérdida total de cualquier principio referencial. La razón económica no se sostiene más que con la penuria, se volatiliza con la realización de su objetivo, que es la abolición del espectro de la penuria. El deseo no se sostiene tampoco más que por la carencia. Cuando se agota en la demanda, cuando opera sin restricción, se queda sin realidad al quedarse sin imaginario, está en todos lados, pero en una simulación generalizada. Es espectro del deseo obsesiona a la realidad difunta del sexo. El sexo está en todos lados, salvo en la sexualidad (Barthes). 

La transición hacia lo femenino en la mitología sexual es contemporánea del paso de la determinación a la indeterminación general. Lo femenino no sustituye a lo masculino como un sexo al otro, según una inversión estructural. Le sustituye como el fin de la representación determinada del sexo, flotación de la ley que rige la diferencia sexual. La asunción de lo femenino corresponde al apogeo del goce y a la catástrofe del principio de realidad del sexo. 

En esta coyuntura mortal de una hiperrealidad del sexo, la feminidad es apasionante, como lo fue antiguamente, pero justo al contrario, por la ironía y la seducción. 

Freud tiene razón: no hay más que una sola sexualidad, una sola libido –masculina. La sexualidad es una estructura fuerte, discriminante, centrada en el falo, la castración, el nombre del padre, la represión. No hay otra. De nada sirve soñar con una sexualidad no fálica, no señalada, no marcada. De nada sirve, en el interior de esta estructura, querer hacer pasar lo femenino al otro lado de la barrera y mezclar los 

términos –o la estructura sigue igual: todo lo femenino es absorbido por lo masculino –o se hunde, y ya no hay ni femenino ni masculino: grado cero de la estructura. Eso es lo que hoy se produce simultáneamente: polivalencia erótica, potencialidad infinita del deseo, ramificaciones, difracciones, intensidades libidinales –todas las múltiples variantes de una alternativa liberadora sacada de los confines de un psicoanálisis liberado de Freud, o de los confines de un deseo liberado del psicoanálisis, todas se conjugan tras la efervescencia del paradigma sexual, hacia la indiferenciación de la estructura y su neutralización potencial. 

En lo que respecta a lo femenino, la trampa de la revolución sexual consiste en encerrarlo es esta única estructura donde está condenado, ya sea a la discriminación negativa cuando la estructura es fuerte, ya sea a un triunfo irrisorio en una estructura debilitada. 

Sin embargo, lo femenino está en otra parte, siempre ha estado en otra parte: ahí está el secreto de su fuerza. Así como se dice que una cosa dura porque su existencia es inadecuada a su esencia, hay que decir que lo femenino seduce porque nunca está donde se piensa. Tampoco está en esa historia de sufrimiento y de opresión que se le imputa –el calvario histórico de las mujeres (su astucia es disimularse con él). Cobra esa forma de servidumbre sólo en esta estructura donde se le destina y se le reprime, y donde la revolución sexual le destina y le reprime más dramáticamente aún- pero, ¿por qué cómplice aberración (¿de qué, sino precisamente de lo masculino?) quieren hacernos creer que es esa la historia de lo femenino? Toda la represión está ya contenida ahí, en el relato de la miseria sexual y política de las mujeres, con exclusión de cualquier otro modo de poder y soberanía. 

Hay una alternativa al sexo y al poder que el psicoanálisis no puede conocer porque su axiomática es sexual, y es, sin duda, del orden de lo femenino, entendido fuera de la oposición masculino/femenino - siendo ésta masculina en lo esencial, sexual en su empleo, y no pudiendo ser trastornada sin cesar propiamente de existir. Esta fuerza de lo femenino es la seducción. 

El ocaso del psicoanálisis y de la sexualidad como estructuras fuertes, su hundimiento en un universo psíquico y molecular (que no es otro que el de la liberación definitiva) deja así entrever otro universo (paralelo en el sentido de que no convergen jamás) que no se interpreta ya en términos de relaciones psíquicas y psicológicas, ni en términos de represión o de inconsciente, sino en términos de juego, de desafío, de relaciones duales y de estrategia de las apariencias: en términos de seducción — en absoluto en términos de oposiciones distintivas, sino de reversibilidad seductora — un universo donde lo femenino no es lo que se opone a lo masculino, sino lo que seduce a lo masculino. 

En la seducción, lo femenino no es ni un término marcado ni no marcado. Tampoco recubre una «autonomía» de deseo o de goce, una autonomía de cuerpo, de palabra o de escritura que habría perdido, no reivindica su verdad, seduce. 

Naturalmente, esta soberanía de la seducción puede denominarse femenina por convención, la misma que pretende que la sexualidad sea fundamentalmente masculina, pero lo esencial es que esta forma haya existido siempre — dibujando, aparte, lo femenino como lo que no es nada, no se «produce» nunca, no está nunca allí donde se produce (desde luego en ninguna reivindicación «feminista») — y esto no en una perspectiva de bi-sexuaiidad psíquica o biológica, sino en una trans-sexualidad de la seducción que toda la organización sexual tiende a doblegar, incluso el psicoanálisis, según el axioma de que no hay otra estructura más que la de la sexualidad, lo cual le hace constitucionalmente incapaz de hablar de otra cosa. 

¿Qué oponen las mujeres a la estructura falocrática en su movimiento de contestación? Una autonomía, una diferencia, un deseo y un goce específicos, otro uso de su cuerpo, una palabra, una escritura — nunca la seducción. Ésta les avergüenza en cuanto puesta en escena artificial de su cuerpo, en cuanto destino de vasallaje y de prostitución. No entienden que la seducción representa el dominio ¿el universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del 

universo real. La soberanía de la seducción no tiene medida común con la detentación del poder político o sexual. 

Extraña y feroz complicidad del movimiento feminista con el / orden de la verdad. Pues la seducción es combatida y rechazada como desviación artificial de la verdad de la mujer, esa verdad que en última instancia se encontrará inscrita en su cuerpo y en su deseo. Es eliminar de pronto el inmenso privilegio de lo femenino de no haber accedido nunca a la verdad, al sentido, y de haber quedado amo absoluto de las apariencias. Fuerza inmanente de la seducción de sustraer todo a su verdad y de hacerla entrar en el juego, en el juego puro de las apariencias, y de desbaratar con ello en un abrir y cerrar de ojos todos los sistemas de sentido y de poder: hacer girar las apariencias sobre ellas mismas, hacer actuar al cuerpo como apariencia, y no como profundidad de deseo — ahora bien, todas las apariencias son reversibles — sólo a ese nivel los sistemas son frágiles y vulnerables — el sentido no es vulnerable más que al sortilegio. Ceguera inverosímil al negar esta única fuerza igual y superior a todas las demás, pues las invierte todas por el simple juego de la estrategia de las apariencias. 

La anatomía es el destino, decía Freud. Nos podemos asombrar de que el rechazo en el movimiento femenino de este destino, fálico por definición, y sellado por la anatomía, dé acceso a una alternativa que sigue siendo fundamentalmente anatómica y biológica: 


El placer de la mujer no tiene que elegir entre actividad del clítoris y pasividad vaginal. El placer de la caricia vaginal no tiene que sustituirse por el de la caricia del clítoris. Ambos concurren, de manera irremplazable en el goce de la mujer... Entre otros..., la caricia de los senos, el tacto vulvar, la abertura de los labios, el vaivén de una presión sobre la cubierta posterior de la vagina, el rozar apenas del cuello de la matriz, etc., por no evocar más que algunos de los placeres específicamente femeninos (Luce Irigaray). 


¿Palabra de mujer? Pero siempre la palabra anatómica, siempre la del cuerpo. El carácter específico de lo femenino está en la difracción de 

las zonas erógenas, en una erogeneidad descentrada, polivalencia difusa del goce y transfiguración de todo el cuerpo por el deseo: fatal es el leitmotiv que recorre toda la revolución sexual y femenina, pero también toda nuestra cultura del cuerpo, de los Anagramas de Bellmer a las conexiones maquinas de Deleuze. 

Siempre se trata del cuerpo, si no anatómico, al menos orgánico y erógeno, del cuerpo funcional del que, incluso en su forma estallada y metafórica, el goce sería el fin y el deseo la manifestación natural. Una de dos: o el cuerpo en todo esto no es más que una metáfora (pero, ¿de qué habla entonces la revolución sexual, y toda nuestra cultura, convertida en la cultura del cuerpo?) o bien, con isla palabra del cuerpo, con esta palabra de mujer, hemos entrado definitivamente en un destino anatómico, en la anatomía como destino. Nada en todo eso se opone radicalmente a la fórmula de Freud. 

En ninguna parte se trata de la seducción, del trabajo del cuerpo a través del artificio, y no a través del deseo, del cuerpo seducido, del cuerpo seducible, del cuerpo apasionadamente apartado de su verdad, de esta verdad ética del deseo que nos obsesiona — la seducción es tan maléfica y artificiosa para la verdad sería, profundamente religiosa que el cuerpo encarna hoy, como antiguamente lo era para la religión— en ninguna parte se trata del cuerpo entregado a las apariencias. 

Ahora bien, sólo la seducción se opone radicalmente a la anatomía como destino. Sólo la seducción quiebra la sexualización distintiva de los cuerpos y la economía fálica inevitable que resulta. Cualquier movimiento que cree subvertir los sistemas por su infraestructura es ingenuo. La seducción es más inteligente, lo es de forma espontánea, con una evidencia fulgurante — no tiene que demostrarse, no tiene que fundarse — está inmediatamente ahí, en la inversión de toda pretendida profundidad de la realidad, de toda psicología, de toda anatomía, de toda verdad, de todo poder. Sabe, es su secreto, que no hay anatomía, que no hay psicología, que todos los signos son reversibles. Nada le pertenece, excepto las apariencias -

todos los poderes le escapan, pero hace reversibles todos los signos. Quién puede oponerse a ella? Lo único que verdaderamente está en juego se encuentra ahí: en el dominio y la estrategia de las apariencias, contra el poder del ser y de la realidad. De nada sirve jugar el ser contra el ser, la verdad contra la verdad: esa es la trampa de una subversión de los fundamentos, mientras basta con una ligera manipulación de las apariencias. 

La mujer sólo es apariencia. Y es lo femenino como apariencia lo que hace fracasar la profundidad de lo masculino. Las mujeres, en lugar de levantarse contra esta fórmula «injuriosa» harían bien en dejarse seducir por esta verdad, pues ahí está el secreto de su fuerza, que están perdiendo al erigir la profundidad de lo femenino contra la de lo masculino. 7 

Ni siquiera es exactamente lo femenino como superficie lo que se opone a lo masculino como profundidad, es lo femenino como indistinción de la superficie y de la profundidad. O como indiferencia entre lo auténtico y lo artificial. Lo que decía Joan Rivière en «La Féminité comme mascarade» (La Psychanalyse, núm. 7), proposición fundamental —y que encierra toda seducción: «Que la feminidad sea auténtica o superficial, es fundamentalmente lo mismo.» 

Esto no puede decirse más que de lo femenino. Lo masculino, en cambio, impone una discriminación segura y un criterio absoluto de veracidad. Lo masculino es cierto, lo femenino es insoluble, Esta proposición referente a lo femenino, que incluso la distinción entre lo auténtico y el artificio carezca de fundamento, también es curiosamente la que define el espacio de la simulación: ahí ya no hay tampoco distinción posible entre la realidad y los modelos, no hay otra realidad que la segregada por los modelos de simulación, como no hay otra feminidad que la de las apariencias. La simulación es también insoluble. 

Esta curiosa coincidencia devuelve lo femenino a su ambigüedad: es al mismo tiempo un testimonio radical de simulación, y la única posibilidad de ir más allá de la simulación — precisamente con la seducción. 

La Eterna Ironía De La Comunidad 

Esta feminidad, eterna ironía de la comunidad. Hegel. 

La Feminidad Como Principio De Incertidumbre. 

Hace oscilar los polos sexuales. No es el polo opuesto a lo masculino, es lo que abole la oposición distintiva y, en consecuencia, la sexualidad misma, tal como se ha encarnado históricamente en la falocracia masculina, tal como puede encarnarse mañana en la falocracia femenina. 

Si la feminidad es principio de incertidumbre, ésta será mayor allí donde la misma feminidad es incierta: en el juego de la feminidad. El «travestismo». Ni homosexuales ni transexuales, lo que les gusta a los travestís es el juego de indistinción del sexo. El encanto le ejercen, también sobre sí mismos, proviene de la vacilación sexual y no, como es costumbre, de la atracción de un sexo hacia otro. No aman verdaderamente ni a los hombres/hombres ni a las mujeres/mujeres, ni a aquellos que se definen, por redundancia, como seres sexuados distintos. Para que haya sexo hace falta que los signos repitan al ser biológico. Aquí, los signos se separan, mejor dicho, ya no hay sexo, y de lo que los travestís están enamorados es de este juego de signos, lo que les apasiona es seducir a los mismos signos. En ellos todo es maquillaje, teatro, seducción. Parecen obsesionados por los juegos de sexo, pero sobre todo lo están por el juego, y si su vida parece más imbuida en el sexo que la nuestra, es porque hacen del sexo un juego total, gestual, sensual, ritual, una invocación exaltada, pero irónica. 

Nico parecía tan hermosa sólo por su feminidad absolutamente representada. Algo más que la belleza, más sublime, emanaba de ella, una seducción diferente. Y suponía una decepción saber que era un falso travestí, una verdadera mujer jugando a travestí. Una mujer/no mujer, moviéndose en los signos, es más capaz de llegar hasta el final 

de la seducción que una verdadera mujer ya justificada por su sexo. Sólo ella puede ejercer una fascinación sin mezcla, porque es más seductora que sexual. Fascinación perdida cuando transluce el sexo real, en el que desde luego otro deseo puede sacar provecho, pero precisamente no en la perfección, que no puede ser otra que la del artificio. 

La seducción es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que atribuimos el máximo precio. 

Al «travestismo» no hay que buscarle un fundamento en la bisexualidad. Pues mezclados o ambivalentes o indefinidos o invertidos, los sexos y los caracteres sexuales aún son reales, todavía testimonian una realidad psíquica del sexo. Mientras que es esta misma definición de lo sexual la que está eclipsada. Y este juego no es perverso. Perverso es lo que pervierte el orden de los términos. Pero aquí ya no hay términos que pervertir, ya no hay signos que seducir. 

Tampoco hay que buscar por el camino del inconsciente ni de la «homosexualidad latente». Vieja casuística de la latencia, producida por lo imaginario sexual de la superficie y de la profundidad, y que sobreentiende siempre una lectura de síntomas y un sentido corregido. Aquí nada es latente, todo cuestiona incluso la hipótesis de una instancia secreta y determinante del sexo, la hipótesis de un juego profundo de fantasmas que ordenaría el juego superficial de los signos — mientras que todo se ventila en el vértigo de esta reversión, I de esta transustanciación del sexo en los signos que constituye el secreto de cualquier seducción. 

Incluso puede ser que la fuerza de seducción del travesti provenga directamente de la parodia — parodia de sexo mediante la sobresignificación del sexo. Así, la prostitución de los travestís tiene otro sentido que la prostitución común de las mujeres. Está más cerca de aquélla, sagrada, de los Antiguos (o del estatuto sagrado del hermafrodita). Converge con el maquillaje y el teatro como ostentación ritual y paródica de un sexo cuyo goce propio está ausente. 

La misma seducción se refuerza con una parodia donde se transparenta una ferocidad bastante implacable para lo femenino, y que podría interpretarse como anexión por el hombre de la panoplia de seducción de la mujer. El travestí reproducirá así la situación del guerrero original, que es el único seductor — así la mujer no es nada (guiño de parte del fascismo y de su afinidad con el travesti). Pero, ¿no es más bien una anulación que una adición de sexos? ¿Y no invalida lo masculino en esta burla de la feminidad su estatuto y sus prerrogativas para convertirse en elemento de contrapunto de un ego ritual? 

De todas maneras, esta parodia de lo femenino no es tan feroz como se piensa, pues es la parodia de la feminidad tal como los hombres la imaginan y la representan, también en sus fantasmas. Feminidad sobrepasada, degradada, paródica (los travestís barceloneses conservan su bigote y exhiben su pecho velludo), enuncia que en esta sociedad la feminidad no es más que los signos que los hombres le atribuyen. «Sobre Simular» la feminidad es decir que la mujer sólo es un modelo de simulación masculino. Hay un desafío al modelo de mujer a través del juego de la mujer, un desafío a la mujer/mujer través de la mujer/signo, y es posible que esta denuncia viva y simulada, que actúa en los confines de lo artificial, que hace y deshace al mismo tiempo hasta la perfección los mecanismos de la feminidad, sea más lúcida y radical que todas las reivindicaciones ideo políticas de una humanidad «alienada en su ser». Aquí se dice que feminidad no tiene ser (no tiene naturaleza, ni escritura, ni goce propios, ni, como decía Freud, libido específica). En contra de cualquier búsqueda de una feminidad auténtica, palabra de mujer, etc., se dice aquí que la mujer no es nada, y que ahí reside su poder. 

Respuesta más sutil que la denegación frontal opuesta por el feminismo a la teoría de la castración. Pues ésta se enfrenta con una fatalidad no anatómica, sino simbólica, que pesa sobre cualquier sexualidad virtual. El trastocamiento de esta ley sólo puede consistir en su resolución paródica, en la excentricidad de los signos de la feminidad, incremento de signos que acaba con cualquier biología o 

metafísica insoluble de los sexos — el maquillaje no es otra cosa: parodia triunfante, resolución por exceso, por hiperestimulación en superficie de esta simulación en profundidad qué es la ley simbólica de la castración — juego transsexual de la seducción. 

Ironía de las prácticas artificiales — poder propio de la mujer maquillada o prostituida de exacerbar el rasgo para hacer de él algo más que un signo, y de este modo no falso opuesto a verdadero, sino más falso que lo falso, de encarnar el apogeo de la sexualidad y simultáneamente de reabsorberse en la simulación. Ironía característica de la constitución de la mujer como ídolo u objeto sexual, en cuanto pone fin, con eso mismo, en su perfección cerrada, al juego del sexo y remite al hombre, amo y señor de la realidad sexual, a su transparencia de sujeto imaginario. Fuerza irónica del objeto, que la mujer pierde en su promoción de sujeto. 

Cualquier fuerza masculina es fuerza de producir. Todo lo que se produce, aunque fuese la mujer produciéndose como mujer, cae en el registro de la fuerza masculina. La única, e irresistible, fuerza I de la feminidad es aquélla, inversa, de la seducción. No es propiamente nada, no tiene propiamente nada más que la fuerza de anular la de la producción. Pero la anula siempre. 

Además, ¿alguna vez ha habido un poder fálico? Toda esta historia de dominación patriarcal, de falocracia, de privilegio inmemorial de lo masculino quizá no es sino una historia inverosímil. Empezando por el intercambio de las mujeres en las sociedades primitivas, estu 

Rápidamente interpretado como la primera fase de la mujer-objeto. Todo lo que nos cuentan sobre ese asunto, el discurso universal sobre la desigualdad de los sexos, leitmotiv de la modernidad igualitaria y revolucionaria y que se refuerza en nuestros días con toda la energía de la revolución fracasada — todo eso no es más que un gigantesco contrasentido. La hipótesis inversa es perfectamente plausible y, en cierto modo, más interesante — a saber, que lo femenino nunca ha sido dominado: siempre ha sido dominante. Lo femenino precisamente no como sexo, sino como forma transversal de todo sexo, y de todo poder, como forma secreta y virulenta de la 

insexualidad. Como desafío cuyos estragos se hacen notar en toda la extensión de la sexualidad — este desafío, que es también el de la seducción, ¿no ha sido siempre triunfante? 

En este sentido, lo masculino no ha sido nunca más que residual, una formación secundaria y frágil, que hay que defender a fuerza de baluartes, de instituciones, de artificios. La fortaleza fálica presenta, en efecto, todos los signos de la fortaleza, es decir, de la debilidad. Subsiste sólo escudándose en una sexualidad manifiesta, en una finalidad del sexo que se agota en la reproducción o en el goce. 

Se puede formular la hipótesis de que el único sexo es el femenino, i y el masculino no existe más que por un esfuerzo sobrehumano para conseguirlo. Un instante de distracción, y cae en lo femenino. Habría un privilegio definitivo de lo femenino, un handicap definitivo de lo masculino — vemos lo irrisorio de querer «liberar» al uno para ha 

hacerle acceder a la fragilidad del «poder» del otro, a ese estado en suma excéntrico, paradójico, paranoico y cansado que es el masculino. Fábula sexual inversa de la fábula fálica, donde es la mujer quien resulta del hombre por sustracción — aquí es el hombre quien resulta de la mujer por excepción. Fábula que reforzaría fácilmente los análisis de Bettelheim en las Blessures symboliques: los hombres han erigido su poder y sus instituciones sólo para contrarrestar los poderes originales muy superiores de la mujer. El motor no es la envidia del pene, al contrario son los celos del hombre del poder de fecundación de la mujer. Este privilegio de la mujer es inexplicable, hacía falta inventar a toda costa un orden diferente, social, político, económico masculino, donde este privilegio natural pudiera ser rebajado. En el orden ritual, las prácticas de apropiación de los signos del sexo opuesto son ampliamente masculinas: escarificaciones, mutilaciones, invaginaciones artificiales, covada, etc. 

Todo esto es tan convincente como puede serlo una hipótesis paradójica (siempre más interesante que la hipótesis heredada), pero en el fondo no hace sino invertir los términos, y equivale a hacer de lo femenino una sustancia original, una especie de infraestructura antropológica, que vuelve a determinar inversamente la anatomía, 

pero deja subsistir como destino — y de nuevo se ha perdido toda la ironía de la feminidad». 

La ironía se pierde cuando lo femenino se instituye como sexo, incluso y sobre todo cuando es para denunciar su opresión. Eterna artimaña del humanismo de las Luces, que apunta a liberar el sexo siervo, las razas siervas, las clases siervas en los mismos términos de su servidumbre. ¡Que lo femenino se convierta en un sexo de pleno derecho! Absurdo, si no se plantea en términos de sexo o en términos de poder. 

Precisamente lo femenino no es del orden de la equivalencia ni del valor: es, pues, insoluble en el poder. No es siquiera subversivo, es reversible. Al contrario, el poder es soluble en la reversibilidad de lo femenino. Si no se puede decidir en los «hechos» quien, lo masculino o lo femenino, ha dominado al otro a lo largo de los siglos (una vez más, la tesis de la opresión de lo femenino descansa sobre un mito machista caricaturesco), está claro, sin embargo, que también en materia de sexualidad la forma reversible vence a la forma lineal. La forma excluida vence en secreto a la forma dominante, La forma seductiva vence a la forma productiva, 

La feminidad en ese sentido está del mismo lado que la locura. Porque la locura vence en secreto (entre otras, gracias a la hipótesis del inconsciente) tiene que ser normalizada. Porque la feminidad vence en secreto (en la liberación sexual en particular) tiene que ser reciclada y normalizada. 

Y En El Goce. 

Uno de los caracteres a menudo citados de la opresión de las mujeres es la expoliación del goce, su carencia de goce. Flagrante injusticia que todos tienen que intentar reparar inmediatamente, según el esquema de una especie de carrera de fondo o de rallye sexual. El goce ha tomado el aspecto de una exigencia y de un derecho fundamental. Benjamín de los derechos del hombre, ha accedido a la dignidad de un imperativo categórico. Es inmoral contravenir lo. Pero no tiene siquiera el encanto kantiano de las finalidades sin fin. Se 

Se impone como gestión y autogestión del deseo, y su ignorancia no excusa su cumplimiento, como ocurre con la ley. 

Es ignorar que el goce también es reversible, es decir, que puede tener una intensidad superior en su ausencia o su negación. Por lo mismo cuando el fin sexual vuelve a ser aleatorio, surge algo que puede llamarse seducción o placer. O más todavía, el goce puede no ser más que el pretexto de otro juego más apasionante, más pasional — así era en El imperio de los sentidos, donde lo que estaba en juego, por medio del goce, era sobre todo ir hasta el final y más allá del goce — desafío que gana a la operación pura del deseo porque su lógica es mucho más vertiginosa, porque es una pasión, mientras la otra sólo es una pulsión. Pero este vértigo puede jugar también con el rechazo del goce. ¿Quién sabe si las mujeres, lejos de ser «expoliadas», no han jugado siempre triunfalmente con el derecho de reserva sexual, es decir, si no han lanzado un reto desde el fondo de su no-goce, o mejor, sí no han desafiado al goce de los hombres a ser sólo lo que es? Nadie sabe hasta qué profundidad destructora puede llegar esta provocación, ni hasta qué punto es todopoderosa. El hombre no ha salido nunca del apuro, reducido a gozar sólo y a encerrarse en una conminación de placer y de conquista. 

¿Quién ha ganado en este juego de estrategias diversas? Aparentemente el hombre está en toda la línea. Pero no es seguro que no se haya perdido y atascado en este terreno, como en el de la toma de poder, en una especie de huida hacia delante donde ninguna acumulación, ningún cálculo le asegura la salvación, ni le quita la desesperación secreta de lo que se le escapa. Hacía falta que esto acabara y que las mujeres gozaran. Se iban a tomar los medios de liberarlas y de hacerlas gozar — poniendo fin a ese desafío insoportable donde en definitiva el goce se anula en una estrategia posible del no-goce, Pues el goce no tiene estrategia: no es más que una energía en busca de su fin. Es, pues, muy inferior a cualquier estrategia que puede utilizarlo como material, y al mismo deseo como elemento táctico. Es el tema central de la sexualidad libertina del siglo XVIII, de Laclos a Casanova y Sade (incluido Kierkegaard en el Diario de un seductor), 

para los cuales la sexualidad todavía es un ceremonial, un ritual y una estrategia antes de que se precipite con los derechos del hombre y la psicología en la verdad revelada del sexo. 

Ha llegado la era de la píldora y de la convención al goce. Fin del derecho de reserva sexual. Las mujeres tienen que haber captado que se las desposeído de algo esencial para que se hayan resistido tanto, a través de todo el espectro de actos «fallidos», a la adopción «racional» de la píldora. La misma resistencia de generaciones enteras a la escuela, a la medicina, a la seguridad, al trabajo. La misma intuición profunda de los estragos de la libertad, de la palabra y del goce sin trabas: el desafío, el otro desafío ya no es posible, cualquier lógica simbólica es exterminada en provecho del chantaje a la erección permanente (¿sin contar la baja tendencial de la tasa misma de goce?). La mujer «tradicional» no estaba ni reprimida, ni incapacitada para el goce: se sentía bien en su estatuto, no estaba en absoluto vencida, no era en absoluto pasiva, y no soñaba forzosamente con su «liberación» futura. Son las almas benditas quienes ven retrospectivamente a la mujer alienada desde siempre y después liberada en su deseo. Y hay un profundo desprecio en esta visión, la misma que se tiene de las masas «alienadas» que se supone no han sido nunca capaces de ser otra cosa que un rebaño engañado. 

Es fácil trazar un cuadro de la mujer alienada a través de los tiempos y abrirle hoy, bajo los auspicios de la revolución y del psicoanálisis, las puertas del deseo. Todo eso es tan simple, tan obsceno en su simplicidad — peor: es la expresión misma del sexismo y del racismo: la conmiseración. 

Afortunadamente lo femenino nunca ha sido su imagen. Siempre ha tenido su estrategia propia, estrategia incesante y victoriosa de desafío (cuya máxima expresión es la seducción). Inútil llorar la equivocación de que ha sido víctima y querer repararla. Inútil jugar a los justicieros del sexo débil. Inútil aplazarlo todo a la hipoteca de una liberación y de un deseo cuyo secreto sería por fin levantado en el siglo XX. Los juegos se han jugado siempre del todo, con todas las cartas y todos los triunfos, a cada momento de la historia. Y los hombres no lo han ganado, en absoluto. Más bien sería ahora cuando las mujeres están perdiéndolo, bajo el signo del goce precisamente — pero esto es otra historia. 

Es la historia actual de lo femenino en una cultura que lo produce todo, que hace hablar todo, gozar todo, discurrir todo. Promoción de lo femenino como sexo de pleno derecho (derechos iguales, goce igual), de lo femenino como valor a costa de lo femenino como prin 

Principio de incertidumbre. Toda la liberación sexual reside en esta estrategia de imposición del derecho, del estatuto, del goce femenino. Sobreexposición y representación de lo femenino como sexo, y del goce como prueba multiplicada del sexo. 

La pornografía lo dice claramente. Trilogía de la abertura, del goce y de la significancia, la pornografía es una promoción tan exacerbada del goce femenino sólo para enterrar mejor la incertidumbre que flotaba sobre el «continente negro». Se acabó la «eterna ironía de la comunidad» de la que hablaba Hegel. En adelante la mujer gozará y sabrá por qué. Toda feminidad se hará visible — mujer emblema del goce, goce emblema de la sexualidad. No más incertidumbre, ni más secretos. Empieza la obscenidad radical. 

Saló, o los días, de Pasolini — verdadero crepúsculo de la seducción: toda reversibilidad ha sido abolida según una lógica implacable. Todo es irreversiblemente masculino y todo está muerto. Hasta la complicidad, la promiscuidad de verdugos y víctimas en el suplicio ha desaparecido: es un suplicio inanimado, una perpetración sin afecto, una maquinación fría (donde se percibe que el goce es con mucho el usufructo industrial de los cuerpos, y lo contrario de cualquier seducción: el goce es un producto de extracción, producto tecnológico de una maquinaria de los cuerpos, de una logística de los placeres que va derecho a la meta y sólo encuentra su objeto muerto). 

La película ilustra la verdad de que en un sistema dominante, en todo sistema dominante (que por ello deviene masculino), la feminidad es la que encarna la reversibilidad, la posibilidad de juego y de implicación simbólica. Saló es un universo completamente expurgado de ese mínimo de seducción que es lo que pone en juego no solamente 

el sexo, sino toda relación, incluidos la muerte y el intercambio de la muerte (esto está expresado, en Saló como en Sade, por la hegemonía de la sodomía). Ahí es donde aparece que lo femenino no es un sexo opuesto al otro, sino lo que destituye al sexo de pleno derecho y de pleno ejercicio, al sexo que detenta el monopolio del sexo: lo masculino, la obsesión de algo distinto, en la cual el sexo sólo es la forma desencantada: la seducción. Ésta es un juego, el sexo es una función. La seducción es del orden de lo ritual, el sexo y el deseo son del orden de lo natural. Lo que se enfrenta en lo femenino y en lo masculino son esas dos formas fundamentales y no una diferencia biológica o rivalidad ingenua de poder. 

Lo femenino no es solamente seducción, es también desafío a lo masculino por ser el sexo, por asumir el monopolio del sexo v del placer, desafío para llegar al cabo de su hegemonía y ejercerla hasta la muerte. Bajo la presión de este desafío, incesante a través de toda la historia sexual de nuestra cultura, hoy se derrumba la falocracia, por no poder responder. Es posible que toda nuestra concepción de la sexualidad se derrumbe al mismo tiempo, pues está edificada en torno a la función fálica y a la definición positiva del sexo. Toda forma positiva se acomoda muy bien a su forma negativa, pero conoce el desafío mortal de la forma reversible. Toda estructura se acomoda a la inversión o a la subversión, pero no a la reversión de sus términos. Esta forma reversible es la de la seducción. 

No aquella en que las mujeres habrían estado históricamente relegadas, cultura de gineceo, pinturas y encajes, seducción revisada por la fase del espejo y de lo imaginario de la mujer, terreno de juegos y de artimañas sexuales (aunque ahí se haya preservado, mientras que todos los demás desaparecían, incluido el de la cortesía, el único ritual del cuerpo de la cultura occidental), sino la seducción como forma irónica y alternativa, que rompe la referencia del sexo, espacio no de deseo, sino de juego y de desafío. 

Es lo que trasluce en el juego más banal de la seducción: me muestro esquivo, no me harás gozar, soy yo quien te hará jugar, y quien te robará el goce. Juego movedizo, donde es falso suponer que sólo es una estrategia sexual. Más que nada estrategia de desplazamiento (se ducere; llevar aparte, desviar de su vía), de desviación de la verdad del sexo: jugar no es gozar. Ahí hay una especie de soberanía de la seducción, que es una pasión y un juego del orden del signo, y es quien gana a largo plazo porque es un orden reversible e indeterminado. 

Los prestigios de la seducción son muy superiores a las consolaciones cristianas del goce. Nos lo quieren hacer tomar por un fin natural — y muchos se vuelven locos por no alcanzarlo. Pero amar no tiene nada que ver con una pulsión, si no es en el design libidinal 7 de nuestra cultura — amar es un desafío y un poner algo en juego: desafío al otro de amarle a su vez — ser seducido es desafiar al otro a serlo (ningún argumento más sutil que acusar a una mujer de ser incapaz de ser seducida). La perversión, bajo este aspecto, toma otro sentido: hacer como si se fuera seducido, pero sin serlo, y siendo incapaz de serlo. 

La ley de la seducción es, ante todo, la de un intercambio ritual ininterrumpido, la de un envite donde la suerte nunca está echada, la del que seduce y la del que es seducido, en razón de que la línea divisoria que definiría la victoria de uno, la derrota del otro, es ilegible — y de que este desafío al otro a ser aún más seducido, o a amar más de lo que yo le amo no tiene otro límite que el de la muerte. Mientras que lo sexual tiene un fin próximo y banal: el goce, forma inmediata de satisfacción del deseo. 


Roustang, en Un festín si fuese (pág. - . ): 


Vemos, en el análisis, qué peligro extremo puede correr un hombre que se pone a escuchar la demanda de goce de la mujer. Si una mujer con su deseo, altera la inalterabilidad en la que el hombre no puede dejar de enterrarla, sí se convierte ella misma en demanda inmediata ylimitada, si no soporta más y no lo soporta más, el hombre se encuentra arrojado a un estado infra suicida. Una demanda que no sufre ninguna dilación, ninguna excusa, que no tiene límite en cuanto a la intensidad y a la duración, pulveriza el absoluto que representaba la mujer, la sexualidad femenina, e incluso el goce femenino... El goce femenino siempre puede ser divinizado de nuevo, mientras que la demanda de placer de tal mujer a la que el hombre está /unido, sin poder huir, provoca en él la pérdida de referencias 'y el sentimiento de la pura 

contingencia... Cuando todo el deseo pasa a la demanda, es el mundo al revés y el estrépito, Sin duda esa es la razón por la cual nuestra cultura había enseñado a las mujeres a no pedir nada para conducirlas, a no desear nada. 


¿Qué ocurre con un «deseo que pasa íntegro a la demanda»? ¿Se trata aún del «deseo» de la mujer? ¿No es ésa una forma característica de locura, que tiene poco que ver con una «liberación»? ¿Qué es esta configuración nueva, y femenina, de una demanda sexual ilimitada, de una exigencia ilimitada de goce? En efecto, ése es el punto límite en el que se precipita toda nuestra cultura — y oculta, Roustang tiene razón, una forma de violencia colectiva infra suicida — pero no sólo para el hombre: para la mujer también, y para la sexualidad en general. 


Decimos no a aquellos/as que no aman más que a las mujeres; aquellos/as que no aman más que a los hombres; aquellos/as que no aman más que a los niños (también hay los viejos, los sádicos, los masoquistas, los perros, los gatos)... El nuevo militante, refinado y egocéntrico, reivindica el derecho a su racismo sexual, a su singularidad sexual. Pero nosotros decimos no a todo sectarismo. Si hay que volverse misógino para ser pederasta, andrófabo para ser lesbiana..., si hay que rechazar los placeres de la noche, los encuentros, los ligues de ocasión para defenderse de la violación, es volver a instaurar en nombre de la lucha contra ciertas prohibiciones otros tabúes, otros moralismos, otras normas, otras anteojeras de esclavos... 

Sentimos en nuestro cuerpo no un sexo, ni dos, sino una multitud de sexos. No vemos al hombre, ni a la mujer, sino al ser humano, antropomórfico (!)... Estamos cansadas de todo nuestro cuerpo, de todas las barreras culturales estereotipadas, de todas las segregaciones fisiológicas... Somos machos y hembras, adultos y niños, tortilleras y maricas, folladoras, folladores, enculados y enculadas. No aceptamos reducir a un sexo toda nuestra riqueza sexual. Nuestro sadismo no es más que una faceta de nuestras sexualidades. Rechazamos limitarnos a lo que la sociedad exige de nosotros, a saber, ser heterosexual, lesbiana, marica, y toda la gama de productos publicitarios. No somos razonables en ninguno de nuestros deseos. 

(Liberation, julio 7 , Judith Belladonna Barbara Penton.) 


Frenesí de un ejercicio sexual ilimitado, consumo exacerbado del deseo en la demanda y en el goce —¿esto no es la inversión de lo que dice Roustang: si hasta aquí se había enseñado a las mujeres no pedir nada para conducirlas a no desear nada, no se les enseña hoy a pedirlo todo para no desear nada? ¿Todo el continente negro decodificado por el goce? 

Lo masculino estaría más cerca de la Ley, la feminidad más cerca del goce. Pero, ¿no es el mismo goce la axiomática de un universo sexual decodificado? — referencia femenina y liberadora producida por la extenuación lenta de la Ley, el goce forma extenuada de la Ley, la Ley convertida en exhortación al goce después de haber sido su prohibición. Efecto de simulación invertido: cuando el goce se dice y se pretende autónomo, entonces es verdaderamente un efecto de la Ley. O bien, la Ley se hunde, y allí donde se ha hundido la Ley, el goce se inaugura como un nuevo contrato. ¿Qué importa?: no ha cambiado nada, y la inversión de los signos sólo es un efecto de estrategia. Ése es el sentido de la inversión actual, y del privilegio emparejado de lo femenino y del goce sobre lo masculino y lo prohibido que dominaban en otro tiempo la razón sexual. La exaltación de lo femenino es el instrumento perfecto de una generalización sin precedente y de una extensión dirigida de la razón sexual: Destino inesperado que corta en seco todas las ilusiones deseantes y todas las racionalizaciones liberadoras. Marcuse: 


Lo que en el sistema patriarcal aparece como la antítesis femenina de los valores masculinos constituye verdaderamente una alternativa social e histórica reprimida —la alternativa socialista... Acabar con la sociedad patriarcal, es precisamente negar la atribución a la mujer en tanto que mujer de cualidades específicas, es decir, desarrollar esas cualidades en todos los sectores de la vida social, en el trabajo como en el ocio. La liberación de la mujer entonces sería al mismo tiempo la liberación del hombre... 

(Actuáis, Galilée, pág. .) 


Sea lo femenino liberado puesto al servicio de un nuevo Eros colectivo (la misma operación que para la pulsión de muerte — la misma dialéctica de aplicación sobre el nuevo Eros social). Pero, ¿qué pasa si lo femenino, lejos de ser un conjunto de cualidades específicas (lo que fue quizá en la represión, y sólo ahí) se revela, una vez «liberado», sólo como la expresión de una indeterminación erótica, y de la pérdida de cualidades específicas, tanto en la esfera de lo social como de lo sexual? 

Había una ironía poderosa de lo femenino en la seducción, hoy hay otra tan poderosa en su indeterminación y en esta ambigüedad que hace que su promoción en tanto que sujeto se acompañe de un recrudecimiento de su estatuto de objeto, es decir, de una pornografía generalizada. Extraña coincidencia, en la que encalla el feminismo liberador, que mucho quisiera distinguir a ambos. Pero esto no tiene porvenir, pues esta liberación de lo femenino es significativa precisamente por su ambigüedad radical. Incluso el texto de Roustang, que tiende a valorar la irrupción de la demanda femenina, no puede dejar de presentir la catástrofe que constituye también para la mujer la transferencia completa del deseo a la demanda. A menos de considerar el estado infra suicida provocado en el hombre por esta demanda como un argumento decisivo, nada permite distinguir esta monstruosidad, de la demanda y del goce femenino de la prohibición total que le afectaba antaño. 

Esta ambigüedad se vuelve a encontrar también del lado de lo masculino y de su declive. El pánico provocado en el hombre por el sujeto femenino «liberado» sólo tiene parangón en su fragilidad frente a la apertura pornográfica del sexo femenino «alienado», del objeto sexual femenino. Ya exija gozar «por la toma de conciencia de la racionalidad de su propio deseo» o se ofrezca al goce en un estado de prostitución total — ya sea lo femenino sujeto u objeto, liberado o prostituido, de todos modos la mujer se presenta como conminación de sexo, voracidad abierta, devoracíón. No es casualidad si todo el pomo gira en torno al sexo femenino. Se debe a que la erección nunca es segura (no hay escenas de impotencia en la pornografía: está conjurada en toda su extensión por la alucinación de una oferta femenina sin tasa). En una sexualidad vuelta problemática porque está conminada a demostrarse y a manifestarse sin interrupción, la posición marcada, masculina, es frágil. El sexo femenino, en cambio, es igual a sí mismo: en su disponibilidad, en su apertura, en su grado cero. Esta continuidad de lo femenino, por oposición "la intermitencia de lo 

masculino, basta para asegurar una superioridad definitiva en la representación orgánica del goce, en lo infinito del sexo que se ha vuelto nuestra dimensión fantasmática. 

La liberación sexual, como la de las fuerzas productivas, potencialmente no tiene límites. Exige una profusión realizada, sex affluent society. No podría tolerar la escasez de bienes sexuales, como tampoco de bienes materiales. Ahora bien, esta continuidad y esta disponibilidad utópicas, sólo puede encarnarlas el sexo femenino. Por eso todo en esta sociedad será feminizado, sexualizado bajo el modo femenino, los objetos, los bienes, los servicios, las relaciones de todo género — en la publicidad, el efecto no es tanto añadir sexo a una máquina de lavar (esto es absurdo) como conferir al objeto esta cualidad imaginaria de lo femenino, de estar disponible a voluntad, nunca retráctil, nunca aleatorio. 

La sexualidad pornográfica se mece en esta monotonía abierta, en la que los hombres, flácidos o eréctiles, sólo tienen un papel irrisorio. El hard core no ha cambiado nada: lo masculino ya no interesa porque es demasiado determinado, demasiado marcado — falo significante canónico — y por ello demasiado frágil. La fascinación seguramente, se dirige más hacia lo neutro, hacia la apertura indeterminada. Hacia una sexualidad movediza y difusa. ¿Revancha histórica de lo femenino después de tantos siglos de represión y de rigidez? Quizá, pero con mayor certeza: extenuación de la marca sexual, sea la histórica, de lo masculino, que alimentó antaño todos los esquemas de fertilidad, de verticalidad, de ascendencia, de crecimiento, de producción, etc., para perderse hoy en una simulación obsesiva de todos esos temas — sea la de lo femenino tal como se ha encarnado siempre en la seducción. Tras la objetivación maquinal de los signos del sexo, hoy triunfan lo masculino como fragilidad y lo femenino como grado cero. 

En efecto, estamos en una situación sexual original de violación y violencia — violencia ejercida sobre lo masculino «infrasuicida» por el goce femenino desencadenado. Pero no se trata de una inversión de la violencia histórica ejercida sobre la mujer por la fuerza masculina. 

Se trata de una violencia de neutralización, de depresión y de derrumbamiento del término marcado ante la irrupción del término no marcado, No es una violencia plena, genérica, sino una violencia de disuasión, la violencia de lo neutro, la violencia del grado cero. 

La Pornografía También Es Así: Violencia Del Sexo Neutralizado. 

Porno-Estéreo 

Llévame a tu cuarto y jódeme. Hay algo indefinible en tu vocabulario, que deja que desear. Philip Dick, Le bal des Schizos. Turning everything into reality. jimmy cliff. 

El trompe-l'oeil sustrae una dimensión al espacio real y eso es lo que provoca su seducción. Al contrario, el porno añade una dimensión al espacio del sexo, lo hace más real que lo real — lo que provoca su ausencia de seducción. 

Inútil buscar qué fantasmas obsesionan a la pornografía (fetichistas, perversos, escena primitiva, etc.), pues están eliminados por el exceso de «realidad». Además, quizá el porno no es sino una alegoría, es decir, una activación de signos, un intento barroco de libre significación rozando lo «grotesco» (literalmente: el arte «grotesco» de los jardines añadía naturaleza rocosa como el porno añade y pintoresco en los detalles anatómicos). 

La obscenidad quema y consume su objeto. Visto de muy cerca, se ve lo que no se había visto nunca — su sexo, usted no lo ha visto nunca funcionar, ni tan de cerca, ni tampoco en general, afortunadamente para usted. Todo eso es demasiado real, demasiado cercano para ser verdad. Y eso es lo fascinante, el exceso de realidad, la hiperrealidad de la cosa. El único fantasma en juego en el porno, si es que hay uno, no es el del sexo, sino el de lo real, y su absorción, absorción en otra cosa distinta de lo real, en lo hiperrreal. El voyeurismo del porno no es un voyeurismo sexual, sino un voyeurismo de la representación y de su pérdida, un vértigo de pérdida de la escena y de irrupción de lo obsceno. 

La dimensión de lo real es abolida por el efecto de zoom anatómico, la distancia de la mirada deja paso a una representación instantánea y exacerbada: la del sexo en estado puro, despojada no sólo de toda seducción, sino incluso de la virtualidad de su imagen — sexo tan próximo que se confunde con su propia representación: fin del espacio perspectivo, que también es el de lo imaginario y el del fantasma — fin de la escena, final de la ilusión. 

Sin embargo, la obscenidad no es el porno. La obscenidad tradicional aún tiene un contenido sexual de transgresión, de provocación, de perversión. Juega con la represión, con una violencia fantasmática propia. Esta obscenidad desaparece con la liberación sexual: la «desublimación represiva» de Marcuse ha pasado por ahí (incluso si no ha entrado en la costumbre, el triunfo mítico de la liberación, como en otro tiempo el de la represión, es absoluto). La nueva obscenidad, como la nueva filosofía, se erige en el campo donde murió la antigua, y tiene otro sentido. No juega con un sexo violento, lo que está en juego no es un sexo real, sino un sexo neutralizado por la tolerancia. El sexo es excesivamente «devuelto», pero es la devolución de algo que ha sido robado. El porno es la síntesis artificial, es el festival y no la fiesta. Algo de neo, o de retro, como se quiera, algo así como el espacio verde que sustituye a la difunta naturaleza sus efectos de clorofila, y que por esta razón participa de la misma obscenidad que el porno. 

La irrealidad moderna no es del orden de lo imaginario, es del orden del máximo de referencia, del máximo de verdad, del máximo de exactitud — consiste en hacerlo pasar todo por la evidencia absoluta de lo real. Como en los cuadros hiperrealistas, donde se distingue el grano de la piel de una cara, microscopio inhabitual, y que ni siquiera tiene el encanto de la inquietante extrañeza. El hiperrealismo no es el surrealismo, es una visión que acosa a la seducción a fuerza de visibilidad. Le «ofrecen más todavía». Así es respecto al color en el cine o en la televisión: le ofrecen tanto, el color, el relieve, el sexo en alta fidelidad, con los graves y los agudos (la vida, ¡vaya! ) que usted no tiene nada que añadir, es decir, que dar a cambio. Represión absoluta: dándole un poco de más, le suprimen todo. ¡Desconfíe de lo que es tan bien «devuelto» sin que usted nunca lo haya dado! 

Recuerdo espantoso, carcelario, obsceno el de la cuadrafonía japonesa: sala idealmente condicionada, técnica fantástica, música de cuatro dimensiones, no sólo las tres del espacio ambiente, sino una cuarta, visceral, del espacio interno — delirio técnico de restitución perfecta de una música (¡Bach, Monteverdi, Mozart!) que nunca ha existido, que nadie ha oído nunca así y que no está hecha para ser oída así. Además, no «se oye», es otra cosa, la distancia que hace que se oiga una música, en el concierto o en otro lado, queda abolida, uno está imbuido por todas partes, ya no hay espacio musical, es una simulación de ambiente total que nos despoja de cualquier mínima percepción analítica, percepción que constituye el encanto de la música. Los japoneses, sencillamente y con toda su buena fe, han confundido lo real con el máximo de dimensiones posibles. Si pudieran hacer diafonía, la harían. Ahora bien, esta cuarta dimensión que añaden a la música es precisamente aquélla a través de la que nos castran de cualquier goce musical. Entonces, nos fascina otra cosa (pero ya no es seducción): la perfección técnica, la «alta fidelidad», tan obsesiva y puritana como la otra, la conyugal, pero esta vez ni siquiera se sabe hacia qué objeto es fiel, pues nadie sabe dónde empieza y dónde acaba lo real, ni el vértigo de perfección que se obstina en reproducirlo. 

En este sentido, la técnica cava su propia tumba, pues al mismo tiempo que perfecciona los medios de síntesis, profundiza en los criterios de análisis y de definición, tanto que la fidelidad total, la exhaustividad en materia de lo real se hace imposible para siempre. Lo real se vuelve un fantasma vertiginoso de exactitud que se pierde en lo infinitesimal. 

Frente al trompe-l'oeil, por ejemplo, que ahorra una dimensión, el espacio tridimensional «normal» constituye una degradación, un empobrecimiento por exceso de medios (todo lo que es real o se pretende real constituye una degradación de ese género). La cuadrafonía, el híper estéreo, el hifi constituyen una degradación definitiva. 

El porno es la cuadrifonía del sexo. Añade una tercera y una cuarta pista al acto sexual. Reina la alucinación del detalle — la ciencia ya nos ha acostumbrado a esta microscopía, a este exceso de lo real con su detalle microscópico, a este voyeurismo de la exactitud, de primer plano de las estructuras invisibles de la célula, a esta noción de una verdad inexorable que ya no se mide en absoluto con el juego de las apariencias y que sólo puede revelar la sofisticación de un aparato técnico. Fin del secreto. 

¿Qué otra cosa hace el porno, en su visión trucada, aparte de revelarnos también esta verdad inexorable y microscópica del sexo? Está en conexión directa con una metafísica que vive sólo del fantasma de una verdad escondida y de su revelación, del fantasma de una energía «reprimida» y de su producción — en la escena obscena de lo real. De ahí el atolladero del pensamiento ilustrado sobre la cuestión: ¿se debe censurar el porno y elegir la represión bien temperada? Insoluble, pues el porno tiene razón: forma parte de los estragos de lo real, de la ilusión demente de lo real y de su «libe ración» objetiva. No se puede liberar a las fuerzas productivas sin querer «liberar» el sexo de su función bruta: lo uno es tan obsceno como lo otro. Corrupción realista del sexo, corrupción productivista del trabajo — un mismo síntoma, un mismo combate. 

El equivalente del obrero en la cadena, es ese drama escénico vaginal japonés, más extraordinario que cualquier strip-tease: chicas con los muslos abiertos al borde de un estrado, los proletarios japoneses en mangas de camisa (es un espectáculo popular) autorizados a meter sus narices, sus ojos hasta la vagina de la chica, para ver, ver mejor — ¿qué? — trepando los unos sobre los otros para ver bien, además, mientras tanto, la chica les habla amablemente o les regaña para guardar las formas. Todo el resto del espectáculo, flagelaciones, masturbaciones recíprocas, strip tradicional, desaparece ante este momento de obscenidad absoluta, de voracidad de la vista que supera con mucho la posesión sexual. Porno sublime: si pudieran, ¿los tíos se precipitaron enteros en la chica — exaltación de la muerte? Quizá, pero al mismo tiempo, comentan y comparan las respectivas vaginas, y esto sin reírse o carcajearse nunca, con una seriedad mortal, y sin intentar tocar jamás, salvo por juego. Nada lúbrico: un acto extremadamente grave e infantil, una fascinación completa hacia el espejo del órgano femenino como la de Narciso hacia su propia imagen. Mucho más allá del idealismo convencional del strip-tease (quizá ahí habría incluso seducción), en el límite sublime el porno se invierte en una obscenidad purificada, profundizada en el dominio visceral — ¿por qué quedarse en el desnudo, en lo genital: si lo obsceno es del orden de la representación y no del sexo, debe explotar incluso el interior del cuerpo y de las vísceras — quién sabe qué profundo goce de descuartizamiento visual, de mucosas y de músculos lisos, puede resultar? Nuestro porno aún tiene una definición restringida. La obscenidad tiene un porvenir ilimitado. 

Pero cuidado, no se trata de profundizar la pulsión, no se trata de una orgía de realismo y de una orgía de producción. La pasión (quizá también es una pulsión, que sustituye a todas las demás) de hacer comparecer todo, de llevarlo todo a la jurisdicción de una energía visible. Que toda palabra sea liberada, y que vaya hasta el deseo. Nos revolcamos en esta liberalización que no es sino el proceso creciente de la obscenidad. Todo lo que está escondido, y goza aún de lo prohibido, será desterrado, devuelto a la palabra y a la evidencia. Lo real crece, lo real se ensancha, un día todo el universo será real, y cuando lo real sea universal, será la muerte. 

Simulación porno; la desnudez nunca es un signo cualquiera. La desnudez velada por la ropa funciona como referente secreto, ambivalente. Desvelada se hace superficie como signo y entra en la circulación de los signos: desnudez design. Igual operación con el hard core y el blue porny: el órgano sexual, abierto o eréctil, sólo es un signo más en la panoplia hipersexual. Falo-design. Cuanto más lo camente se avanza en la veracidad del sexo, en su operación sin velos, más se sumerge uno en la acumulación de los signos, más se encierra uno en una sobresignificacíón hasta el infinito, la de lo real que ya no existe, la de un cuerpo que no ha existido nunca. Toda nuestra cultura del cuerpo, incluida la «expresión» de su «deseo», la estereofonía de su deseo, es de una monstruosidad y una obscenidad irremediable. 

Hegel: «De la misma manera que hablando del exterior del cuerpo humano hemos dicho que toda su superficie, por oposición a la del mundo animal, revela la presencia y la pulsación del corazón, decimos que el arte tiene la tarea de procurar que en todos los puntos de su superficie lo fenoménico, lo aparente se convierta en ojo, sede del alma, haciendo visible al espíritu». Nunca desnudez, nunca cuerpo desnudo, que sólo estaría desnudo — nunca cuerpo sencillamente. Es lo que dice el indio cuando contesta al blanco que le pregunta por qué vive desnudo: «En mi tierra, todo es cara.» El cuerpo en una cultura no fetichista (que no hace un fetiche de la desnudez como verdad objetiva) no se opone como para nosotros a la cara, la única rica en expresión, la única dotada de mirada: es cara y os mira. No es obsceno, es decir, hecho para ser visto desnudo. No puede ser visto desnudo, como tampoco la cara para nosotros, pues es velo simbólico, no es más que eso, es ese juego de velos, donde, mejor dicho, el cuerpo autor de la seducción es abolido «como tal». Ahí es donde se lleva a cabo, nunca en la rasgadura del velo en nombre del traslucir de un deseo o de una verdad. 

Indistinción del cuerpo y de la cara en una cultura total de las apariencias — distinción del cuerpo y de la cara en una cultura del sentido (el cuerpo se vuelve en ella monstruosamente visible, se vuelve el signo de un monstruo llamado deseo) — después triunfo total, en el porno, de ese cuerpo obsceno, hasta llegar a la desaparición le la cara; los modelos eróticos donde los actores porno no tienen 7 cara, no podrían ser hermosos, o feos, o expresivos, esto es incompatible, la desnudez funcional lo borra todo con la espectacularidad única del sexo. Algunas películas no son más que efecto sonoro visceral sobre el primer plano del coito: el cuerpo incluso ha desaparecido, dispersado, en objetos parciales exorbitantes. Cualquier cara es inconveniente, pues quiebra la obscenidad y restablece el sentido allí donde todo apunta a su abolición con el exceso de sexo y el vértigo de la nulidad. 

Al término de esta degradación hacia una evidencia terrorista del cuerpo (y de su «deseo»), las apariencias ya no tienen secreto. Cultura de la desublimación de las apariencias: en ella todo se materializa bajo las especies más objetivas. Cultura porno por excelencia, ésta que por todas partes y siempre apunta hacía la operación de lo real. Cultura 

porno, ésta ideología de lo concreto, de lo facticio, del uso, de la preeminencia del valor de uso, de la infraestructura material de las cosas, del cuerpo como infraestructura material del deseo. Cultura unidimensional donde todo se exalta por lo «concreto de producción» o por lo concreto de placer — trabajo o copulación mecánica ilimitados. La obscenidad de este mundo consiste en que no se abandona nada a las apariencias, no se abandona nada al azar. Todo en él es signo visible y necesario. Es la de la muñeca sexuada que se dota de un sexo, y hace pis, habla, y un día hará el amor. Reacción de la niñita: «Mi hermanita también sabe hacer eso. ¿No me puede dar una de verdad?» 

Del discurso de trabajo al discurso de sexo, del discurso de la fuerza productiva al discurso de la pulsión se propaga el mismo ultimátum de pro-ducción en el sentido literal del término. En efecto, la acepción original no es la de la fabricación, sino la de hacer visible, hacer aparecer y comparecer. El sexo es producido como se presenta un documento, o como se dice de un actor que aparece en escena∗. 

Producir es materializar por fuerza lo que es de otro orden, del orden del secreto y de la seducción. Por todas partes y siempre la seducción es lo que se opone a a producción. La seducción retira algo del orden de lo visible, la producción lo erige todo en evidencia, ya sea la de un objeto, una cifra, o un concepto. 

Que todo sea producido, que todo se lea, que todo suceda en lo real, en lo visible y en la cifra de la eficacia, que todo se transcriba en relaciones de fuerza, en sistemas de conceptos o en energía computable, que todo sea dicho, acumulado, repertoriado, enumerado: así es el sexo en lo porno, y ése es más ampliamente el .propósito de nuestra cultura, cuya obscenidad es su condición natural: cultura del mostrador, de la demostración, de la monstruosidad productiva. 

En eso no hay nunca seducción, ni siquiera en el porno, porque es producción inmediata de actos sexuales, actualidad feroz del placer, no hay ninguna seducción en esos cuerpos atravesados por una mirada literalmente aspirada por el vacío de la transparencia —pero tampoco hay sombra de seducción en el universo de la producción, regido por el principio de transparencia de las fuerzas en el orden de los fenómenos visibles y computables: objetos, máquinas, actos, diales o producto nacional bruto. 


En el original «Le sexe est produit comme on produit un document, ou comme on dit d’un acteur qu’il se produit sur scène.» (N. de la T.). 


Ambigüedad insoluble: el porno pone fin mediante el sexo a cualquier seducción, pero al mismo tiempo pone fin al sexo mediante la acumulación de signos del sexo. Parodia triunfal y agonía simulada: ahí está su ambigüedad. En este sentido, el porno es verdadero: es el resultado de un sistema de disuasión sexual por alucinación, de disuasión de lo real por hiperrealidad, de disuasión del cuerpo por materialización forzosa. 

Habitualmente, se le abre un proceso doble — el de manipulación sexual con los muy conocidos fines de desactivar la lucha de clases (siempre la vieja «conciencia mitificada») y el de ser una corrupción mercantil del sexo — el verdadero, el bueno, el que se libera y forma parte del derecho natural. Pues el porno enmascara o bien la verdad del capital y de la infraestructura, o bien la del sexo y el deseo. Ahora bien, el porno no enmascara nada en absoluto (es la ocasión de decirlo) - no es una ideología, es decir, no esconde la verdad, es un simulacro, es decir, el efecto de verdad que oculta que ésta no existe. 

El porno dice: hay un sexo bueno en alguna parte, puesto que yo soy su caricatura. Con su obscenidad grotesca, es un intento de salvar la verdad del sexo, para volver a dar alguna credibilidad al modelo sexual en declive. La pregunta es ésa; ¿hay un sexo bueno, hay sencillamente sexo en alguna parte, sexo como valor de uso ideal de cuerpo, como potencial de goce que pueda y deba ser «liberado»? Es la misma pregunta planteada a la economía política: más allá del valor de cambio como abstracción y falta de humanidad del capital, ¿hay una sustancia buena del valor, un valor de uso ideal de las mercancías y de la relación social, que pueda y deba ser «liberado»? 

Seducción/Producción

En realidad el porno sólo es el límite paradójico de lo sexual. Exacerbación realística, obsesión maníaca de lo real: eso es lo obsceno, etimológicamente y en todos los sentidos. Pero ¿lo sexual no forma ya materialización forzosa, el advenimiento de la sexualidad no forma ya parte de la realística occidental, de la obsesión propia a nuestra cultura de crear instancias y de instrumentalizar todo? 

Igual que es absurdo disociar en las demás culturas lo religioso, lo económico, lo político, lo jurídico, incluso lo social y otras fantasmagorías categoriales porque no han tenido lugar y porque esos conceptos son otras tantas enfermedades venéreas de las que les infectamos para «comprenderlos» mejor, así es absurdo autonomizar lo sexual como instancia, como elemento irreductible, al cual los demás pueden ser incluso reducidos. Hay que hacer una crítica de la razón sexual o mejor una genealogía de la razón sexual como Níetzsche ha hecho una genealogía de la moral, pues es nuestra nueva moral. Se podría decir de la sexualidad como de la muerte: «Es un hábito al que no hace tanto tiempo hemos acostumbrado a la consciencia.» 

Permanecemos incomprensivos y vagamente compasivos ante esas culturas para las que el acto sexual no es una finalidad en sí, para las que la sexualidad no tiene esa seriedad mortal de una energía que hay que liberar, de una eyaculación forzada, de una producción a toda costa, de una contabilidad higiénica del cuerpo. Culturas que preservan largos procesos de seducción y de sensualidad, en los que la sexualidad es un servicio entre otros, un largo proceso de dones y contradones, no siendo el acto amoroso sino el término eventual de esta reciprocidad acompañada por un ritual ineludible. Para nosotros eso ya no tiene sentido, para nosotros lo sexual se ha convertido estrictamente en la actualización de un deseo en un placer — lo demás es literatura. Extraordinaria cristalización de la función orgásmica y en general de la función energética. 

Somos una cultura de la eyaculación precoz. Cualquier seducción, cualquier forma de seducción, que es un proceso enormemente realizado, se borra cada vez más tras el imperativo sexual naturalizado, tras la realización inmediata e imperativa de un deseo. Nuestro centro de gravedad se ha desplazado efectivamente hacia una economía libidinal que ya sólo deja sitio a una naturalización del deseo consagrado, bien a la pulsión, bien al funcionamiento maquínico, pero sobre todo a lo imaginario de la represión y de la liberación. 

Sin embargo, tampoco se dice: «Tienes un alma y hay que salvarla», sino: 

«Tienes un sexo, y debes encontrar su buen uso.» 

«Tienes un inconsciente, y "ello" tiene que hablar.» 

«Tienes un cuerpo y hay que gozar de él.» 

«Tienes una libido, y hay que gastarla», etc. 

Esta obligación de liquidez, de flujo, de circulación acelerada de lo psíquico, de lo sexual y de los cuerpos es la réplica exacta de la que rige el valor de cambio: es necesario que el capital circule, que no tenga un punto fijo, que la cadena de inversiones y reinversiones sea incesante, que el valor irradie sin tregua — esto es la forma de la realidad actual del valor, y la sexualidad, el modelo sexual es su modo de aparición en los cuerpos. 

El sexo como modelo toma la forma de una empresa individual /fundada en una energía natural: a cada uno su deseo y que gane el mejor (en goce). Es la misma forma del capital, y precisamente por eso/sexualidad, deseo y goce son valores subalternos. Cuando apa 

recen, no hace tanto tiempo, en el horizonte de la cultura occidental, como sistema de referencia, aparecen como valores venidos a menos, residuales, ideal de clases inferiores, burguesas y después pequeño burguesas, en relación a los valores aristocráticos de sangre y linaje, de desafío y seducción, o a los valores colectivos, religiosos y de sacrificio, 

Además el cuerpo, ese cuerpo al que nos referimos sin cesar, no tiene otra realidad que la del modelo sexual y productivo. El capital da a luz en el mismo movimiento el cuerpo energético de la fuerza de trabajo y el que soñamos hoy como santuario del deseo y del inconsciente, de la energía psíquica y de la pulsión, el cuerpo pulsional /atormentado por los procesos primarios — el cuerpo mismo convertido en proceso primario, y de ahí anticuerpo, último referencial revolucionario. Ambos se engendran simultáneamente en la represión, su antagonismo aparente no es sino un efecto de duplicación. Redescubrir en el secreto de los cuerpos una energía libidinal «desligada», que se opondría a la energía ligada de los cuerpos productivos, redescubrir una verdad fantasmática y pulsional del cuerpo en el deseo, es sólo desenterrar una vez más la metáfora psíquica del capital. 

Así es el deseo, así es el inconsciente: vertedero de la economía política, metáfora psíquica del capital. Y la jurisdicción sexual es el medio ideal, a través de la prolongación fantástica de la propiedad privada de asignar a cada uno la gestión de un capital; capital psíquico, capital libidinal, capital sexual, capital inconsciente, del cual cada uno va a tener que responder ante sí mismo, bajo el signo de su propia liberación. 

Fantástica reducción de la seducción. La sexualidad tal como la cambia la revolución del deseo, ese modo de producción y de circulación de los cuerpos, precisamente se ha convertido en lo que es, se ha podido tratar en términos de «relaciones sexuales», sólo olvidando toda forma de seducción — igual que lo social se puede tratar en términos de «relaciones» o de «relaciones sociales» sólo cuando ha perdido toda sustancia simbólica. 

Allí donde el sexo se erige como función, como instancia autónoma, es porque ha liquidado a la seducción. Aún hoy no se da, casi nunca, más que en lugar de la seducción ausente, o como residuo y puesta en escena de la seducción fracasada. Entonces es cuando la forma ausente de la seducción se alucina sexualmente — en forma de deseo. 

Es en esta liquidación del proceso de seducción donde toma fuerza la teoría moderna del deseo. 

En lugar de una forma seductiva, de ahora en adelante se ínstaura el proceso de una forma productiva, de una «economía» del sexo: retrospectiva de una pulsión, alucinación de un stock de energía sexual, de un inconsciente donde se inscriben la represión y los pavores del deseo: todo esto, y lo psíquico en general, provienen de la forma sexual autonomizada — como en otros tiempos la naturaleza y lo económico fueron el precipitado de la forma autonomizada de la producción. Naturaleza y deseo, ambos idealizados, se suceden en los esquemas progresivos de liberación, la de las fuerzas productivas antiguamente, hoy la del cuerpo y el sexo. 

Nacimiento de lo sexual, de la palabra sexual, igual que ha habido nacimiento de la clínica, de la mirada clínica —allí donde antes no había nada, excepto formas incontroladas, insensatas, inestables, o bien enormemente ritualizadas. Donde no había tampoco represión, ese leitmotiv que hacemos pesar sobre todas las sociedades anteriores más aún que sobre la nuestra: los condenamos como primitivos desde el punto de vista tecnológico, pero, en el fondo, también desde el punto de vista sexual y psíquico, puesto que no concebían ni lo sexual ni lo inconsciente. El psicoanálisis afortunadamente ha acudido a levantar esta hipoteca, ha dicho lo que estaba oculto, increíble racismo de la verdad, racismo evangélico de la Palabra y de su advenimiento. 

Hacemos como si lo sexual estuviera reprimido allí donde no aparece por sí mismo, es nuestra manera de salvarlo. Pero hablar de sexualidad reprimida, sublimada en las sociedades primitivas, feudales, etc., hablar simplemente de «sexualidad» y de inconsciente en ese caso es señal de una profunda necedad. Ni siquiera es seguro tampoco que esta llave sea la mejor para nuestra sociedad. Sobre esta base, la de un replanteamiento de la hipótesis misma de la sexualidad, la de un replanteamiento del sexo y del deseo como instancia específica, es posible unirse a Foucault cuando dice (pero no por las mismas razones) que no hay, que nunca ha habido represión tampoco en nuestra cultura. 

La sexualidad tal como nos la cuentan, tal como se habla de ella, sin duda es sólo, como la economía política, un montaje, un simulacro que siempre han atravesado, desbaratado, superado las prácticas, como cualquier otro sistema. La coherencia y la transparencia del homo sexualis no ha sido mayor que la del homo economicus. 

Un largo proceso funda simultáneamente lo psíquico y lo sexual, funda el «otro escenario», el del fantasma y el inconsciente, al mismo tiempo que la energía que va a producirse en él — energía psíquica que sólo es un efecto directo de la iluminación escénica de la represión, energía alucinada como sustancia sexual, y que va a metaforizar, a minimizarse según las diversas instancias tópicas, económicas, etc., según todas las modalidades de la represión secundaria, terciaria — admirable edificio del psicoanálisis, la más hermosa alucinación del más allá, diría Nietzsche. Extraordinaria eficacia de este modelo de simulación energética y escénica — extraordinario psicodrama teórico, esta puesta en escena de la psique, este argumento del sexo como una instancia, una realidad insuperable (igual que otros han dado un carácter hipostático a la producción). Además qué importa que la escenificación corra a cargo de lo económico, lo biológico o lo psíquico — qué importa el «escenario» o «el otro escenario»: lo que hay que poner en cuestión es todo el argumento de la sexualidad (y del psicoanálisis) como modelo de simulación. 

Es verdad que lo sexual, en nuestra cultura, ha triunfado sobre la seducción, y se le ha anexionado como forma subalterna. Nuestra visión instrumental lo ha invertido todo. Pues en el orden simbólico, la seducción es lo que está primero, y el sexo no se da más que por añadidura. Con el sexo ocurre como con la curación en la cura analítica, o el parto en el relato de Lévi-Strauss: sucede además, sin relación de causa a efecto — es todo el secreto de la «eficacia simbólica»: la operación del mundo resulta de una seducción mental - igual que el carnicero de Chuang-Tse y su inteligencia de la estructura intersticial del buey, que le permite describirla sin utilizar jamás el filo del cuchillo: suerte de resolución simbólica que acarrea por añadidura un fin práctico. 

La seducción opera también bajo esa forma de una articulación simbólica, de una afinidad dual con la estructura del otro — el sexo puede ser un resultado por añadidura, pero no necesariamente. Más bien sería un desafío a la misma existencia del orden sexual. Y sí nuestra «liberación» ha parecido invertir los términos y constituir un desafío victorioso al orden de la seducción, no es seguro que este triunfo no sea superficial. La cuestión de la superioridad profunda de las lógicas rituales de desafío y de seducción sobre las lógicas económicas del sexo y de la producción queda intacta. 

Pues todas las liberaciones y las revoluciones son frágiles, y la deducción es ineludible. Ésta las acecha — son seducidas, a pesar de ellas, por el inmenso proceso de fracaso que las desvía de su verdad — ésta las acecha incluso hasta en su triunfo. Así, hasta el discurso sexual está continuamente amenazado de decir otra cosa distinta a lo que dice. 

En una película americana: un tío liga con una tía, prudentemente, con modales. La tía contesta agresivamente: «What do you want? Do you want to jump me? Then, change your approach! Say: I want jump you! Y el tío, molesto: «Yes, I want to jump you.» «Then, fuck yourself!» Y más tarde, cuando la trae en coche: «I make coffee, and then you can jump me», etc. De hecho, ese discurso cínico, que pretende ser objetivo, funcional, anatómico y sin matices, es sólo un juego. Juego, desafío, provocación desfilan en filigrana. Su misma brutalidad es rica en inflexiones amorosas y de complicidad. Es una nueva forma de seducción. 

O también esta historia, sacada del Bal des Schizos, de Philip Dick: «Llévame a tu cuarto y jódeme.» 

«Hay algo Indefinible en tu vocabulario, que deja que desear.» Se puede entender como: Tu proposición es inaceptable, le falta la poesía del deseo, es demasiado directa. Pero en un sentido el texto dice lo contrario: que la proposición tiene algo de «indefinible» y que por ello abre la vía al deseo. La incitación sexual directa es demasiado directa precisamente para ser verdad, y a causa de esto remite a otra cosa. 

La primera versión deplora la obscenidad de este discurso. La segunda es más sutil: sabe descubrir el rodeo de la obscenidad, la obscenidad como ornamento seductor y, en consecuencia, como alusión «indefinible» al deseo, la obscenidad demasiado brutal para ser verdad, demasiado descortés para ser deshonesta — la obscenidad como desafío, y de nuevo como seducción. 

En el fondo, la pura demanda sexual, el enunciado puro del sexo son imposibles. No se libera uno de la seducción, y el discurso anti seducción es la última metamorfosis del discurso de seducción. El puro discurso de la demanda sexual no es sólo un absurdo en relación a la complejidad de las relaciones afectivas — sencillamente no existe. Ilusión, creer en la realidad del sexo y en la posibilidad de decirlo sin otra forma de proceso, ilusión de todo discurso que cree en la transparencia — es también la del discurso funcional, la del discurso científico, la de todo discurso de la verdad: afortunadamente está continuamente minado, devorado, destruido, o más bien rodeado, desviado, seducido. Subrepticiamente se vuelve contra sí mismo, subrepticiamente otro juego, otro asunto, surgen para disolverlo. Naturalmente lo porno, naturalmente el trato sexual no ejercen ninguna seducción. Son abyectos como la desnudez, abyectos como la verdad. Todo eso es la forma desencantada del cuerpo, como el sexo es la forma abolida y desencantada de la seducción, como el valor de uso es la forma desencantada de los objetos, como lo real en general es la forma abolida y desencantada del mundo. 

Pero tampoco la desnudez abolirá la seducción, pues instantáneamente vuelve a ser otra cosa, el ornamento histérico de otro juego, que la supera. Nunca hay grado cero, referencia objetiva, neutralidad, sino siempre y aún más cosas en juego. Hoy todos nuestros signos parecen concurrir, como el cuerpo en la desnudez, como el sentido en la verdad, a una objetividad definitiva, forma entrópica y metastable de lo neutro — ¿qué otra cosa es el cuerpo desnudo, ideal-típico, de las vacaciones, entregado al sol igualmente higiénico y neutralizado, con su parodia luciferina de bronceado — y sin embargo hay alguna vez una parada de los signos en un punto cero de lo real y lo neutro, no hay siempre reversión de lo neutro en una nueva espiral de cosas en juego, de seducción y de muerte? 

¿Qué seducción se ocultaba en el sexo? ¿Qué otra seducción, qué desafíos se ocultan en la abolición de los asuntos sexuales? (igual Diurna en otro plano: ¿qué fascinación, qué desafío se ocultan en las masas, en la abolición del asunto social?) 

Toda descripción de los sistemas desencantados, toda hipótesis incluso sobre el desencanto de los sistemas, sobre la irrupción de la simulación, de la disuasión, sobre la abolición de los procesos simbólicos y la muerte de los referenciales, es, quizá, falsa. Lo neutro nunca es neutro. Es atrapado por la fascinación. Pero, ¿es de nuevo objeto de seducción? 

Las lógicas seductoras y agónicas, las lógicas rituales son más fuertes que el sexo. Igual que el poder, el sexo nunca es la clave de la historia. Así, en el Imperio de los Sentidos, película cuyo contenido es de cabo a rabo el acto sexual, el goce, con su obstinación, es atrapado por una lógica de otro orden. Sexualmente hablando, la película es ininteligible, pues el goce por supuesto, lleva a todo salvo a la muerte. Ahora bien, la locura que se apodera de la pareja (es una locura sólo para nosotros, en realidad es una lógica rigurosa) la lleva a extremos en que el sentido ya no es el sentido, en que el ejercicio de los sentidos ya no tiene nada de sensual. Tampoco es místico o metafísico. Es la lógica del desafío, cuyo impulso nace de una competencia paroxística de la pareja. Más exactamente la peripecia esencial consiste en el tránsito de una lógica de placer, que es la del comienzo, en la que el hombre lleva la iniciativa, a una lógica del desafío y de la muerte, que corre a cargo de la mujer — que se hace dueña del juego, mientras al principio no era más que objeto del sexo. El vuelco del valor/sexo hacia una lógica seductora y agónica se efectúa a través de lo femenino. 

No hay perversión o pulsión mórbida, ni «afinidad» entre Eros y Tanatos o ambivalencia del deseo, ni cabe interpretación que provenga de nuestros confines psico-sexuales. No se trata de sexo ni de inconsciente. El acto sexual se entiende como un acto ritual, ceremonial o guerrero, en el que la muerte es el desenlace inevitable (como en las tragedias antiguas en el tema incestuoso), la forma emblemática de la consumación del desafío. 7 

Lo obsceno puede seducir, el sexo y el placer pueden seducir. Incluso las figuras más anti-seductoras pueden volverse figuras de seducción (se ha dicho del discurso feminista que recobraba, más allá de su inseducción total, una especie de seducción homosexual). Basta con que vayan más allá de su verdad, mediante una configuración reversible que es también la de la muerte. Igual ocurre con esta figura por excelencia de la anti seducción que es el poder. 

El poder seduce. Pero no en el sentido vulgar de un deseo de las masas, de un deseo cómplice (tautología que vuelve a fundar la seducción en el deseo de los otros) — no: seduce por esta reversibilidad que le atormenta, a través de la que se instituye un ciclo mínimo. No hay dominantes y dominados como no hay víctimas y verdugos («explotadores» y «explotados», desde luego, esto existe, netamente separados a uno y otro lado, porque no hay reversibilidad en la producción, y precisamente por eso no ocurre nada esencial a ese nivel). No hay posiciones separadas: el poder se realiza según una relación dual, en la que éste lanza un desafío a la sociedad, y está sometido al desafío de existir. Si no puede «intercambiarse» en función de ese ciclo mínimo de seducción de desafío y de astucia, sencillamente desaparece. 

En el fondo, el poder no existe: nunca existe la unilateralidad de una relación de fuerzas sobre la que se fundaría una «estructura» de poder, una «realidad» del poder y de su movimiento perpetuo. Esa es la ilusión del poder tal como se nos impone por la razón. Pero nada se pretende así, todo busca su propia muerte, incluso el poder. O mejor todo pretende intercambiarse, reversibilizarse, abolirse en un ciclo (por eso, efectivamente, no hay ni represión ni inconsciente, puesto que la reversibilidad está siempre ahí). Sólo eso me seduce profundamente. El poder sólo es seductor cuando vuelve a ser una especie de desafío para él mismo, de lo contrario sólo es un ejercicio y no satisface más que a una lógica hegemónica de la razón. 

La seducción es más fuerte que el poder, porque es un proceso reversible y mortal, mientras que el poder se pretende irreversible como el valor, acumulativo e inmortal como él. Comparte todas las ilusiones de lo real y de la producción, se pretende del orden de lo real y oscila entre lo imaginario y la superstición de sí mismo (con la ayuda de las teorías que lo analizan, aunque sea para ponerlo en cuestión). La seducción no es del orden de lo real. Nunca es del orden de la fuerza ni de la relación de fuerzas. Pero justamente por eso, envuelve todo el proceso real del poder, así como todo el orden real de la producción, con esta reversibilidad y desacumulación incesantes — sin las cuales no habría ni poder ni producción. 

Ese vacío que hay detrás del poder, en el centro mismo del poder en el centro de la producción, ese vacío es lo que hoy le da un último resplandor de realidad. Sin lo que les reversibiliza, les anula, les seduce, ni siquiera hubieran tomado nunca cuerpo de realidad. 

Además, lo real nunca ha interesado a nadie. Es el lugar del desencanto, el lugar de un simulacro de acumulación contra la muerte. No hay nada peor. Lo que a veces lo vuelve fascinante, vuelve la verdad fascinante, es la catástrofe imaginaria que hay detrás. ¿Creen que el poder, la economía, el sexo, todos esos cacharros reales se hubiesen sostenido ni un instante sin la fascinación que los soporta, y que les llega precisamente del espejo inverso donde se reflejan, de su reversión continua, del goce sensible e inminente de su catástrofe? 

Hoy, en especial lo real no es más que acumulación de materia muerta, de cuerpos muertos, de lenguaje muerto — sedimentación residual. Aún hoy la evaluación del stock de lo real nos tranquiliza (la cantinela ecológica habla de las energías materiales, pero oculta que lo que desaparece en el horizonte de la especie es la energía de lo real, la realidad de lo real y la posibilidad de una gestión cualquiera de lo real, capitalista o revolucionaria): si el horizonte de la producción tiende a 

desvanecerse, el de la palabra, el sexo, el deseo aún puede tomar el relevo. Liberar, gozar, dar la palabra a los demás, tomarla — es lo real, eso es la sustancia, es el stock en perspectiva. En consecuencia, poder. 

Desgraciadamente, no. Es decir: no por mucho tiempo. Eso se consume poco a poco. Se quiere hacer del sexo, como del poder, una instancia irreversible, del deseo una energía irreversible (un stock de energía, ¿es menester decirlo?, el deseo nunca está lejos del capital). No atribuimos sentido, según nuestro imaginario, sino a lo que es irreversible: acumulación, progreso, crecimiento, producción. El valor, la energía, el deseo son procesos irreversibles — es el sentido de su liberación. (Inyecta la menor dosis de reversibilidad en nuestros dispositivos económicos, políticos, institucionales, sexuales, y todo se derrumba inmediatamente.) Lo que hoy tranquiliza a la sexualidad es esta autoridad mítica sobre los cuerpos y los corazones. Pero también es lo que provoca su fragilidad, al igual que la de todo el edificio de producción. 

La seducción es más fuerte que la producción. Es más fuerte que la sexualidad, con la que no hay que confundirla nunca. No es un proceso interno a la sexualidad, a lo que se la rebaja generalmente. Es un proceso circular, reversible, de desafío, de sobrepuja y de muerte. Al contrario, lo sexual es su forma reducida, circunscrita en términos energéticos de deseo.. 

La imbricación del proceso de seducción en el proceso de producción y de poder, la irrupción de un mínimo de reversibilidad en todo proceso irreversible, que lo arruina y lo desmantela en secreto, asegurando siempre ese continuo mínimo de goce que lo atraviesa, sin el que no será nada, he aquí lo que hay que analizar. Sabiendo que siempre y en todo lugar la producción intenta exterminar la seducción para implantarse en la única economía de las relaciones de fuerzas — que en todas partes el sexo, la producción del sexo intenta exterminar la seducción para implantarse en la única economía de las relaciones de deseo. 

Por eso hay que dar la vuelta por completo, aun aceptando la hipótesis, a lo que describe Foucault en la Voluntad de saber. Pues Foucault no tiene ojos más que para la producción del sexo como discurso, está fascinado por el despliegue irreversible y la saturación intersticial de un campo de la palabra, que es al mismo tiempo la institución de un campo de poder, que culmina en el del saber que lo refleja (o que lo inventa). Pero, ¿de dónde saca el poder este carácter funcional sonámbulo, esta vocación irresistible de saturar el espacio? Si no existe ni carácter social ni sexualidad más que desbrozadas y representadas por el poder, quizá tampoco existe poder más que desbrozado y representado por el saber {la teoría) — en cuyo caso conviene considerar en estado de simulación todo el conjunto, e invertir este espejo demasiado perfecto, incluso si los «efectos de verdad» que produce son maravillosamente descifrables. 

Y además: esta ecuación del poder y del saber, esta coincidencia de sus dispositivos que parece regirnos en un campo completamente barrido por ella, esta conjunción que Foucault nos presenta completa y operativa, ¿acaso no es sino la de dos astros muertos, cuyos últimos reflejos se iluminan uno a otro porque han perdido su propio brillo? En su fase específica, original, el poder y el saber se han opuesto, a veces violentamente (como el sexo y el poder, por otra parte). Si hoy se confunden, ¿no es sobre la base de una atenuación progresiva de su principio de realidad, de sus rasgos distintivos, de su energía propia? Su conjunción entonces no indicaría un carácter positivo reforzado, sino una indistinción gemela, al término de la cual sólo sus fantasmas llegaron a mezclarse y a atormentarnos, 

Tras este éxtasis aparente del poder y del saber, que parece cernirse y brotar por todas partes, en el fondo sólo habría metástasis del poder, proliferaciones cancerosas de una estructura en lo sucesivo enloquecida y desorganizada, y si hoy el poder se generaliza y puede ser detectado a todos los niveles (el poder «molecular»), si se convierte en un cáncer en el sentido de que sus células proliferan en todas direcciones sin obedecer ya al viejo «código genético» de lo político, es porque está él mismo alcanzado por el cáncer y en plena 

descomposición. O también porque está aquejado de hiperrealidad y es en plena crisis de simulación (de proliferación cancerosa de los meros signos del poder) donde alcanza esta difusión generalizada y está saturación. Su operatividad sonámbula. 

Hay que apostar siempre por la simulación, coger el reverso de los signos, que, claro está, tomados al derecho y con buena fe, siempre nos conducen a la realidad y a la evidencia del poder. Al igual que nos conducen a la realidad y a la evidencia del sexo y de la producción. Este positivismo es el que hay que coger al revés, y a esta reversión del poder mediante la simulación es a la que hay que consagrarse. El poder nunca hará esta hipótesis, y hay que reprochar al texto de Foucault no hacerla tampoco, en lo que coincide con el engaño del poder. 

Hay que plantear al conjunto, obsesionado por el lleno del poder y el lleno de sexo, la cuestión del vacío — obsesionado por el poder como expansión e inversión continua, plantearle la pregunta de la reversión de esos espacios: reversión del espacio del poder, reversión del espacio y de la palabra sexual — fascinado como está por la producción, plantearle la pregunta de la seducción. 

Los Abismos Superficiales 

El Horizonte Sagrado De Las Apariencias 

La seducción es lo que sustrae al discurso su sentido y lo aparta de su verdad. Sería lo inverso de la distinción psicoanalítica entre el discurso manifiesto y el discurso latente. Pues el discurso latente desvía el discurso manifiesto no de su verdad, sino hacia su verdad. Le hace decir lo que no quería decir, le hace traslucir las determinaciones, y las indeterminaciones profundas. La profundidad siempre bizquea detrás del corte, el sentido siempre bizquea detrás de la barrera. El discurso manifiesto tiene estatuto de apariencia trabajada, atravesada por la emergencia de un sentido. La interpretación es lo que al romper las apariencias y el juego del discurso manifiesto, liberará el sentido enlazando con el discurso latente. 

A la inversa, en la seducción es de alguna manera lo manifiesto, el discurso en lo que tiene de más «superficial», lo que se vuelve contra el imperativo profundo (consciente o inconsciente) para anularlo y sustituirlo por el encanto y la trampa de las apariencias. Apariencias en absoluto frívolas, sino lugar de un juego y de un estar en juego, de una pasión de desviar — seducir los mismos signos es más importante que la emergencia de cualquier verdad — que la interpretación desdeña y destruye con su búsqueda de un sentido oculto. Por ello ésta es la que por excelencia se opone a la seducción, por ello todo discurso interpretativo es lo menos seductor que hay. No solo sus estragos son incalculables en el dominio de las potencias, sino que bien podría ser que hubiera un profundo error a esta búsqueda privilegiada de un sentido oculto, Pues no es en otro lado, en un interwelt o un inconsciente donde hay que buscar lo que desvía un discurso — lo que verdaderamente le desplaza, le seduce» en sentido propio, y lo hace seductor, es su misma apariencia, la circulación aleatoria o sin sentido, o ritual y minuciosa, de sus signos superficiales, sus inflexiones, sus matices, todo eso es lo que elimina la dosis de sentido, y eso es lo seductor, mientras que el sentido de un discurso nunca ha seducido a nadie. Todo discurso de sentido quiere acabar con las apariencias, ésa es su artimaña y su impostura. Y al mismo tiempo un intento imposible: inexorablemente el discurso se entrega a su propia apariencia y, en consecuencia a los desafíos de seducción, y a su propio fracaso en tanto que discurso. Quizá también todo discurso está tentado en secreto por este fracaso y por esta evaporación de sus objetivos, de sus efectos de verdad por medio de efectos superficiales que actúan como espejo de absorción, de pérdida del sentido. Eso es lo primero que ocurre cuando un discurso se seduce a sí mismo, forma original a través de la cual se absorbe y se vacía de su sentido para fascinar aún más a los demás: seducción primitiva del lenguaje. 

Todo discurso es cómplice de este hechizo, de esa derivación seductora, y sí él no lo hace, otros lo harán en su lugar. Todas las apariencias se conjuran para luchar contra el sentido, para extirpar el sentido intencional o no y tras tocarlo en un juego, en otra regla del juego, arbitraria, en otro ritual inasequible, más aventurado, más seductor que la línea directriz del sentido. Aquello contra lo que el discurso tiene que luchar no es tanto el secreto de un inconsciente como el abismo superficial de su propia apariencia y si tiene que triunfar sobre algo, no es sobre los fantasmas y las alucinaciones grávidas de sentido y contrasentidos, sino sobre la superficie brillante del no sentido y de todos los juegos que permite. No hace mucho que han conseguido eliminar el problema de seducción, que tiene como espacio el horizonte sagrado de las apariencias para sustituirlo por un problema «en profundidad», el problema inconsciente, el problema de la interpretación. Pero nada nos asegura que esta sustitución no sea frágil y efímera, que este reino abierto por el psicoanálisis de una obsesión del discurso latente, que equivale a generalizaré a todos los niveles el terrorismo y la violencia de la interpretación, nadie sabe si ese dispositivo por el que se ha eliminado o intentado eliminar cualquier seducción no es a su vez un modelo de simulación bastante frágil, que se las da de estructura insuperable sólo para ocultar mejor todos los efectos paralelos, precisamente los efectos de seducción que empiezan a causarle estragos. Pues lo peor para el psicoanálisis es esto: el inconsciente seduce, seduce por sus sueños seduce por su concepto, seduce desde el momento en que «ello habla» y en que ello tiene ganas de hablar, en todo momento está en pie una estructura doble, una estructura paralela de connivencia de signos del inconsciente y de su intercambio, que devora a la otra, la del «trabajo» del inconsciente, ésa, pura y dura, de la transferencia y de la contra transferencia. Todo el edificio psicoanalítico muere al ser seducido y con él todos los demás. Seamos analistas por un momento y digamos que la revancha de una represión original, la represión de la seducción es la causa de la emergencia del psicoanálisis como «ciencia», en el trabajo del mismo Freud. 

La obra de Freud se extiende entre dos extremos que ponen radicalmente en cuestión el edificio intermedio: entre la seducción y la pulsión de muerte. De esta última concebida como reversión del aparato anterior (tópico, económico) del psicoanálisis, ya hemos ha 

El intercambio simbólico y la muerte. De la primera, que converge con la otra por cierta afinidad secreta, más allá de muchas peripecias, hay que decir que es como el objeto perdido del psicoanálisis. 


Clásicamente se considera que el abandono por Freud de la teoría de la seducción ( 7) constituye un paso decisivo en el advenimiento de la teoría psicoanalítica y en la preponderancia concedida a las nociones de fantasma inconsciente, de realidad psíquica, de sexualidad infantil espontánea, etc. 

(Vocabulaire de la psychanalyse, Laplanche et Pontalis.) 


La seducción como forma original se remite al estado de «fantasma originario» y es tratada, según una lógica que ya no es la suya, como residuo, vestigio, formación/pantalla en la lógica y la estructura de ahora en adelante triunfal de la realidad psíquica y sexual. Lejos de considerar esta disminución de la seducción como una fase normal de crecimiento, hay que pensar que es un acontecimiento crucial y cargado de consecuencias. Como es sabido, la seducción desaparecerá a partir del discurso psicoanalítico y no volverá a aparecer sino para ser de nuevo enterrada y olvidada, según una reconducción lógica del acto fundador de denegación del maestro. No es sencillamente apartada como elemento secundario en relación con otros más decisivos como la sexualidad infantil, la represión, el Edipo, etc., es negada como forma peligrosa, cuya eventualidad puede ser mortal para el desarrollo y la coherencia del edificio ulterior. 7 

Exactamente la misma coyuntura en Freud que en Saussure. Éste también había empezado por describir en los Anagramas una forma de lenguaje, o de exterminio del lenguaje, una forma, minuciosa y ritual, de des-construcción del sentido y del valor. Después había anulado todo eso para pasar a la edificación de la lingüística. ¿Viraje debido al fracaso manifiesto de su intento de demostración o renuncia a la posición del desafío anagramático para pasar al intento constructivo, duradero y científico del modo de producción del sentido, con exclusión de su posible eliminación? Qué importa, de todas maneras, la lingüística ha nacido de esta reconversión inapelable, constituirá el axioma y la regla fundamental para todos los que continuarán la obra de Saussure. No se vuelve sobre lo que se ha matado, y el olvido del asesinato original forma parte del desarrollo lógico y triunfal de una ciencia. Toda la energía del duelo y del objeto muerto pasará a la resurrección simulada de las operaciones del vivo. Aún hay que decir que Saussure, tuvo al menos la intuición al final, del fracaso de esta empresa lingüística, dejando flotar una incertidumbre y dejando entrever un debilitamiento, un engaño posible en esta mecánica de sustitución tan bonita. Pero semejantes escrúpulos, en los que traslucía una especie de amortajamiento violento y prematuro de los Anagramas, fueron perfectamente ajenos a los herederos, que se contentaron con administrar una disciplina, y a los que no se les pasó por la cabeza nunca más la idea de un abismo del lenguaje, de un abismo de seducción del lenguaje, de una operación radicalmente diferente de absorción, y no de producción de sentido. El sarcófago de la lingüística estaba bien sellado y cubierto por el sudario del significante. 

Así, el sudario del psicoanálisis ha recaído sobre la seducción, sudario del sentido oculto, y de un aumento oculto de sentido, a expensas del abismo superficial de las apariencias, de la superficie de absorción, superficie pavorosa instantánea de intercambio y de rivalidades entre signos que constituye la seducción (de la que la histeria es sólo una manifestación «sintomática», contaminada por la estructura latente del síntoma, y pre-psicoanalítica, y degradada, por lo que ha podido servir de «matriz de conversión» para el mismo psicoanálisis), Freud también ha abolido la seducción para instalar una mecánica de interpretación eminentemente operativa, una mecánica eje represión eminentemente sexual, que presenta todas las características de la objetividad v de la coherencia f si se hace abstracción de todas las convulsiones internas del psicoanálisis, ya sean personales o teóricas, en las cuales se desbarata una coherencia tan bonita, en las cuales resurgen como muertos vivientes todos los desafíos y todas las seducciones enterradas bajo e! rigor del discurso — pero en el fondo, dirán las almas benditas, ¿eso significa que el psicoanálisis está vivo? Freud al menos había roto con la seducción y había tomado el partido de la interpretación (hasta la última metapsicología que, ciertamente, se aparta de él), pero toda la represión de esta admirable posición ha resurgido en los conflictos y las peripecias de la historia del psicoanálisis, se vuelve a poner en juego en el desarrollo de cualquier cura (¡nunca se ha acabado con la histeria!), y no entra la menor alegría al ver la seducción estrellarse contra el psicoanálisis con Lacan, en la forma alucinada de un juego de significantes por ¿ cual el psicoanálisis, en su forma y su exigencia rigurosa, en la forma en, que lo ha querido Freud, se muere con tanta certeza, con mucha más certeza que en su trivialización institucional. 

La seducción lacaniana efectivamente es una impostura, pero corrige a su modo, repara y expía la impostura original del mismo Freud, a de la exclusión de la forma/seducción en provecho de una ciencia que ni siquiera lo es. El discurso de Lacan, que generaliza una práctica seductora del psicoanálisis, venga en cierto modo a esta seducción excluida, pero de una manera a su vez contaminada por el psicoanálisis, es decir, siempre bajo los auspicios de la Ley (de lo simbólico) — seducción capciosa que siempre se ejerce bajo los auspicios de la ley y de la efigie del Maestro regente por el Verbo sobre las masas histéricas ineptas para el goce... 

A pesar de todo, con Lacan se trata de una muerte del psicoanálisis, de una muerte bajo el peso del resurgimiento triunfal pero póstumo de lo que fue negado al principio. ¿No es eso la consumación de un destino? El psicoanálisis al menos habrá tenido la suerte de acabar con un Gran Impostor tras haber empezado por una Gran Negación. 

Debería asustarnos y reconfortarnos que el más hermoso edificio el sentido y de interpretación que se ha erigido nunca se derrumbe bajo el peso y el juego de sus propios signos convertidos, de términos llenos de sentido, en artificios de una seducción sin freno, términos sin freno de un intercambio cómplice y vacío de sentido (incluso en la cura). Es la señal de que al menos la verdad no será escatimada (por eso los únicos que reinan son los impostores). Y lo que pudiera aparecer como el fracaso del psicoanálisis es sólo la tentación, como para cada gran sistema de sentido, de abismarse en su propia imagen hasta perder el sentido, lo que constituye el desquite de la seducción primitiva y la revancha de las apariencias. Entonces, en el fondo, ¿dónde está la impostura? Por haber rechazado desde el principio la forma de la seducción, el psicoanálisis quizá era sólo una ilusión, ilusión de verdad, ilusión de interpretación, que viene a desmentir y compensar la ilusión lacaniana de la seducción. Un ciclo se completa, sobre el que quizá se abre la posibilidad de otras formas interrogativas y seductoras. 

Ocurrió lo mismo con Dios y con la Revolución. La ilusión de los iconoclastas consistió en apartar todas las apariencias para hacer resplandecer la verdad de Dios. Porque no había verdad de Dios, y quizá secretamente lo sabían, su fracaso provenía de la misma situación similar a la de los adoradores de imágenes: sólo se puede vivir de la idea de una verdad alterada. Es la única manera de vivir de la verdad. Lo otro es insoportable (precisamente porque la verdad no existe). No hay que querer apartar las apariencias (la seducción de las imágenes). Es necesario que este intento fracase para que la ausencia de verdad no salga a la luz. O la ausencia de Dios. O la ausencia de Revolución. 

La Revolución sólo está viva en la idea de que todo se le opone, y especialmente su doble simiesco, paródico: el estalinismo. El estalinismo es inmortal porque siempre estará ahí para ocultar que la Revolución, la verdad de la Revolución no existe y, en consecuencia, devuelve la esperanza en ella. «El pueblo, dice Rivarol, no quería la Revolución, no quería más que el espectáculo» — porque es la única forma de preservar la seducción de la Revolución, en lugar de abolirla en su verdad. 

«No creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le quita el velo» (Nietzsche). 

El Trompe-L'oeil O La Simulación Encantada 

Simulación desencantada: el porno — más verdadero que lo verdadero — tal es el colmo del simulacro. 

Simulación encantada: el trompe-oeil — más falso que lo falso — tal es el secreto de la apariencia. 

No hay fábula, no hay relato, no hay composición. No hay escenario, no hay teatro, no hay acción. El trompe-l’oeil olvida todo eso y lo rodea con la figuración menor de objetos cualesquiera. Éstos figuran en las grandes composiciones del momento, pero aquí figuran solos, han eliminado el discurso de la pintura — a la vez ya no «figuran», ya no son objetos, y ya no son cualquiera. Son signos blancos, signos vacíos, que significan la antisolemnidad, la anti-presunción social, religiosa o artística. Desechos de la vida social, se vuelven contra ella y parodian su teatralidad: por ello están esparcidos, yuxtapuestos al azar de su presencia. Incluso esto tiene un sentido: esos objetos no lo son. No describen una realidad familiar, como lo hace la naturaleza muerta, describen un vacío, una ausencia, la de toda jerarquía figurativa que ordena los elementos de un cuadro, como lo hace ésta en el orden político. 

No son banales comparsas alejadas del escenario central, son espectros que aparecen en el vacío del escenario. Su seducción no es, pues, ésa, estética, de la pintura y del parecido, sino aquélla, aguda y metafísica, de la abolición de lo real/ Objetos encantados, objetos metafísicos, se oponen, con su re versión-irreal a todo el espacio representativo del Renacimiento. 

Su insignificancia es ofensiva. Sólo objetos sin referencia, sacados de su marco — esos viejos periódicos, esos viejos libros, esos viejos clavos, esas viejas láminas, esos desperdicios de alimentación — sólo objetos aislados, venidos a menos, fantasmáticos por su ex inscripción de cualquier relato, podían dibujar una obsesión de la realidad perdida, algo así como una vida anterior al sujeto y a su toma de conciencia. «La imagen transparente, alusiva, que espera el aficionado al arte, el trompe-i'oeil tiende a sustituirla por la opacidad inflexible de una Presencia» (Fierre Charpentrat). Simulacros sin perspectiva, las figuras del trompe-i'oeil aparecen de repente, con una exactitud sideral, como desprovistas del aura del sentido y bañándose en un éter vacío. Apariencias puras, tienen la ironía del exceso de realidad, 

En el trompe-i'oeil no hay naturaleza, no hay paisaje, no hay cielo, no hay línea de fuga ni luz natural. Tampoco hay rostro, no hay psicología ni historicidad. Aquí todo es artefacto, el fondo vertical erige en signos puros objetos aislados de su contexto referencial. 

Translucidez, suspense, fragilidad, abandono — de ahí la insistencia del papel, de la carta (carcomida por los bordes), del espejo y del reloj, signos difuminados e inactuales de una trascendencia diluida en lo cotidiano — espejo de láminas usadas en las que los nudos y las líneas concéntricas de la albura marcan el tiempo, como un reloj sin aguja que deja adivinar la hora; son cosas que ya han durado, es un tiempo que ya ha tenido lugar. El único relieve es el de la anacronía, figura involutiva del tiempo y del espacio. 

Aquí no hay frutas, carnes o flores, no hay cestas, ni ramos, ni todas esas cosas que hacen las delicias de la naturaleza (muerta). Ésta es carnal, se coloca carnalmente sobre un plano horizontal, el del suelo o el de la mesa — a veces juega con el desequilibrio, con el borde despedazado de las cosas y la fragilidad de su uso, pero siempre tiene la gravedad de las cosas reales, subrayada por la horizontalidad, mientras que el trompe-l’oeil juega con la ingravidez, marcada por el fondo vertical. En él todo está suspendido, tanto los objetos como el tiempo, e incluso la luz y la perspectiva, pues mientras la naturaleza muerta maneja volúmenes y sombras clásicos, las sombras que dan la impresión del trompe-i'oeil no tienen la profundidad propia de una fuente luminosa real: son, como el caer en desuso de los objetos, el signo de un ligero vértigo que es el de una vida anterior, el de una apariencia anterior a la realidad. 

Esta misteriosa luz sin origen, cuya incidencia oblicua no tiene nada de real, es como un agua sin profundidad, un agua estancada, dulce al tacto como una muerte natural. Aquí, las cosas han perdido desde hace tiempo su sombra (su sustancia). Las alumbra una cosa distinta al sol, un astro más irradiante, sin atmósfera, un éter sin refracción — ¿quizá les ilumina la muerte directamente, y su sombra sólo tiene ese sentido? Esta sombra no gira con el sol, no crece con la noche, no se mueve, es una franja inexorable. No proviene del claroscuro ni de una dialéctica erudita de la sombra y de la luz, que aún forma parte del juego de la pintura — cuando ésta no es más que la transparencia de los objetos para un sol negro. 

Sentimos que esos objetos se acercan al agujero negro de donde nos llega la realidad, el mundo real, el tiempo ordinario. Este efecto de descentrarse hacia delante, esta avanzada de un espejo de objetos al encuentro de un sujeto, es, bajo la especie de objetos anodinos, la aparición del doble que crea este efecto de seducción, de ese sobrecogedor característico del trompe-l'oeil: vértigo táctil que describe el deseo loco del sujeto de abrazar su propia imagen, y con ello desvanecerse. Pues la realidad no es sobrecogedora más que cuando nuestra identidad desaparece en ella, o cuando resurge como nuestra propia muerte alucinada. 

Veleidad física de atrapar las cosas, pero veleidad suspendida y por ello convertida en metafísica — los objetos del trompe-l'oeil conservan la misma imposición fantástica del descubrimiento por el niño de su imagen, algo de alucinación inmediata anterior al orden perceptivo. 

Si hay, pues, un milagro del trompe-l'oeil, nunca reside en la ejecución realista — las uvas de Zeuxis, tan verdaderas que los pájaros van a picotear las. Absurdo. Nunca puede haber milagro en el exceso de realidad, sino justo al revés en la extinción repentina de la realidad y en el vértigo de precipitarse en ella. Esta desaparición del escenario de lo real es la que traduce la familiaridad surreal de los objetos. Cuando la organización jerárquica del espacio en beneficio del ojo y de la visión, cuando esta simulación perspectiva — pues no es más que un simulacro — se desbarata, surge otra cosa que, a falta de algo mejor, expresamos bajo las formas del tacto, como una hiperpresencia 

táctil de las cosas, «como si se las pudiera coger». Pero ese fantasma táctil no tiene nada que ver con nuestro sentido del tacto: es una metáfora del «recogimiento» propio de la abolición del escenario y del espacio representativo. Al mismo tiempo, este sobrecogimiento repercute sobre el mundo circundante llamado «real», revelándose que la «realidad» sólo es un mundo representado, objetivado según las reglas de la profundidad, que es un principio bajo cuya observancia se ordenan la pintura, la escultura y la arquitectura del momento, pero sólo un principio, y un simulacro con el que acaba la hiperestimulación experimental del trompe-l’oeil. 

En el trompe-l'oeil no se trata de confundirse con lo real, se trata de producir un simulacro con plena consciencia del juego y del artificio — remedando la tercera dimensión, sembrar la duda sobre la realidad de esta tercera dimensión — remedando y sobrepasando el efecto de real, sembrar una duda radical sobre el principio de realidad, pérdida de lo real a través del mismo exceso de apariencias de lo real. Los objetos se parecen demasiado a lo que son, este parecido es como un estado secundario y su verdadero realce, a través de este parecido alegórico, a través de la luz diagonal es el de la ironía del exceso de realidad. 

La profundidad está invertida; a diferencia del espacio del Renacimiento ordenado según una línea de fuga en profundidad, en el trompe-l'oeil el efecto de perspectiva se proyecta de alguna manera hacia delante. En lugar de huir los objetos panoramicamente ante el ojo que los explora (privilegio de un ojo panóptico), son ellos los que «engañan» al ojo por medio de una suerte de relieve interior — no porque dejen creer en un mundo real que no existe, sino porque deshace la posición privilegiada de una mirada. El ojo, en lugar de ser generador de un espacio abierto, es sólo el punto de fuga interior de la convergencia de los objetos. Un universo distinto se abre en la superficie — no hay horizonte, no hay horizontalidad, es un espejo opaco alzado ante el ojo, y no hay nada detrás. Esto es propiamente la esfera de la apariencia — no hay nada que ver, son las cosas las que le ven, no huyen ante usted, se colocan delante de usted, con esta luz que 

les llega de otro lado, y esta sombra que surte un efecto y, sin embargo, no le proporciona nunca una verdadera tercera dimensión. Pues ésta, la de la perspectiva, es siempre también la de la mala conciencia del signo hacia la realidad, y por ésta mala conciencia está podrida toda la pintura desde el Renacimiento. 

De ahí viene, distinta del goce estético, la inquietante extrañeza del trompe-l'oeil, de la luz que proyecta sobre esta realidad reciente y occidental que se desprende triunfalmente del Renacimiento: es su simulacro irónico. Es lo que fue el surrealismo para la revolución funcionalista de principios del siglo xx — pues el surrealismo tampoco es otra cosa que el delirio irónico del principio de funcionalidad. Como tampoco el trompe-l'oeil forma parte exactamente del arte ni de la historia del arte: su dimensión es metafísica. Las figuras de estilo no son asunto suyo. El punto de mira es el efecto mismo de realidad o de funcionalidad y, en consecuencia, también el efecto de consciencia. Apuntan al envés y al revés, deshacen la evidencia del mundo. Por ello su goce, su seducción es radical, incluso si es ínfima pues proviene de una sorpresa radical de las apariencias, de una vida anterior al modo de producción del mundo real. 

En este punto, el trompe-l'oeil ya no es pintura. Como el estuco, del que es contemporáneo, puede hacerlo todo, remediarlo todo, para odiarlo todo. Llega a ser el prototipo de una utilización maléfica de las apariencias. Un juego que en el siglo XVI adquiere dimensiones fantásticas y acaba por borrar los límites entre pintura, escultura, arquitectura. En las pinturas murales y de techo del Renacimiento del Barroco, la pintura y la escultura se confunden. En los mués o las calles en trompe-l'oeil de Los Ángeles, la arquitectura decepcionada y deshecha por la artimaña. Seducción del espacio por los signos del espacio. Se ha hablado tanto de su producción, ¿no sería hora de hablar de la seducción del espacio? 

Del espacio político también. Así los studiolos del duque de Urbino, Federico da Montefeltre, en el palacio ducal de Urbino y de Gubbio: santuarios minúsculos enteramente hechos en trompe-l’oeil en el corazón del inmenso espacio del palacio. Es el triunfo de la perspectiva arquitectónica erudita, de un espacio desplegado según las reglas. El estudio es un microcosmos inverso: separado del resto del edificio, sin ventanas, sin espacio propiamente dicho — en él el espacio es realizado mediante simulación. Si todo el palacio constituye el acto arquitectónico por excelencia, el discurso manifiesto del arte (y del poder), ¿qué es de la ínfima célula del estudio, que linda con la capilla como otro lugar sagrado, pero con un aroma de sortilegio? Lo que se trama aquí con el espacio y, en consecuencia, con todo el sistema de representaciones que ordena el palacio y la república, no está muy claro. 

Este espacio privatissime, es el atributo del príncipe, como el incesto y la transgresión fueron el monopolio de los reyes. En efecto, aquí se opera todo un vuelco de las reglas del juego que permitiría suponer irónicamente, según la alegoría del trompe-l'oeil, que el espacio exterior, el del palacio, y más lejos el de la ciudad, que incluso el espacio del poder, el espacio político, quizá no sea más que un efecto de perspectiva. Un secreto tan peligroso, una hipótesis tan radical, el príncipe debe guardarla para él, en su posesión, en el más estricto secreto: pues es precisamente el secreto de su poder. 

De alguna manera, desde Maquiavelo los políticos quizá lo han sabido siempre: es el dominio de un espacio simulado lo que está en el origen del poder, lo político no es una función o un espacio real, sino un modelo de simulación, cuyos actos manifiestos sólo son el efecto proporcionado. Este punto ciego del palacio, ese lugar sustraído de la arquitectura y de la vida pública, que de una cierta manera rige al conjunto, no según una determinación directa, sino por una suerte de reversión interna, de revolución de la regla efectuada en secreto como en los rituales primitivos, de agujero en la realidad de transfiguración irónica — simulacro exacto escondido en el corazón de la realidad, y del cual ésta depende en toda su operación: es el secreto mismo de la apariencia. 

Así el Papa, o el Gran Inquisidor, o los grandes Jesuitas o teólogos sabían que Dios no existía — ahí residía su secreto y su fuerza. Así el studiolo en trompe-l'oeil de Montefeltro es el secreto inverso de la en el fondo inexistencia de la realidad, secreto de la reversibilidad siempre posible del espacio «real» en profundidad, incluido el espacio político — secreto que guía lo político y que se ha perdido desde entonces, con la ilusión de la «realidad» de las masas. 

I’ii Be Your Mirror 

Trompe-l'oeil, espejo o pintura, lo que nos embruja es el encanto de esta dimensión menos. Lo que crea el espacio de la seducción y se convierte en causa de vértigo. Pues si las cosas tienen por vocación divina encontrar un sentido, una estructura donde fundar su sentido, sin duda también tienen por nostalgia diabólica perderse en las apariencias, en la seducción de su imagen, es decir, reunir lo que debe estar separado en un solo efecto de muerte y de seducción, Narciso. 

La seducción es aquello que no tiene representación posible, porque la distancia entre lo real y su doble, la distorsión entre el Mismo y el Otro está abolida. Inclinado sobre su manantial, Narciso apaga su sed: su imagen ya no es «otra», es su propia superficie quien lo absorbe, quien lo seduce, de tal modo que sólo puede acercarse sin pasar nunca más allá, pues ya no hay más allá como tampoco hay distancia reflexiva entre Narciso y su imagen. El espejo del agua no es una superficie de reflexión, sino una superficie de absorción. 

Es la razón de todas las grandes figuras de la seducción: por el canto, por la ausencia, por la mirada o por el maquillaje, por la belleza o por la monstruosidad, por el brillo, pero también por el fracaso y por la muerte, por la máscara o por la locura, que atormentan la mitología y el arte, la de Narciso se destaca con una fuerza singular. 

No es espejo-reflejo, en el que el sujeto sería cambiado — no es fase del espejo, donde el sujeto se funda en lo imaginario. Todo esto del orden psicológico de la alteridad y de la identidad, no es del lenguaje de la seducción. 

Toda teoría del reflejo es pobre, y singularmente la idea de que 7 la seducción se funda en la atracción de lo mismo, en una exaltación mimética de su propia imagen, o en el espejismo ideal del parecido. Así, Vincent Descombes, en L'inconscient malgré luí: 


Lo que seduce no es esa o aquella maña femenina, sino el. hecho de que se dirige a usted. 

Es seductor ser seducido, en consecuencia es el ser-seducido lo que es seductor. En otros términos, la persona seductora es aquélla donde el ser seducido se encuentra a sí mismo. La persona seducida encuentra en la otra lo que la seduce, el único objeto de su fascinación, a saber su propio ser lleno de encanto y seducción, la imagen amable de sí mismo... 


Siempre la autoseducción y sus peripecias psicológicas. En el mito narcisista no se trata de un espejo tendido a Narciso para que se re conozca idealmente vivo, se trata del espejo como ausencia de profundidad, como abismo superficial, que sólo es seductor y vertiginoso para los demás en la medida en que cada uno es el primero en precipitarse en él. 

Cualquier seducción en ese sentido es narcisista, y el secreto reside en esta absorción mortal. De ahí proviene que las mujeres, más cercanas a este otro espejo oculto donde sepultaron su cuerpo y su imagen, también estarían más cercanas a los efectos de seducción. Los hombres, en cambio, tienen profundidad, pero no tienen secreto: de ahí su poder y su fragilidad. 

Si la seducción no proviene del espejismo ideal del sujeto, tampoco proviene del espejismo ideal de la muerte. En la versión de Pausanias, 


Narciso tenía una hermana gemela a la que se parecía extremadamente. Los dos jóvenes eran muy hermosos. La joven murió. Narciso, que la quería mucho, sintió un gran dolor, y un día que se vio en un manantial, creyó al principio ver a su hermana, y esto consoló su pena. Aun cuando supo que no era su hermana la que veía, adquirió la costumbre de mirarse en los manantiales, para consolarse por su pérdida. 


Según H.-P. Jeudy que recoge esta versión, Narciso no se seduce, sólo adquiere su poder de seducción identificándose de forma mimética con la imagen perdida, restituida por su propio rostro, de su difunta hermana gemela. 

Pero la relación mimética con la imagen difunta, ¿es realmente necesaria para explorar el vértigo narcisista? Éste no necesita una refracción gemela — le basta con su propia argucia, que quizá es la de su propia muerte — y la muerte es quizá siempre incestuosa — esto no hace más que sumarse a su encanto. El «alma gemela» es su versión espiritualizada. Las grandes historias de seducción, las de Fedra, Iseo, son historias incestuosas, y siempre son fatales. ¿Qué hay que concluir, sino que es la muerte la que nos acecha a través del incesto y de su tentación inmemorial, incluso en la relación incestuosa que mantenemos con nuestra propia imagen? Ésta nos seduce porque nos consuela por la inminencia de la muerte del sacrilegio de nuestra existencia. Retroceder en nuestra imagen hasta la muerte nos consuela de la irreversibilidad de haber nacido y de tener que reproducirse. Por este trato sensual, incestuoso, con él, con nuestro doble, con nuestra muerte, ganamos nuestro poder de seducción. 

«I'LL be your Mirror.» «Yo seré tu espejo» no significa «Yo seré tu reflejo» sino «Yo seré tu ilusión». 

Seducir es morir como realidad y producirse como ilusión. Es caer en su propia trampa y moverse en un mundo encantado. Tal es la fuerza de la mujer seductora, que se enreda en su propio deseo, y se encanta a sí misma al ser una ilusión en la que los demás caerán a su vez. Narciso también se pierde en su imagen ilusoria: se desvía de su propia verdad con su ejemplo, se vuelve modelo de amor y aparta a los demás de la suya. 

La estrategia de la seducción es la de la ilusión. Acecha a todo lo que tiende a confundirse con su propia realidad. Ahí hay un recurso de una fabulosa potencia. Pues si la producción sólo sabe producir objetos, signos reales, y obtiene de ello algún poder, la seducción no produce más que ilusión y obtiene de ella todos los poderes, entre los que se encuentra el de remitir la producción y la realidad a su ilusión fundamental. 

Acecha incluso al inconsciente y al deseo, haciendo de éstos un espejo del inconsciente v del deseo. Pues éste no arrastra más que pulsión y goce, pero el hechizo empieza más allá — consiste en dejarse atrapar por su propio deseo. Ésa es la ilusión que afortunadamente nos salva de la «realidad» psíquica. Ésa es también la ilusión del psicoanálisis, el dejarse atrapar por su propio deseo del psicoanálisis: entra de este 

modo en estado de seducción, en estado de autoseducción, y refracta su fuerza para sus propios fines. 

Así, cualquier ciencia, cualquier realidad, cualquier producción, no hace sino retrasar el término de la seducción, que brilla como sinsentido, como forma sensual e inteligible del sinsentido, en el cielo de su propio deseo. 


Razón de ser de la ilusión. ¿No es la misma ilusión que la del halcón que vuelve al pedazo de cuero rojo en forma de pájaro la que, mediante la repetición, confiere una realidad absoluta al objeto que capta? Por encima de creencias e ilusiones, el engaño es en cierto modo el reconocimiento del poder sin límite de la seducción. Narciso, habiendo perdido a su hermana gemela, le dice adiós mediante la constitución del engaño atrayente de su propio rostro. Ni consciente ni inconsciente, el engaño se representa enteramente y se basta a sí mismo. 

(H.-P. Jeudy.) 


El engaño puede inscribirse en el cielo, no por ello tiene menos fuerza. Así, cada signo del Zodíaco comporta su forma de seducción. Pues todos buscamos la gracia de un destino insensato, cada uno tiene confianza en el encanto y la fuerza que provendrían de una coyuntura absolutamente irracional — esa es la fuerza de los signos del Zodíaco, y la del horóscopo. Nadie debería reírse, pues el que ha renunciado a seducir a los astros está mucho más triste todavía, La desgracia de muchos proviene, en efecto, de no estar en la zona del cielo, en la zona de signos que les convendría, es decir, en el fondo, de no ser seducidos por su nacimiento y la constelación de su nacimiento. Arrastrarán ese destino toda su vida, y hasta su muerte llegará a destiempo. No ser seducido por su signo es mucho más grave que no ser recompensado por sus méritos o gratificado en sus afectos, El descrédito simbólico siempre es mucho más grave que el déficit o la desgracia reales. 

De ahí la idea caritativa de fundar un Instituto de Semiurgia Zodiacal en el que, como con la cirugía estética para la apariencia del cuerpo, 

puedan reparar las injusticias del signo y sea, por fin, devuelto a los huérfanos del horóscopo el signo de su elección, a fin de reconciliarnos con ellos mismos. El éxito sería fulminante, al menos como el de los moteles-suicida donde las gentes irían a morir a su manera. 7 

La Muerte En Samarkanda 

Elipsis del signo, eclipse del sentido — engaño. Distracción mortal que un solo signo opera en un instante. 

Como la historia del soldado que se encuentra con la muerte en el desvío de un mercado, y cree verle hacer un gesto amenazador hacía él. Corre al palacio del rey a pedirle su mejor caballo para huir de la muerte durante la noche, lejos, muy lejos, hasta Samarkanda. Con motivo de ello el rey convoca a la muerte al palacio para reprocharle que espante de ese modo a uno de sus mejores servidores. Pero ésta le contesta asombrada: «No he querido causarle miedo. Era solamente un gesto de sorpresa, al ver aquí a ese soldado, cuando teníamos cita a partir de mañana en Samarkande.» 

Naturalmente: al intentar escapar a su destino es cuando se acude a él con más certeza. Naturalmente: cada uno busca su propia muerte, y los actos fallidos son los más logrados. Naturalmente, los signos siguen los caminos inconscientes. Sin duda, todo esto es la verdad de la cita en Samarkande, pero no da cuenta de la seducción de este relato, que no es precisamente un apólogo de verdad. 

Lo que causa estupor es que si esa cita ineludible no hubiera tenido lugar, nada permitiría pensar que el soldado se hubiera encontrado allí sin el azar de este encuentro, al que se añade el azar del gesto ingenuo de la muerte, que actúa, a pesar de ella, como gesto de la seducción. Si la muerte se contenta con llamar al orden al soldado, la historia no tendría encanto, mientras que aquí todo se decide con un solo signo involuntario. La muerte aparece sin estrategia, incluso sin artimaña inconsciente, y al mismo tiempo adquiere la profundidad inesperada de la seducción, es decir, de lo que ocurre al margen, del signo que camina como una exhortación mortal 7 a espaldas incluso de los participantes (a espaldas incluso de la muerte y no solamente del soldado), del signo aleatorio tras el que se opera otra conjunción 

maravillosa o nefasta. Conjunción que da a la trayectoria de este signo todas las características de la ocurrencia∗. 

Nadie tiene nada que reprocharle en esta historia — o bien el rey, que ha prestado su caballo, es también culpable. No: tras la libertad aparente de los sujetos (la muerte es libre de hacer un gesto, el soldado es libre de huir), cada uno ha seguido una regla que ni el uno ni el otro conocen. La regla de ese juego, que debe, como toda regla fundamental, quedar en secreto, es que la muerte no es un acontecimiento a secas y que debe, para consumarse, pasar por la seducción, es decir, por una complicidad instantánea e indescifrable, por un signo, uno solo quizá, que no habrá sido descifrado. 

La muerte no es un destino objetivo, sino una cita. Ella misma no puede dejar de ir puesto que es esa cita, es decir, la conjunción alusiva de signos y de reglas que se acoplan. La muerte misma es sólo un elemento inocente, y esto provoca la ironía secreta del relato, en lo que se distingue de un apólogo moral o de una vulgar historia de pulsión de muerte, y se resuelve en nosotros como una ocurrencia, en lo sublime del placer. El rasgo espiritual del relato refuerza el ingenio gestual de la muerte, y las dos secciones, la de la muerte, la de la historia, se confunden. 

El asombro de la muerte es lo encantador, el asombro de un arreglo tan frívolo, y que las cosas corran de esa manera al azar: «Ese soldado debería haber sabido al menos que tenía que estar mañana en Samarkanda, y tomarse su tiempo para estar allí..,» Sin embargo, la muerte sólo tiene un gesto de asombro, como si su existencia no dependiera tanto como la del soldado del hecho de que se encuentren en Samarkanda. Deja de hacer, y esta desenvoltura hacia ella misma es lo que crea su encanto — es por lo que el soldado se apresura a encontrarla. 

Ni inconsciente, ni metafísica, ni psicología en todo ello. Ni siquiera estrategia. La muerte no tiene un plan. Arregla el azar con el azar de un gesto, así es como trabaja y, sin embargo, todo se cumplirá. Nada podría haberse dejado de cumplir y, sin embargo, todo conserva la ligereza del azar, del gesto furtivo, del encuentro accidental, del signo ilegible. Así funciona la seducción... 


En el original, trait d'esprit (N. de la T.). 


Además, el soldado ha ido a la muerte por haber dado un sentido a un gesto que no lo tenía, y que no le concernía. Ha tomado para él algo que no estaba dirigido hacia él, como se toma para sí una 7 sonrisa que pasa ligeramente a la izquierda y se va hacia alguien distinto. Ése es el colmo de la seducción: no tenerla. El hombre seducido es atrapado a pesar de él en la red de signos que se pierden. 

Porque el signo es desviado de su sentido, porque es «seducido», ésta historia es seductora por sí misma. Cuando los signos son seducidos se vuelven seductores. 

Sólo nos absorben los signos vacíos, insensatos, absurdos, elípticos, sin referencias. 

Un niñito le pide al hada que le conceda lo que desea. El hada acepta con una sola condición, la de no pensar nunca en el color ajo de la cola del zorro. « ¡Si no es más que eso! », responde con desenvoltura. Y ahí va en camino para ser feliz. Pero, ¿qué ocurre? No consigue deshacerse de esta cola de zorro, que creía haber olvidado ya. La ve asomar por todos lados, en sus pensamientos y en sus sueños, con su color rojo. Imposible apartarla, a pesar de todos sus esfuerzos. Y huele aquí, obsesionado, en todo momento, por esta imagen absurda e insignificante, pero tenaz, y reforzada por la desilusión que tiene al no poder quitársela de encima. No sólo las promesas del hada se le escapan, sino que pierde el gusto de vivir. Quizá está de alguna manera muerto, sin haberse podido deshacer nunca de la cola de zorro. Historia absurda, pero de una verosimilitud absoluta, pues hace aparecer la fuerza del significante insignificante, la fuerza del significante insensato. 

El hada era maligna (no era un hada buena). Sabía que el espíritu es irresistiblemente hechizado por el lugar vacío dejado por el sentido. Aquí, el vacío es algo así como provocado por la insignificancia (por ello el niño desconfiaba tan poco) del color rojo de la cola del zorro. En otro lugar las palabras y los gestos serán vaciados de su sentido por 

la repetición y la escansión incansables: cansar al sentido, gastarlo, atenuarlo para liberar la seducción pura del significante nulo, del término vacío — esa es la fuerza de la magia ritual y del hechizo. Pero esto puede ser también la fascinación directa del vacío, como en el vértigo físico del abismo, o en el vértigo metafórico de una puerta que se abre en el vacío. «Esta puerta abre al vacío.» Si leéis eso en un cartel, ¿resistirás los deseos de abrirla? 

Lo que se abre al vacío, se tienen todas las razones para abrirlo. Lo que no quiere decir nada, se tienen todas las razones para no olvidarlo nunca. Lo que es arbitrario está dotado de una necesidad total. Predestinación del signo vacío, precesión del vacío, vértigo de la obligación desprovista de sentido, pasión de la necesidad. 

Es un poco el secreto de la magia (el hada era maga). La virtud de una palabra, su «eficacia simbólica» es la mayor cuando es proferida en el vacío, cuando no tiene contexto ni referencial y toma fuerza de self fulfilling prophecy (o de self-defeating prophecy). El color rojo de la cola del zorro es de ese orden. Irreal y sin consistencia, se impone porque no es nada. Si el hada le hubiera prohibido algo grave o significativo, el niño se las hubiera arreglado muy bien, no hubiera sido seducido a pesar de él — pues no es la prohibición, es el sinsentido de la prohibición lo que le seduce. Así, las profecías inverosímiles se realizan completamente solas, contra toda lógica, bas 

trata con que no pasen por el sentido. Si no, no serían profecías. Éste es el sortilegio de la palabra mágica, ése es el embrujo de la seducción. Por eso ni la magia ni la seducción son del orden del creer o del hacer creer, pues utilizan signos sin credibilidad, gestuales sin referencia, cuya lógica no es la de la mediación, sino la de la inmediatez de todo signo, cualquiera que sea. 

No hacen falta pruebas: cada uno sabe que el encanto reside en esta reverberación inmediata de los signos — no hay tiempo ínter-medio, tiempo legal del signo y de su desciframiento. Ni creer, ni hacer, ni querer, n¡ saber: las modalidades del discurso le son ajenas, así como la lógica distinta del enunciado y de la enunciación. El encanto 

siempre es del orden del anuncio y de la profecía, de un discurso cuya eficacia simbólica no pasa ni por el desciframiento ni por la creencia. La atracción inmediata del canto, de la voz, del perfume. La de la pantera perfumada (Étienne: «Dionysos mis á mort»). Según los antiguos, la pantera es el único animal que emana un olor perfumado. Utiliza este perfume para capturar a sus víctimas. Le basta esconderse (pues su visión les aterroriza), y su perfume les embruja — trampa invisible en la que caen. Pero este poder de seducción puede volverse contra ella: se la caza atrayéndola con perfumes y aromas. Pero ¿qué es eso de decir que la pantera seduce con su perfume? ¿Qué seduce en el perfume? (y además, ¿qué hace que incluso esta leyenda sea seductora? ¿Cuál es el perfume de esta leyenda?) ¿Qué seduce en el canto de las sirenas, en la belleza de una cara, en la profundidad de un precipicio, en la inminencia de la catástrofe, como en el perfume de la pantera o en la puerta que se abre al 7 vacío? ¿Una fuerza de atracción escondida, la fuerza de un deseo? Términos vacíos. No: la anulación de signos, la anulación de su sentido, la pura apariencia. Los ojos que seducen no tienen sentido, se agotan en la mirada. El rostro maquillado se agota en su apariencia, en el rigor formal de un trabajo insensato. Sobre iodo no un deseo significado, sino la belleza de un artificio. 

El perfume de la pantera también es un mensaje insensato — y, tras él, la pantera es invisible, como la mujer bajo el maquillaje. Tampoco se veía a las sirenas. El embrujo está hecho a partir de lo que está oculto. La seducción de los ojos. La más inmediata, la más pura. La que prescinde de palabras, sólo las miradas se enredan en una especie de duelo, de enlazamiento inmediato, a espaldas de los demás, y de su discurso: encanto discreto de un orgasmo inmóvil y silencioso. Caída de intensidad cuando la tensión deliciosa de las miradas luego se rompe con palabras o con gestos amorosos. Actividad de las miradas en la que se resume toda la sustancia virtual de los cuerpos (¿de su deseo?) en un instante sutil, como en una ocurrencia — duelo voluptuoso v sensual y desencarnado al mismo tiempo — diseño perfecto del vértigo de la seducción, y que ninguna voluptuosidad más carnal igualará en lo sucesivo. Esos ojos son accidentales, pero es como sí estuvieran posados desde siempre en usted. Privados de sentido, no son miradas que se intercambian. Aquí no hay ningún deseo. Pues el deseo no tiene duende, pero los ojos, como las apariencias fortuitas, tienen duende, y ese duende está hecho de signos puros, intemporales, duales y sin profundidad. 

Todo sistema que se absorbe en una complicidad total, de tal modo que los signos ya no tienen sentido, ejerce por eso mismo un poder de fascinación extraordinario. Los sistemas fascinan por su esoterismo, que les preserva de las lógicas externas. La reabsorción de todo lo real debido a que se basta a sí mismo y se aniquila a sí mismo es fascinante. Sea un sistema de pensamiento o un mecanismo automático, una mujer o un objeto perfecto e inútil, un desierto de piedra o una chica de strip-tease (que tiene que acariciarse y «encantarse» para ejercer su poder) — o Dios, naturalmente, la más hermosa máquina esotérica. 

O la ausencia de la mujer hacía ella misma en el maquillaje, ausencia de la mirada, ausencia del rostro — ¿cómo no precipitarse 7 en ella? La belleza es lo que se elimina en sí mismo y por ello constituye un desafío al que sólo podemos responder con la pérdida embelesada de... ¿qué? de lo que no es ella misma. La belleza absorbida por la pura atención que de sí misma tiene es inmediatamente contagiosa porque, por exceso de sí misma, es apartada de sí, y todo lo apartado de sí se sume en el secreto y absorbe lo que le rodea. 

En el fondo de la seducción está la atracción por el vacío, nunca la acumulación de signos, ni los mensajes del deseo, sino la complicidad esotérica en la absorción de los signos. La seducción se traba en el secreto, en esta lenta o brutal extenuación del sentido que funda una complicidad entre los signos, ahí, más que en un ser físico o en la cualidad de un deseo, es donde se inventa. También es lo que produce el hechizo de la regla del juego. 7 

El Secreto Y El Desafío 

El secreto. Cualidad seductora, iniciática, de lo que no puede ser dicho porque no tiene sentido, de lo que no es dicho y, sin embargo, circula. Sé el secreto del otro, pero no lo digo y él sabe que yo lo sé, pero no corre el velo: la intensidad entre ambos no es otra cosa que ese secreto del secreto. Esta complicidad no tiene nada que ver con una información oculta. Además, si cualquiera de los implicados quisiera levantar el secreto no podría, pues no hay nada que decir... Todo lo que puede ser revelado queda al margen del secreto. Pues no es un significado oculto, no es la llave de nada, circula y pasa a través de todo lo que puede ser dicho igual que la seducción corre bajo la obscenidad de la palabra — es el inverso de la comunicación y, sin embargo, se comparte. Sólo adquiere su poder al precio de no ser dicho, igual que la seducción actúa a condición de no ser nunca dicha, nunca querida. 

Lo que se esconde o lo que se rechaza tiene la vocación de manifestarse, el secreto no la tiene en absoluto. Es una forma iniciadora, implosiva: a la que se entra, pero de la que no se sabría salir. Nunca hay revelación, nunca hay comunicación, ni siquiera «secreción» del secreto (Ztmp Ley, Nouvelle Revue de Psychanalyse, núm. ): de ahí proviene su fuerza, su poder de intercambio alusivo y ritual. 

En el Diario de un seductor la seducción tiene la forma de un enigma y, para seducirla, hay que volverse a su vez enigma para ella: es un duelo enigmático, que la seducción resuelve sin que el secreto sea revelado. Levantado el secreto, su revelación sería la sexualidad. El quid de esta historia, si tuviera alguno, sería el sexo — pero precisamente no lo tiene. Allí donde el sentido debería darse, donde el sexo debería darse, donde las palabras lo designan, donde los otros 77 lo piensan, no hay nada. Y esta nada del secreto, este significado de la seducción circula, corre bajo las palabras, corre bajo el sentido y más deprisa que el sentido: él es el que os alcanza primero, antes que las frases os lleguen, al tiempo que se desvanecen. Seducción subyacente al discurso, invisible, de signo en signo, circulación secreta. 

Exactamente lo contrario de una relación psicológica: estar en el secreto del otro no es compartir sus fantasmas o sus deseos, no es compartir un no dicho que podría serlo: cuando «ello» habla es precisamente no seductor. Lo que es del orden de la energía expresiva, del rechazo, del inconsciente, de lo que quiere hablar y donde el «yo» debe llegar, todo eso es de orden exotérico y contradice la forma esotérica del secreto y la seducción. 

Sin embargo, el inconsciente, la «aventura» del inconsciente, puede aparecer como el último intento de gran envergadura por rehacer el secreto en una sociedad sin secreto. El inconsciente sería nuestro secreto, nuestro misterio en una sociedad de confesión y transparencia. Pero en realidad no lo es, pues ese secreto es sólo psicológico, y no tiene existencia propia, ya que el inconsciente nace al mismo tiempo que el psicoanálisis, es decir, los procedimientos para absorberlo y las técnicas de denegación del secreto en sus formas más profundas. 

¿Quizá algo se venga de todas esas interpretaciones y turba sutilmente su desarrollo? Algo que no quiere decididamente ser dicho y que, siendo enigma, posee enigmáticamente su propia resolución, y en consecuencia, sólo aspira a quedar en el secreto y en el goce del secreto. 

A pesar de todos los esfuerzos por desnudarlo, por traicionarlo, por hacerlo significar, el lenguaje vuelve a su seducción secreta, volvemos siempre a nuestros propios placeres insolubles. 

No hay tiempo para la seducción, ni un tiempo para la seducción, tiene su propio ritmo, sin el cual no tiene lugar. No se distribuye como lo hace una estrategia instrumental, que avanza por fases intermedias. Opera en un instante, en un sólo movimiento, y ella misma es siempre su propio fin. 

El ciclo de la seducción no se detiene. Se puede seducir a ésta para seducir a la otra y también seducir a la otra para complacerse. El anzuelo es tan sutil que lleva de uno a otro. ¿Es seducir o ser seducido lo que es seductor? Ser seducido es con mucho la mejor manera de seducir. Es una estrofa sin fin, Igual que no hay activo ni pasivo en la seducción, tampoco hay sujetó u objeto, interior o exterior: actúa en las dos vertientes y ningún límite las separa. Nadie, si no es seducido, seducirá a los demás. 

La seducción, al no detenerse nunca en la verdad de los signos, sino en el engaño y el secreto, inaugura un modo de circulación secreto y ritual, una especie de iniciación inmediata que sólo obedece a sus propias reglas del juego. 

Ser seducido es ser desviado de su verdad. Seducir es apartar al otro de su verdad. Sin embargo, esta verdad constituye un secreto que se le escapa (Vincent Descombes). 

La seducción es inmediatamente reversible, su reversibilidad proviene del desafío que implica y del secreto en el que se sume. Fuerza de atracción y de distracción, fuerza de absorción y de fascinación, fuerza de derrumbamiento no sólo del sexo, sino de todo lo real, fuerza de desafío — nunca una economía de sexo y de palabra, sino un derroche de gracia y de violencia, una pasión instantánea a la que el sexo puede llegar, pero que puede también agotarse en si misma, en ese proceso de desafío y de muerte, en la indefinición radical por la que se diferencia de la pulsión, que es indefinida en cuanto a su objeto, pero definida como fuerza y como origen, mientras la pasión de seducción no tiene sustancia ni origen; no toma su intensidad de una inversión líbidinal, de una energía de deseo, sino de la pura forma del juego y del reto puramente formal. 

Tal es el desafío. También forma dual que se agota en un instante, y cuya intensidad proviene de esta reversión inmediata. Con capacidad de embrujo, como un discurso despojado de sentido, al que por esta razón absurda no se le puede dejar de responder. ¿Por qué un desafío exige respuesta? La misma interrogación misteriosa: ¿qué es lo que seduce? 

¿Qué hay de más seductor que el desafío? Desafío o seducción, es siempre enloquecer al otro, pero de un vértigo respectivo, locos de la 

ausencia vertiginosa que los reúne y de una absorción respectiva. Tal es la fatalidad del desafío, por lo que no se puede dejar de responder: inaugura una especie de relación loca, muy diferente a la que se establece en la comunicación y el intercambio: relación dual que pasa por signos insensatos, pero unidos por una regla fundamental y por su aplicación secreta. El desafío pone fin a todo contrato, a todo cambio regulado por la ley (ley de naturaleza o ley del valor) y lo sustituye por un pacto altamente convencional, altamente ritualizado, la obligación incesante de responder y de mejorar la, apuesta dominada por una regla del juego fundamental y medida según 7 su propio ritmo. Contrariamente a la ley que está siempre inscrita en las tablas, en el corazón o en el cielo esta regla fundamental nunca necesita enunciarse, no debe enunciarse nunca. Es inmediata, inmanente, ineludible (la ley es trascendente y explícita). 

No podría haber contrato de seducción, contrato de desafío. Para que haya desafío o seducción hace falta que toda relación contractual se desvanezca ante una relación dual, construida de signos secretos al margen del intercambio, que adquieren toda su intensidad en su reparto formal, en su reverberación inmediata. Tal es el hechizo de la seducción, que pone fin a toda economía de deseo, a todo contrato sexual o psicológico, y lo sustituye por un vértigo de respuesta — nunca una inversión: un envite — nunca un contrato: un pacto — nunca individual: dual — nunca psicológico: ritual — nunca natural: artificial. La estrategia de nadie: un destino. 

Desafío y seducción están infinitamente próximos, Sin embargo, ¿no habría una diferencia, al consistir el desafío en llevar al otro al terreno de tu propia fuerza, que será también la suya, con el objeto de una sobrepuja ilimitada, mientras que la estrategia (?) de la seducción consiste en llevar al otro al terreno de tu propia debilidad, que será también la suya? Debilidad calculada, debilidad incalculable: reto al otro a dejarse atrapar. Fallo o desfallecimiento: el perfume de la pantera, ¿no es una falla, un abismo al que los animales se acercan por vértigo? De hecho, la pantera de perfume mítico no es más que el epicentro de la muerte y las emanaciones sutiles provienen de esa cisura. 

Seducir es fragilizar. Seducir es desfallecer. Seducimos por nuestra fragilidad, nunca por poderes o signos fuertes. Esta fragilidad es la que ponemos en juego en la seducción y la que le proporciona esta fuerza. 

Seducimos por nuestra muerte, por nuestra vulnerabilidad, por el vacío que nos obsesiona. El secreto está en saber jugar con esta muerte a despecho de la mirada, del gesto, del saber, del sentido. El psicoanálisis dice: asumir la propia pasividad, asumir la propia fragilidad, pero hace de ello una forma de resignación, de aceptación, en términos todavía casi religiosos, hacia un equilibrio bien temperado. La seducción juega triunfalmente con esa fragilidad, hace de ella un juego, con sus propias reglas. 

Todo Es Seducción, Sólo Seducción. 

Han querido hacernos creer que todo era producción. Leitmotiv de la transformación del mundo: el juego de las fuerzas productivas es el que regula el curso de las cosas. La seducción no es más que un proceso inmoral, frívolo, superficial, superfluo, del orden de los signos y de las apariencias, consagrado a los placeres y al usufructo de los cuerpos inútiles. ¿Y si todo, contrariamente a las apariencias — de hecho, según la regla secreta de las apariencias — si todo obedeciera a la seducción? 

el momento de la seducción 

el suspenso de la seducción 

el alea de la seducción 

el accidente de la seducción 

el delirio de la seducción 

el descanso de la seducción 

La producción no hace sino acumular y no se desvía de su fin. Reemplaza todas las trampas por una sola: la suya, convertida en principio de realidad. La producción, como la revolución, pone fin a la 


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