martes, 11 de julio de 2023

EL MÉTODO Neil Strauss (Introducción)

EL MÉTODO 

Neil Strauss

(Introducción)

No pude convertirme en nada: ni en bueno ni en malo, ni en un sinvergüenza ni en un hombre honesto, ni en héroe ni en insecto. Y ahora estoy alargando mis días en mi esquina, torturándome con el amargo e inútil consuelo de que un hombre inteligente no puede convertirse seriamente en nada; de que tan sólo un idiota puede convertirse en algo. 

Fiodor Dostoievski, 

Memorias del subsuelo 

Paso 1 : Elige el objetivo 

 

Los hombres no eran realmente el enemigo; ellos también eran víctimas que sufrían las consecuencias de una anticuada mística masculina que los hacía sentirse inútiles cuando no había algún oso al que matar. 

BETTY FRIEDAN, 

La mística de la feminidad 

OS PRESENTO A MYSTERY 

La casa estaba hecha un desastre.

Las puertas estaban arrancadas de sus goznes, destrozadas; las paredes, llenas de golpes, golpes dados con el puño, con un teléfono, con un florero. Temiendo por su vida, Herbal se había refugiado en la habitación de un hotel, y Mystery lloraba tumbado sobre la moqueta del salón; llevaba dos días llorando sin parar. 

Las lágrimas pueden entenderse. Pero las de Mystery habían llegado más allá de lo comprensible. Mystery había perdido el control. Llevaba una semana oscilando entre períodos de ira y violencia y episodios de llanto espasmódico. Ahora, amenazaba con quitarse la vida. 

Vivíamos cinco en la casa: Herbal, Mystery, Papa, Playboy, y yo. Venían hombres de todos los rincones de la tierra para estrecharnos la mano, para hacerse fotos con nosotros, para aprender de nosotros, para intentar convertirse en nosotros. A mí me llamaban Style ; me lo había ganado. 

Nunca usábamos nuestros verdaderos nombres; tan sólo nuestros apodos. Incluso nuestra mansión tenía un apodo. Se llamaba Proyecto Hollywood. Y el Proyecto Hollywood estaba hecho una ruina. 

Los sofás y los cojines descoloridos que cubrían el suelo del salón olían a sudor y a los fluidos corporales de numerosos hombres y mujeres. La moqueta blanca se había tornado gris bajo el constante ir y venir de las perfumadas jóvenes que todas 

las noches eran pastoreadas desde Sunset Boulevard. En el jacuzzi flotaban tristemente docenas de colillas y condones usados. Y, durante los últimos dos días, los arranques de violencia de Mystery habían dejado el resto de la casa prácticamente en ruinas. Mystery medía más de un metro noventa y estaba histérico. 


 . 

 . 

 

—No puedo explicar cómo me siento —consiguió decir entre sollozos. Le temblaba todo el cuerpo—. No sé lo que voy a hacer; pero no va a ser nada bueno. Levantó un brazo y dio un puñetazo a la sucia tapicería roja del sofá. Su abatimiento se tornó en un grito, invadiendo la habitación con el lamento de un hombre adulto que se ha despojado de todo aquello que lo diferencia de los animales. Llevaba puesta una bata de seda dorada demasiado pequeña que dejaba al descubierto sus rodillas cubiertas de heridas. El cinturón de seda apenas era lo suficientemente largo para anudarlo alrededor de su cintura y ambos lados de la bata estaban separados por al menos quince centímetros de piel, revelando un pecho pálido e imberbe y, debajo de éste, unos holgados calzoncillos grises Calvin Klein. La otra prenda que cubría su tembloroso cuerpo era el gorro de lana que le apretaba el cráneo. 

Era el mes de junio y estábamos en Los Ángeles. 

—La vida es absurda —volvió a hablar Mystery—. Absurda. No tiene sentido. Se volvió hacia mí y me miró con los ojos húmedos y enrojecidos. —Es como jugar al tres en raya. No hay manera de ganar, así que lo mejor que puedes hacer es no jugar. 

No había nadie más en la casa, por lo que tendría que ser yo quien resolviera el problema. Debería serlo ahora, antes de que la ira volviera a invadirlo. Con cada nuevo ataque, la situación empeoraba, y yo tenía miedo de que esta vez Mystery llegara a hacer algo que no pudiera subsanarse después. 

No podía permitir que Mystery muriera durante mi guardia. Mystery era más que un amigo; era mi mentor: Había cambiado mi vida, igual que había cambiado la de tantos otros como yo. Tenía que conseguir Valium, Xanax o Vicodin; lo que fuese. Cogí mi agenda y pasé rápidamente las hojas, buscando a alguien que pudiera proporcionarme esas pastillas: tipos que tocan en grupos de rock, mujeres que acaban de someterse a una operación de cirugía plástica, antiguos niños prodigio del cine... Pero no había nadie en casa y, si había alguien, o no tenía drogas o decía no tenerlas para no compartirlas. 

Sólo me quedaba una persona a quien llamar: la mujer que había originado la espiral descendente en la que se encontraba ahora Mystery. Una mujer como ella sin duda tendría alguna pastilla. 

Diez minutos después, Katya, una chica rusa de poca estatura y pelo rubio que tenía la voz de un pitufo y la energía de un cachorro de perro pomeranian, estaba en la puerta de casa con gesto de preocupación y un Xanax en la mano. 

—Es mejor que no entres —le advertí—. Lo más probable es que te estrangule. Y no es que Katia no lo mereciera; o al menos eso pensaba yo entonces. Le di a Mystery la pastilla y un vaso de agua y esperé hasta que sus sollozos se 

se convirtieron en moqueos. Después lo ayudé a ponerse unas botas negras, unos pantalones vaqueros y una camiseta gris. 

—Vamos —le dije—. Necesitas ayuda. 

Lo llevé hasta mi viejo Corvette oxidado y lo encajé en el diminuto asiento delantero. De vez en cuando, un estremecimiento hacía que su rostro se contrajera o una lágrima caía de uno de sus ojos. Yo rogaba por que permaneciera lo suficientemente tranquilo como para permitirme ayudarle. 

—Quiero aprender artes marciales —dijo dócilmente—. Así, cuando quiera matar a alguien, no me sentiré tan impotente. 

Yo aceleré. 

Íbamos al Centro de Salud Mental de Hollywood, en Vine Street. Era un feo edificio de hormigón rodeado día y noche por indigentes, travestis y otros desechos humanos que montaban sus campamentos allí donde pudieran encontrarse servicios sociales gratuitos. 

Y Mystery era uno de ellos. Lo único que lo diferenciaba de los demás era que él tenía carisma y talento, y eso atraía a las personas. Mystery nunca se quedaría solo, a no ser que quisiera estarlo. Él poseía dos características que yo había encontrado en prácticamente todas las estrellas de rock a las que había entrevistado; un brillo demente y persuasivo en la mirada y la más absoluta incapacidad para hacer cualquier cosa por sí mismo. 

Entramos en el vestíbulo, lo inscribí y esperamos. Mystery se sentó en una silla barata de plástico negro, con la mirada clavada en el azul institucional de las paredes. Pasó una hora. Mystery empezaba a impacientarse. 

Pasaron dos horas. Comenzaron las lágrimas. 

Pasaron cuatro horas. Mystery se levantó de un salto, salió corriendo de la sala de espera y abandonó el edificio. 

Caminaba rápidamente, como un hombre que sabe hacia adónde va, aunque Proyecto Hollywood estaba a más de cinco kilómetros. Lo perseguí hasta darle alcance a las puertas de un pequeño centro comercial. Lo cogí del brazo, lo obligué a dar la vuelta y, hablándole como a un bebé, conseguí que volviera a la sala de espera. 

Cinco minutos. Diez minutos. Veinte minutos. Treinta. Volvió a irse. Corrí tras él. Había dos trabajadores sociales en el vestíbulo. 

—¡Detenedlo! —grité. 

—No podemos —dijo uno de ellos—. Ya no está dentro del recinto del edificio. 

—¿Van a dejar que un suicida salga ahí afuera sin hacer nada? —No tenía tiempo para discutir—. Por lo menos encuentren a un terapeuta que pueda atenderlo; eso, si consigo traerlo de vuelta, claro. 

Salí a la calle y miré hacia la derecha. No lo vi. Miré hacia la izquierda. Nada. Corrí hacia el norte, hasta Fountain Street. Allí estaba, cerca de la esquina. A rastras conseguí llevarlo de vuelta al centro de salud. 

Cuando volvimos a entrar, los trabajadores sociales lo condujeron por un pasillo largo y oscuro hasta un cubículo claustrofóbico con el suelo de Sintasol. La doctora, sentada tras su escritorio, se desenredaba un mechón de pelo negro con los dedos. Era una mujer asiática, delgada, de veinticuatro años, con los pómulos marcados, carmín y un traje de rayas de chaqueta y pantalón. 

Mystery se dejó caer sobre la silla que había delante del escritorio. —¿Cómo se siente? —preguntó ella, forzando una sonrisa. 

—Me siento como si nada tuviera sentido —dijo Mystery, rompiendo a llorar. —Lo escucho —declaró ella al tiempo que apuntaba algo en su cuaderno. Lo más probable es que ya hubiera decidido cuál era el diagnóstico. —Me voy a retirar del mercado —sollozó Mystery. 

Ella lo miró con fingida compasión mientras él seguía hablando. Para ella no era sino uno más entre la docena de chiflados que veía todos los días. Lo único que debía hacer era decidir si necesitaba recibir medicación o si debía ser internado. 

—No puedo seguir adelante —continuó Mystery—. Es inútil. 

Con un gesto automático, ella abrió un cajón, extrajo un pequeño paquete de pañuelos de papel y se lo ofreció. Al estirar el brazo, Mystery levantó la mirada y sus ojos se encontraron por primera vez con los de la mujer. Inmóvil, la observó en silencio. Era sorprendentemente guapa para estar en un lugar como aquél. 

Por un instante, un destello de vida iluminó el rostro de Mystery, aunque desapareció inmediatamente. 

—En otro momento y en otro lugar, las cosas hubieran sido muy distintas — dijo mirándola al tiempo que arrugaba uno de los pañuelos de papel. Su cuerpo, por lo general orgulloso y erguido, se encorvó sobre la silla como un macarrón reblandecido. Mystery bajó la mirada mientras seguía hablando. —Sé exactamente lo que tendría que decir y hacer para que usted se sintiera atraída por mí. Está todo en mi cabeza. Cada regla. Cada paso. Cada palabra. Pero no puedo hacerlo; ya no. 

La doctora asintió de forma mecánica. 

—Tendría que verme cuando no esté en este estado —continuó diciendo Mystery al tiempo que moquea—. He salido con algunas de las mujeres más bellas del mundo. Sí. Otro lugar, otro momento y usted hubiera sido mía. —Sí. Claro que sí. —Asintió ella de forma paternalista. 

Ella no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo? Pero aquel gigante llorón con el pañuelo arrugado entre las manos era un maestro de la seducción, un experto en el arte de la conquista, el mayor ligón del mundo. Eso no era algo debatible; era un hecho. Durante los últimos dos años, yo había conocido a los autoproclamados mejores ligones, y Mystery era el mejor de todos ellos. Conquistar a las mujeres era su afición, su pasión, su vocación. 

Sólo había una persona viva que estuviera a su altura. Y ese hombre estaba sentado a su lado. Y era Mystery quien me había convertido en una superestrella. Juntos habíamos reinado en el mundo de la seducción, habíamos logrado conquistas imposibles ante las miradas atónitas de nuestros discípulos en Los Ángeles, Nueva York, Montreal, Londres, Melbourne, Belgrado, Odessa, y aún más allá. Y ahora estábamos juntos en una casa de locos. 

OS PRESENTO A STYLE 

No soy muy atractivo. Tengo la nariz demasiado grande para mi rostro; destaca por su formidable caballete, aunque al menos no es aguileña. No estoy completamente calvo, pero si sólo dijera que mi cabello es claro tampoco estaría siendo fiel a la realidad. Lo cierto es que tan sólo tengo algunos mechones de fino cabello que me cubren la cabeza como endebles arbustos y a los que mimo diariamente con Rogaine. Mis ojos son demasiado pequeños, aunque es cierto que poseen un brillo animado; pero ése siempre será mi secreto, pues su destello no puede verse detrás de mis gafas. Tengo las sienes muy hundidas y, aunque a mí es algo que me complace, ya que creo que le da personalidad a mi rostro, nadie me ha piropeado nunca por ello. Soy más bajo de lo que me hubiera gustado ser, y estoy tan delgado que, por mucho que coma, la mayoría de la gente piensa que estoy desnutrido. Cuando me fijo en mi cuerpo, pálido y algo contrahecho, me sorprende que alguna mujer pueda querer tumbarse a mi lado, y mucho menos abrazarme. O sea que, para mí, conocer chicas no es algo que resulte fácil. No soy el tipo de hombre por el que las mujeres cuchichean en un bar ni el que quieren llevarse a casa cuando se emborrachan y tienen ganas de hacer una locura. No puedo ofrecerles mi fama para que alardeen, como hacer una estrella de rock, ni cocaína y una mansión, como otros tantos hombres en Los Ángeles. Sólo tengo mi inteligencia, y eso es algo que, a primera vista, resulta difícil de apreciar. 

Quizá hayáis advertido que no he dicho nada sobre mi personalidad. No lo he hecho porque mi personalidad ha cambiado por completo. O, hablando con más precisión, yo la he cambiado por completo. He inventado a Style, mi álter ego. Y, en dos años, Style ha llegado a ser más popular de lo que yo lo fui nunca; sobre todo con las mujeres. 

Nunca pensé que caminaría por el mundo bajo una identidad inventada. De hecho, yo era feliz conmigo mismo y con mi vida. Al menos, eso creía hasta que una inocente llamada telefónica las cosas siempre empiezan así me condujo hasta la comunidad underground más apasionante con la que me he topado en mis quince años como periodista. En este caso, quien me llamó fue Jeremie Ruby-Strauss, un editor que aunque nunca tuvo ninguna relación con esta comunidad había encontrado un documento en Internet que se llamaba La guía del ligue, que, según me dijo entonces Jeremie, resumía en ciento cincuenta excitantes páginas la sabiduría almacenada por decenas de artistas de la seducción que llevaban compartiendo sus conocimientos durante casi una década, trabajando en silencio con el fin de convertir el arte del ligue en una ciencia exacta. Jeremie quería que alguien reuniera toda aquella información en un libro coherente, y pensó que yo era la persona apropiada para hacerlo. 

Yo no estaba tan seguro. Lo que me ha interesado siempre es la literatura, no dar consejos a adolescentes salidos. Pero, claro, le dije que le echaría un vistazo a esa guía. 

Mi vida empezó a cambiar en cuanto leí las primeras líneas. La guía del ligue me abrió los ojos, más de lo que nunca lo había hecho en ningún otro libro; ya fuera la Biblia, Crimen y castigo o El placer de cocinar. Pero no necesariamente por la información que contenía, sino por el camino hacia el que me había abierto las puertas. 

Cuando pienso en mi adolescencia, hay una cosa de la que siempre me arrepiento, y no es de no haber estudiado lo suficiente, ni de haber sido desagradable con mi madre, ni tampoco de haber empotrado el coche de mi padre contra aquel autobús. No, de lo que me arrepiento es de no haber salido con más chicas. Soy un hombre profundo; cada tres años releo por placer el Ulises de James Joyce. Me considero una persona razonablemente intuitiva. En esencia, soy una buena persona, e intento evitar hacer daño a los demás. Pero pasó demasiado tiempo pensando en las mujeres y me cuesta mucho alcanzar un nivel... menos espiritual en mis relaciones con ellas. 

Y sé que no soy el único. Cuando lo conocí, Hugh Hefner ya tenía setenta y tres años. Y aunque, en sus propias palabras, se había acostado con más de mil mujeres, entre las cuales estaban algunas de las más hermosas del mundo, no dejaba de hablar de sus tres novias, Mandy, Brandy y Sandy, y de cómo, gracias a la Viagra, conseguía satisfacerlas a las tres aunque probablemente su dinero ya fuera suficiente satisfacción para ellas . Me dijo que la regla era que, si alguna vez deseaba acostarse con otra mujer, lo harían todos juntos. Yo saqué una cosa en claro de aquella conversación: a pesar de haberse acostado con todas las mujeres que había querido a lo largo de su vida, a los setenta y tres años, todavía quería acostarse con más. ¿Es que el deseo nunca se acaba? Si Hugh Hefner seguía deseando a las mujeres, ¿cuándo iba a dejar de hacerlo yo? 

De no haberse cruzado en mi camino La guía del ligue, mis ideas sobre el sexo opuesto nunca habrían evolucionado y seguirían siendo las mismas que las de la mayoría de los hombres. Durante los años inmediatamente anteriores a mi adolescencia nunca jugué a los médicos con las chicas ni conocí a ninguna que me dejase verle las bragas a cambio de un dólar, ni tampoco le hice cosquillas a ninguna compañera de clase en ninguna parte prohibida de su cuerpo. Durante la adolescencia, me pasé la mayor parte del tiempo castigado en mi cuarto, de tal manera que, cuando me surgió por primera vez la oportunidad de tener un encuentro sexual —una quinceañera borracha me llamó por teléfono para ofrecerme una mamada—, no me quedó más remedio que rechazarla ante la imposibilidad de eludir la vigilancia de mi madre. Fue en la universidad cuando empecé a salir del caparazón; ahí descubrí las cosas que realmente me interesaban y al grupo de amigos que me ayudarían a ensanchar mi mente a través de las drogas y la conversación. Pero nunca llegué a sentirme cómodo entre las mujeres; lo cierto es que me intimidaba. En cuatro años de universidad no me acosté con una sola chica. 

Al acabar la universidad conseguí trabajo como periodista cultural en el New York Times, gracias al cual fui ganando confianza en mí mismo y en mis opiniones. Hasta que, con el tiempo, accedí a un mundo de privilegios donde se vivía al margen de las normas y me fui de gira con Marilyn Manson y con Mötley Crue para escribir sus biografías. Y, en todo ese tiempo, y a pesar de tener acceso privilegiado a los bastidores, no conseguí ni un solo beso que no fuera de Tommy Lee. Después de eso, lo cierto es que perdí casi cualquier esperanza. Había tipos que ligaban y tipos que no; estaba claro que yo pertenecía al segundo grupo. 

El problema no era que nunca me hubiera acostado con nadie. El problema era que las pocas veces que lo había hecho había convertido un encuentro de una noche en una relación de dos años, pues no sabía cuándo volvería a conocer a otra chica. 

En La guía del ligue usaban unas siglas para la gente como yo: TTF típico tipo frustrado . Yo era un TTF. Al contrario que Dustin. 

Conocí a Dustin el último año que estuve en la universidad. Era amigo de uno de mis compañeros de clase, Marko, un falso aristócrata serbio que, gracias a la forma de su cabeza, que recordaba a la de una sandía, había sido mi compañero de abstinencia sexual desde la guardería. Dustin no era ni más alto, ni más rico, ni más famoso, ni más guapo que Marko ni que yo, pero poseía una cualidad de la que nosotros carecemos: atraía a las mujeres. 

Cuando Marko me lo presentó no vi nada en él que fuese digno de resaltar. Era más bien bajo y de tez oscura y tenía el pelo castaño, largo y rizado. Llevaba puesta una camisa de gigoló de lo más hortera, desabrochada casi hasta el ombligo. Esa noche fuimos a una discoteca de Chicago que se llamaba Drink. Mientras dejábamos los abrigos en el guardarropa, Dustin nos preguntó: 

—¿Sabéis si hay algún rincón oscuro en la discoteca? 

Yo le pregunté para qué quería un rincón oscuro, y él me contestó que para llevarse a una chica. Arqueé las cejas con escepticismo. Pocos minutos después, Dustin empezó a intercambiar miradas con una chica de aspecto tímido que estaba hablando con otra chica. De repente, Dustin se acercó a ella y, apenas unos minutos después, la chica lo siguió hasta un rincón oscuro. Cuando se cansaron de meterse mano, se separaron en silencio, sin sentirse obligados a intercambiar números de teléfono, sin tan siquiera un avergonzado hasta pronto . 

Aquella noche, Dustin repitió aquella proeza, aparentemente milagrosa, hasta otras cuatro veces, abriéndome los ojos a una nueva realidad. 

Estuve interrogando durante horas, intentando descubrir la naturaleza de sus poderes mágicos. Dustin tenía lo que suele llamarse un don natural. Había perdido la virginidad a los once años, cuando una vecina de trece años se había servido de él como experimento sexual, y, desde entonces, no había dejado de experimentar. Una noche, lo llevé a una fiesta que daban en un barco fondeado en el East River de Nueva York. Al pasar a nuestro lado una chica de pelo castaño y ojos de cervatillo, Dustin se volvió hacia mí y me dijo: 

—Te viene como anillo al dedo. 

Como de costumbre, yo bajé la mirada al tiempo que negaba con la cabeza. Me asustaba la posibilidad de que Dustin me hiciera hablar con ella, y eso fue exactamente lo que ocurrió. 

—¿Conoces a Neil? —le preguntó cuando ella volvió a pasar a nuestro lado. Era una forma bastante estúpida de romper el hielo, pero eso ya no importaba, pues el hielo estaba roto. Yo conseguí tartamudear algunas palabras, hasta que Dustin acudió en mi ayuda. Quedamos en vernos más tarde en un bar con ella y con su novio. Acababan de irse a vivir juntos. Su novio había traído con él al perro y, tras un par de copas, se fue a llevar al perro de vuelta a casa. La chica se quedó con nosotros. Dustin sugirió que fuéramos a mi casa a cocinar un tentempié de madrugada. Fuimos andando a mi diminuto apartamento del East Village, pero al llegar, en vez de comer, caímos agotados en la cama, con Dustin a un lado de la chica, que se llamaba Paula, y yo al otro. Dustin empezó a besarla en la mejilla izquierda al tiempo que, con una señal, me indicaba que yo hiciera lo mismo en la mejilla derecha. Con movimientos sincronizados, fuimos descendiendo por su cuello, hasta llegar a sus senos. Aunque a mí no dejaba de sorprenderme la silenciosa docilidad de Paula, para Dustin aquello parecía lo más normal del mundo. De repente, se volvió hacia mí y me preguntó si tenía un condón. Le di uno. Él le quitó los pantalones a Paula y la penetró mientras yo seguía chupándole absurdamente el pecho derecho. 

Ése era el don de Dustin: ofrecerles a las mujeres las fantasías que ellas pensaban que nunca llegarían a cumplir. Después de aquella noche, Paula me llamaba constantemente. Quería hablar sobre lo que había ocurrido, racionalizar su experiencia, porque no podía creer que hubiera hecho algo así. Así funcionaban siempre las cosas con Dustin: él se quedaba con la chica y yo con su culpa. 

Yo lo achacaba a la mera existencia de personalidades distintas. Dustin gozaba de un encanto natural y de un instinto animal de los que yo, sencillamente, carecía. O al menos eso es lo que pensaba antes de leer La guía del ligue y de investigar las páginas web que ésta recomendaba. Lo que descubrí entonces fue una comunidad llena de Dustin 's —hombres que decían tener la clave para abrir el corazón y las piernas de una mujer— y otros muchos hombres que, como yo, intentan descubrir sus secretos. La diferencia consistía en que los Dustin 's de esa comunidad habían diseccionado sus métodos de ligue en una serie de reglas y pasos específicos que cualquiera podía seguir. Y cada autoproclamado maestro de la seducción tenía las suyas. 

Ahí oí hablar por primera vez de Mystery, un mago; de Ross Jeffries, un hipnotizador; de Rick H., un millonario; de David DeAngelo, un agente inmobiliario; de Juggler , un actor cómico; de David X, un obrero de la construcción, y de Steve 

P., un hombre con tal poder de seducción que las mujeres llegaban a pagarle para aprender a hacer mejores mamadas. Si los llevaras a South Beach, en Miami, los musculosos chicos de la playa enterraron sus pálidas y demacradas caras en la arena. Pero si los llevaras después a un Starbucks, o a una discoteca, le robarían la novia en un abrir y cerrar de ojos a esos mismos musculitos. 

Lo primero que cambió al descubrir aquel mundo fue mi vocabulario. Términos como TTF, MDLS maestro de la seducción , sargear ligar y TB tía buena pasaron a formar parte de mi vocabulario. Después cambiaron mis hábitos cotidianos al hacerme adicto a los foros virtuales de Internet creados por la Comunidad. Cada vez que volvía a casa después de una cita con una mujer, me sentaba frente al ordenador, me conectaba a algún foro y empezaba a hacer preguntas. ¿Qué hago si ella dice que tiene novio? Si come ajo en la cena, ¿significa que no tiene intención de besarme? ¿Es buena o mala señal que se pinte los labios delante de mí? 

Recibía respuestas firmadas con nombres como Candor, Gunwitch o Formhandle . Las respuestas, de hecho, fueron: recurre al patrón para destrucción de novios; estás dándole demasiadas vueltas; ni lo uno ni lo otro. No tardé en darme cuenta de que no estaba frente a un mero fenómeno de Internet, sino ante una forma 

de vida. En decenas de ciudades, desde Los Ángeles hasta Londres, desde Zagreb hasta Bombay, aspirantes a maestros de seducción se reunían cada semana en lo que ellos llamaban capas para analizar distintas tácticas y estrategias antes de salir en busca de mujeres a las que llevarse a la cama. 

Tal como yo lo veía, se me había concedido una segunda oportunidad a través de Jeremie Ruby-Strauss y de Internet; todavía estaba a tiempo de convertirme en Dustin, de convertirse en el tipo de hombre que toda mujer desea, no en el que 

 Juggler significa Malabarista . 

 En la página se incluye un glosario con explicaciones detalladas de estos y otros términos de uso frecuente en la comunidad de la seducción. Gunwitch podría traducirse como Bruja del rifle . Formhandle podría traducirse como Mango en forma . dice que desea, sino en el que realmente desea en lo más profundo de su ser, más allá de las convenciones sociales, en el lugar donde habitan sus fantasías. Pero no podía hacerlo solo. Hablar con otros hombres en Internet no bastaría para acabar con toda una vida de fracasos. Debía conocer a las personas que había tras los nombres que aparecían en la pantalla del ordenador, ver cómo actuaban, descubrir quiénes eran realmente y cuáles eran sus motivaciones. Tenía que encontrar a los mejores seductores del mundo y conseguir que me dieran cobijo bajo sus alas; a partir de ese momento, ésa sería mi misión, mi ocupación a tiempo completo, mi obsesión. 

Y así comenzaron los dos años más extraños de mi vida. 

Paso 2 : Aproxímate y aborda al objetivo

El primer problema, para todos nosotros, tanto hombres como mujeres, no es aprender, sino desprendernos de lo aprendido. 

GLORIA STEINEM, discurso de graduación, Vassar College 

CAPÍTULO 1

Saqué quinientos dólares del banco y los metí en un sobre en el que había escrito el nombre de Mystery. La verdad es que no fue el momento de mi vida del que me siento más orgulloso. 

Y, aun así, llevaba cuatro días preparándome. Me había gastado doscientos dólares en ropa en Fred Segal, me había pasado una tarde entera buscando la colonia perfecta y me había gastado setenta y cinco dólares en un corte de pelo al mejor estilo de Hollywood. Quería tener buen aspecto; al fin y al cabo, iba a conocer a uno de los más importantes maestros de seducción de la Comunidad. 

Se llamaba Mystery, o al menos ése era el nombre que usaba en Internet. Era uno de los miembros más admirados de la Comunidad, un maestro de la seducción que proporcionaba largas y detalladas claves para manipular encuentros sociales con el fin de atraer a las mujeres. En Internet podían leerse detalladas crónicas de sus noches en Toronto, seduciendo a modelos y bailarinas de striptease. Eran narraciones llenas de términos de su propia invención: negras de francotirador, negras de escopeta, teoría de grupo, indicadores de interés, peones; todos ellos términos que habían acabado por convertirse en parte esencial del léxico de cualquier maestro de la seducción. Durante cuatro años, Mystery había ofrecido sus consejos gratis en foros de seducción. Hasta que, un día, decidió ponerles precio a sus consejos y colgó el siguiente texto en Internet: 

Dadas las numerosas peticiones, Mystery va a ofrecer talleres de adiestramiento básico en varias ciudades del mundo. El primer taller tendrá lugar en Los Ángeles. Empezará el miércoles, de octubre, por la tarde y se prolongará hasta la noche del sábado. La matrícula, cuyo importe es de quinientos dólares, incluirá el acceso a los locales nocturnos, transporte en limusina no está mal, ¿verdad? , clases teóricas de una hora cada tarde, tres horas y media de clases prácticas en dos locales nocturnos diferentes cada noche y media hora de repaso teórico. Al acabar el adiestramiento básico, cada alumno habrá abordado aproximadamente a cincuenta mujeres. 

La decisión de apuntarse a un taller para aprender a ligar no resulta nada fácil, pues antes es necesario que reconozcas tu fracaso, tu inferioridad, tu torpeza; tienes que afrontar el hecho de que, después de todos estos años de actividad sexual o al menos de capacidad sexual , realmente sigues sin entender a las mujeres. Aquellos que piden ayuda suelen ser aquellos que han fracasado; igual que los drogadictos van a centros de rehabilitación y los alcohólicos recurren a Alcohólicos Anónimos, los incapaces sociales van a talleres para aprender a ligar. 

De ahí que pueda decir que mandarle el correo electrónico a Mystery fue una de las cosas más difíciles que había hecho en toda mi vida. Si alguien —un amigo, algún miembro de mi familia, algún compañero de trabajo o, todavía peor, mi única ex novia en Los Ángeles— llegaba a enterarse de que estaba pagando para que me enseñaran a ligar, las burlas de las que sería objeto no tendrían ni límite ni piedad. Así que lo mantuve en secreto, inventándome la excusa de que iba a pasar el fin de semana con un amigo que vivía fuera de la ciudad. 

Había decidido que mantendría separadas mis dos vidas. 

En el correo electrónico que le escribí a Mystery no mencionaba ni mi apellido ni mi profesión. Si me preguntaba, le diría sencillamente que me dedicaba a escribir, sin entrar en más detalles. Quería adentrarme en esa subcultura de forma anónima, sin que el hecho de que fuese periodista supusiera ni una ventaja ni un factor añadido de presión. 

Y, aun así, todavía debía enfrentarme a mi propia conciencia, pues se trataba, sin ningún género de dudas, de la cosa más patética que había hecho en toda mi vida. Y no sólo eso, sino que, además, era algo que iba a hacer en público; y eso era muy distinto de masturbarme en la ducha. No, en esta ocasión, Mystery y los demás estudiantes serían testigos de mi incapacidad, de mi torpeza. 

Dos son los instintos primarios masculinos de un hombre durante los primeros años de su vida: el deseo de triunfar, de tener éxito, de obtener poder, y el anhelo sexual, de amor y compañía. Así pues, la mitad de mi vida fue un fracaso, y al presentarme ante Mystery estaba reconociendo que sólo era un hombre a medias. 

CAPÍTULO 2

Una semana después entré en el vestíbulo del hotel Hollywood Roosevelt. Llevaba puestos un jersey azul de una lana tan fina y tan suave que parecía algodón, pantalones negros con unas finas cintas de seda negra en los laterales y unos zapatos que me hacían unos cinco centímetros más alto. En los bolsillos llevaba el material que Mystery había insistido en que ningún estudiante debía olvidar: un bolígrafo, un pequeño cuaderno, un paquete de chicles y condones. 

Vi a Mystery en cuanto entré. Estaba sentado como un rey en una butaca de estilo victoriano, con una gran sonrisa en los labios; como si acabara de levantar más pesas que nadie en el gimnasio. Llevaba un traje informal, entre negro y azul, y las uñas pintadas de negro. Un afilado piercing de metal colgaba de su labio. No era un hombre necesariamente atractivo, pero desde luego resultaba carismático. Era alto y delgado y tenía una larga melena castaña, los pómulos marcados y una extrema palidez. Parecía un empollón a medio camino de su transformación tras ser mordido por un vampiro. 

Lo acompañaba un personaje de menor estatura y mirada intensa que se presentó como Sin , la mano derecha de Mystery. Llevaba una ajustada camisa negra de cuello muy ceñido y se había engominado y peinado el pelo, teñido de negro azabache, hacia atrás. Por el color de su tez, supuse que en realidad debía de ser pelirrojo. 

Yo era el primer estudiante en llegar. 

—¿Qué puntuación tienes? —me preguntó Sin, inclinándose hacia mí mientras yo me sentaba. Acababa de llegar y ya me estaban midiendo, intentando averiguar si yo tenía eso que llamaban juego. —¿Puntuación? No te entiendo. 

—¿Con cuántas chicas has estado? 

—No sé... Unas siete —respondí. 

—¿siete? —me presionó Sin. 

—Seis —confesé yo. 

 Sin significa Pecado 

Sin tenía una puntuación de unas sesenta y Mystery había estado con cientos de mujeres. Los observé con abierta admiración; ésos eran los maestros de la seducción cuyas hazañas había seguido con tanta avidez por Internet durante los últimos meses. Para mí, eran una especie aparte; tenían la píldora mágica, la solución a la inercia de frustración que había infectado a los grandes personajes literarios con los que yo me había sentido identificado toda mi vida; ya fuera Leopold Bloom, Alex Portnoy o el cerdito Piglet, de Winnie the Pooh. 

Mientras esperábamos a los demás estudiantes, Mystery dejó caer un sobre lleno de fotos sobre mis rodillas. 

—Éstas son algunas de las mujeres con las que me he acostado —me dijo. Las fotos eran una espectacular selección de hermosas mujeres: un primer plano del rostro de una actriz japonesa; una foto publicitaria autografiada de una 

castaña cuyo parecido con Liv Tyler resultaba asombroso; una brillante foto de la chica del año de la revista Penthouse; una instantánea de una stripper de pronunciadas curvas vestida tan sólo con un negligé a la que Mystery describió como su novia, Patricia, y la foto de una castaña con grandes pechos de silicona que Mystery chupaba sin ningún recato en una discoteca. Ésas eran sus credenciales. 

—No le miré las tetas en toda la noche. Así fue cómo conseguí meterme entre ellas —me explicó cuando le pregunté por la última foto—. Un maestro de la seducción tiene que ser siempre la excepción a la regla. Nunca hagas lo que hacen los demás. Nunca. 

Yo lo escuché con atención. Quería asegurarme de que cada una de sus palabras quedaba grabada en mi cerebro. Ésa era una ocasión especial; el otro maestro seductor que ofrecía talleres era Ross Jeffries, de quien podía decirse que había fundado la Comunidad a finales de la década de los ochenta. Pero hoy, por primera vez, los aspirantes a maestros de seducción íbamos a abandonar la seguridad del ordenador; íbamos a salir a todo tipo de locales nocturnos, donde seríamos aleccionados en vivo sobre nuestros torpes intentos de seducción. Al cabo de unos minutos llegó un segundo estudiante, que se presentó como Extramask . Se trataba de un chico alto y delgado de unos veinticinco años con un corte de pelo estilo tazón, mirada traviesa, ropa demasiado holgada y unos rasgos faciales supuestamente cincelados. Con otro corte de pelo y otra ropa podría haber sido un chico realmente apuesto. 

Cuando Sin le preguntó por su puntuación, Extramask se rascó la cabeza con incomodidad. 

—No tengo ninguna experiencia con chicas —explicó—. Ni siquiera he besado a una. 

—Nos estás tomando el pelo ¿no? —le dijo Sin. 

—Ni siquiera he cogido a una chica de la mano. Crecí en un ambiente muy protegido. Mis padres eran católicos muy estrictos y todo lo relacionado con las chicas me ha hecho sentir siempre muy culpable. Pero he tenido tres novias —continuó diciendo. 

Bajó la mirada y se frotó las rodillas, trazando círculos con nerviosismo, al tiempo que decía sus nombres; aunque nadie se lo había pedido. Primero conoció a Michelle, que cortó con él a los siete días. Después estuvo Claire, que le dijo que había cometido un error a los dos días de salir con él. 

—Y, por último, Carolina; mi dulce Carolina —dijo Extramask, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa soñadora—. Estuvimos juntos un día. Al día siguiente vino andando a mi casa con una amiga. Yo me alegré tanto de volver a verla. Quiero que cortemos , me gritó cuando me acerqué a ella. 

Al parecer, todas esas relaciones tuvieron lugar en sexto de primaria. Extramask agitó la cabeza con tristeza. Yo me pregunté si se daría cuenta de lo graciosa que resultaba su historia. 

El próximo en llegar fue un hombre de unos cuarenta años, moreno y con poco pelo, que había viajado desde Australia exclusivamente para asistir al taller de Mystery. Lucía un Rolex de diez mil dólares en la muñeca, tenía un acento encantador y llevaba uno de los jerseys más feos que yo había visto en mi vida; una gruesa monstruosidad tejida con finos cables de plástico de colores que parecía consecuencia de un accidente artístico. Apesta dinero. Y, aun así, en cuanto abrió la boca para dar su puntuación cinco entendimos cuál era el problema. La voz le temblaba; no era capaz de mirar a nadie a los ojos. Además, 

 Extramask podría traducirse como Máscara extra . 

Había algo patético e infantil en su manera de comportarse. Al igual que su jersey, su aspecto era algo accidental que nada tenía que ver con su verdadera naturaleza. Se mostró reacio a compartir siquiera su nombre de pila, por lo que Mystery lo bautizó como Sweater . 

Extramask, Sweater y yo éramos los únicos que nos habíamos apuntado al taller. 

—Está bien —dijo Mystery al tiempo que daba una palmada—. Tenemos mucho que hacer. —Se acercó un poco más a nosotros, para que nadie más pudiera oírlo en el vestíbulo—. Mi trabajo consiste en que consigáis entrar en el juego; convertiros en maestros de la seducción —continuó diciendo al tiempo que sus ojos se clavaban sucesivamente en cada uno de nosotros—. Tengo que conseguir que lo que guardo en mi cabeza pase a las vuestras. Para empezar, quiero que os imaginéis esta noche como si fuese algo virtual. Nada es real. Cada vez que hagáis una aproximación, será como si lo estuvierais haciendo con un videojuego. 

El corazón empezó a latirme con violencia. La idea de intentar entablar una conversación con una desconocida bastaba para paralizar, especialmente con aquellos cuatro tipos observando, juzgando cada uno de mis movimientos. Comparado con esto, el puenting y el paracaidismo eran un juego de niños. 

—Si no controláis vuestras emociones, lo más normal es que éstas se interpongan en vuestro camino —continuó diciendo Mystery—. Vuestras emociones están ahí para intentar confundiros, así que tenéis que saber que no podéis confiar en ellas. En ocasiones sentirás vergüenza. Os sentiréis cohibidos. Y tendréis que aprender a enfrentarnos a esos sentimientos como si fuesen una china en un zapato. Aunque resulte incómoda, basta con ignorar su presencia; esos sentimientos no forman parte de la ecuación. 

Yo miré a mi alrededor. Extremas y Sweater parecían sentirse tan incómodos como yo. 

—Tengo cuatro días para enseñaros la secuencia de pasos que necesitáis seguir para triunfar —continuó diciendo Mystery—. Tendréis que jugar la misma partida una y otra vez. Para triunfar, primero debéis aprender de los fracasos. 

Mystery pidió un Sprite y cinco rodajas de limón. Después empezó a contar su historia. Su tono de voz era tranquilo y sonoro; modulado, según él, imitando el del popular orador Anthony Robbins . Todo en Mystery parecía el resultado de una imitación consciente y ensayada. Desde que, a los once años, averiguó el secreto de un truco de naipes, Mystery había querido convertirse en un mago famoso, como David Copperfield. Pasó años estudiando y practicando sus habilidades en fiestas de empresa, cumpleaños, e incluso en algunos programas de televisión. Pero todo ello afectó negativamente su vida social y, al cumplir los veinte años sin haberse acostado con ninguna mujer, decidió que había llegado el momento de hacer algo al respecto. 

 Sweater significa Jersey . 

—La mente de las mujeres es uno de los mayores enigmas del mundo —nos dijo Mystery—. Y, cuando cumplí veinte años, decidí resolver ese misterio. Para hacerlo, todas las tardes había cogido un autobús hasta el centro de Toronto para ir a bares, a tiendas de ropa, a restaurantes o cafés. Al desconocer la existencia de la Comunidad y de los maestros de la seducción, se había visto obligado a trabajar solo, recurriendo a la habilidad que mejor dominaba: la magia. Había ido al centro de la ciudad decenas de veces antes de conseguir reunir el valor suficiente como para abordar a una desconocida. A partir de ese momento, se había enfrentado una y otra vez al fracaso, al rechazo y la vergüenza, al tiempo que, pieza a pieza, había conseguido descifrar el juego, el rompecabezas de las dinámicas y los convencionalismos sociales que subyacen en toda relación entre un hombre y una mujer. 

—Tardé diez años en descubrir el formato básico —nos dijo—. Yo lo llamo EAAC+ + +: encuentra, aborda, atrae y cierra. Es un juego lineal, aunque haya mucha gente que no lo sepa. 

Durante la siguiente media hora, Mystery nos habló de lo que él denominaba teoría de grupo. 

—He repetido los pasos un millón de veces —declaró—. Nunca hay que abordar a una chica cuando está sola; entre otras muchas razones, porque las mujeres guapas casi nunca están solas. 

A continuación nos dijo que, al acercarse a un grupo, la clave estaba en ignorar a la mujer que se desea y ganarse a quienes la acompañan; especialmente a los hombres que haya en el grupo. Si la mujer es atractiva, estará acostumbrada a que los hombres caigan a sus pies, así que, para llamar su atención, un maestro de la seducción aparentar indiferencia. Esto se logra mediante lo que Mystery llamaba un nagano. 

 Famoso coach estadounidense que ha asesorado a numerosos presidentes de su país. 

Ni insulto ni elogio, una negación es algo intermedio, algo así como un insulto accidental o un elogio envenenado. El propósito de una negativa consiste en hacer disminuir la autoestima de una mujer demostrando falta de interés hacia ella de forma activa; por ejemplo, diciéndole que tiene los dientes manchados de barra de labios u ofreciéndole un chicle cuando ella empieza a hablar. 

—Yo nunca ignoró a las mujeres feas —nos contó Mystery con los ojos brillantes a causa de su absoluta confianza en su método—. Tampoco discrimino a los hombres. Sólo ignoró a las mujeres con las que quiero acostarme. Y si no me creéis, esperad y ya lo veréis esta noche. Esta noche empezaremos con los ejercicios prácticos. Primero, os demostraré lo que tenéis que hacer, y después seréis vosotros quienes intentemos entrar en el juego. Si hacéis lo que os digo, mañana tan sólo os harán falta quince minutos para besar a una chica. 

Mystery se volvió hacia Extramask. 

—Dime los cinco rasgos característicos de un macho alfa. 

—¿Confía en sí mismo? 

—Muy bien. ¿Qué más? 

—¿Fuerza? 

—No. 

—¿Olor corporal? 

Mystery se volvió hacia Sweater y, después, hacia mí. Pero nosotros tampoco sabíamos la respuesta. 

—Lo primero que caracteriza a un macho alfa es la sonrisa —dijo Mystery—, una sonrisa radiante. Debéis sonreír siempre que entréis en un espacio nuevo. Sonriendo transmitimos la sensación de que domináis la situación, de que sois divertidos y de que sois alguien. 

Hizo un gesto en dirección a Sweater. 

—Cuando has entrado no has sonreído; ni siquiera has sonreído al saludarnos. —Nunca lo hago —repuso Sweater—. Sonreír es de tontos. 

—Si sigues haciendo lo que has hecho siempre, llegarás tanto como hasta ahora. Se llama el método de Mystery porque yo me llamo Mystery y porque éste es mi método. Lo que te pido es que, durante los próximos cuatro días, hagas caso de lo que yo te diga y te abras a nuevas posibilidades. Si lo haces, te aseguro que notarás la diferencia. 

Mystery nos enseñó que, además de la seguridad en uno mismo y de una radiante sonrisa, los rasgos característicos de un macho alfa eran un aspecto cuidado, el sentido del humor, la sociabilidad y la capacidad de convertirse en el centro de atención. Nadie se molestó en decirle a Mystery que, de hecho, eran seis rasgos y no cinco. 

Mientras escuchaba cómo Mystery seguía diseccionando a los machos alfa, caí en algo en lo que nunca había pensado: si Sweater, Extramask y yo estábamos allí era porque nuestros padres y nuestros amigos nos habían fallado; no nos habían proporcionado las herramientas que necesitábamos para convertirnos en criaturas sociales eficaces. Ahora, décadas después, había llegado el momento de adquirir esas herramientas. 

Mystery rodeó la mesa mirándonos fijamente a cada uno. 

—¿Qué tipo de mujeres te gustan? ¿Cuáles son tus objetivos? —le preguntó a Sweater. 

Sweater sacó un trozo de papel cuidadosamente doblado del bolsillo. —Anoche escribí una lista de objetivos —dijo al tiempo que abría el papel, en el que podían verse cuatro columnas numeradas—. Mi primer objetivo es encontrar a una mujer con la que casarme. Tiene que ser lo suficientemente inteligente como para verse por sí misma en cualquier conversación, y debe tener suficiente estilo y ser lo suficientemente hermosa como para que la gente se vuelva a mirar cuando entre en una sala. 

—¿Te has mirado últimamente al espejo? —le preguntó entonces Mystery—. Tu aspecto, en el mejor de los casos, es del montón. Muchos hombres creen que si adoptan una imagen neutra podrán seducir a todo tipo de mujeres. Pues no es verdad. Hay que especializarse. Con un aspecto del montón sólo te vas a juntar con mujeres del montón. Esos pantalones de pinzas están bien para ir al trabajo, pero no valen para salir de noche. Y ese jersey que llevas... Quémalo. Tienes que estar por encima de los demás. Si quieres a una mujer diez tiene que aprender la teoría del pavoneo. 

A Mystery le encantaban las teorías. Según la teoría del pavoneo, para atraer a la hembra más deseable es necesario destacar entre los demás. Según Mystery, en el caso de los humanos, el equivalente a las vistosas plumas de la cola abierta de un pavo son una camisa con brillo, un sombrero llamativo y joyas que reluzcan en la oscuridad; básicamente, todo aquello que yo había tachado siempre de hortera. 

Cuando llegó mi turno, Mystery me obsequió con una larga lista de sugerencias: que me deshiciera de las gafas, que me re 

 

cortara la perilla, que me afeitara la cabeza, que vistiese de forma más vistosa, que me comprara pulseras y cadenas y, en general, que me pusiera las pilas. Yo apunté cada palabra. Estaba ante una persona que pasaba cada segundo de su vida pensando en ligar; como un científico loco que busca la fórmula de un combustible que no responda a las leyes de la gravedad. Tenía archivadas en su ordenador más de dos mil quinientas páginas sobre el arte de la seducción. —Tengo una frase de entrada para ti —me dijo. Una frase de entrada es un guión preparado de antemano para entablar una conversación con un grupo de desconocidos; es lo primero con lo que debe contar cualquiera que desee abordar a una mujer —. Cuando veas a un objetivo entre un grupo de amigos, acércate y di: Parece que la fiesta se ha acabado. Después, vuélvete hacia la chica que te interesa y dile: Si no fuera gay, te aseguro que serías mía. 

La sola idea bastó para hacer que me ardieran las mejillas. 

—¿Lo dices en serio? —pregunté—. No veo cómo iba a ayudarme eso. —Una vez que ella se sienta atraída por ti, da igual lo que puedas haber dicho antes. 

—Pero estaría mintiendo. 

—Eso no es mentira. Se llama ligar. 

A continuación, Mystery nos ofreció otras posibles frases de entrada; preguntas inocentes, y al mismo tiempo intrigantes, como: ¿Crees en la magia? o Dios mío, ¿has visto a esas dos chicas peleándose fuera? . No eran frases espectaculares. Tampoco eran sofisticadas. Tan sólo eran una manera de entablar una conversación. 

Según nos explicó Mystery, el objetivo de su método consistía en ser detectado por el radar de la chica. 

—No adoréis nunca a una mujer con proposiciones sexuales. Primero conocerla y después dejad que sea ella quien luche por conseguir vuestra atención. Un TTF ataca inmediatamente —declaró al tiempo que empezaba a caminar hacia la puerta del vestíbulo—. Un profesional espera entre ocho y diez minutos antes de abordar a la chica. 

Armados con nuestros negas, nuestra teoría de grupo y nuestras frases de entrada, estábamos listos para la noche. 

 

CAPÍTULO 3

Subimos a la limusina, que nos llevó al Standard Lounge, una discoteca de moda en la planta baja de un hotel, cuya entrada estaba protegida por un portero y una cadena forrada de terciopelo. Fue allí donde Mystery hizo trizas todas mis ideas preconcebidas sobre las relaciones humanas. Los límites que siempre le había supuesto a la interacción entre seres humanos fueron ampliados hasta alcanzar límites insospechables para mí; aquel hombre era una máquina. 

El Standard Lounge estaba muerto cuando entramos. Habíamos llegado demasiado pronto. Tan sólo había dos grupos de personas: una pareja cerca de la entrada y cuatro personas en una esquina. Yo estaba listo para darme la vuelta y volver a salir del local cuando vi a Mystery acercarse al grupo de la esquina. Dos hombres se sentaban en un sofá, separados de dos mujeres por una pequeña mesa de cristal. Uno de los hombres era Scott Baio, el actor que debe su fama al papel interpretado en la comedia televisiva Happy Days . Una de las chicas era castaña. La otra, una rubia de bote, parecía salida de una página de la revista Maxim: sus dos pechos operados levantaban una pequeña camiseta blanca, dejando que la parte inferior de la tela flotara en el aire, justo encima de una tripa endurecida por fatigosas sesiones de gimnasio. Era la cita de Scott Baio, pero, también, era el objetivo de Mystery. Me di cuenta al ver que no hablaba con ella. Al contrario, Mystery le daba la espalda mientras le enseñaba algo a Scott Baio y a su amigo, un hombre moreno y bien vestido de unos treinta y cinco años que, por su aspecto, supuse que olería a after shave. Decidí acercarme un poco. 

—Ten cuidado con eso —le oí decir a Baio—. Me ha costado cuarenta mil dólares. 

 

Mystery, que tenía el reloj de Baio en la mano, lo colocó cuidadosamente sobre la mesa. 

—Ahora mirad esto —les ordenó—. Endurecer los músculos del estómago, aumentando el flujo de oxígeno que llega a mi cerebro y... 

Movió las manos sobre el reloj hasta que el segundero se detuvo. Esperó quince segundos, volvió a moverlas y las manecillas del reloj volvieron a latir; al igual que el corazón de Baio. Todos aplaudieron con entusiasmo. —¡Haz otro truco! —le pidió la rubia. 

Mystery se deshizo de ella con un nega. 

—¡Qué exigente! —dijo, volviéndose hacia Baio—. ¿Se comporta siempre así? Mystery nos estaba obsequiando con un ejemplo práctico de su teoría de grupo. Cuanto más insistía en ignorarla, más clamaba por su atención la rubia. —No suelo salir de noche —le oí decir a Baio—. Es algo que ya tengo superado. Además, ya estoy viejo para salir de noche. 

Estaban a punto de cumplirse los diez minutos de rigor cuando finalmente Mystery se dirigió a la rubia. Extendió los brazos y, en cuanto ella apoyó las manos sobre las suyas, empezó a leerle el pensamiento. Estaba empleando una técnica sobre la que yo ya había oído hablar. Se llamaba lectura en frío y consistía en decir generalidades sobre alguien sin ningún conocimiento previo de su vida. En el campo de batalla, cualquier conocimiento —por esotérico que sea— puede convertirse en una ventaja. 

Con cada nueva afirmación de Mystery, la rubia abría más la boca, hasta que fue ella quien empezó a preguntarle a él por su trabajo y por sus habilidades psíquicas. Las respuestas de Mystery hacían hincapié en su juventud y su entusiasmo, en su gusto por esa buena vida que Baio decía haber dejado atrás. 

—Me siento tan viejo —comentó Mystery, tendiendo el anzuelo. —¿Cuántos años tienes? 

—Veintisiete. 

—Eso no es ser viejo —protestó ella—. Veintisiete años es la edad perfecta. Misión cumplida. 

Mystery me pidió que me acercara con un gesto de la mano. Al hacerlo, me susurró al oído que hablara con Baio y con su amigo. Quería que los mantuviera ocupados mientras él se le insinuaba a la chica. Ésa fue la primera vez que hice de ala, un 

 

término que Mystery había copiado de Top gun, al igual que objetivo y obstáculo. Lo hice lo mejor que pude, pero Baio no dejaba de mirar a Mystery y a su cita. —Que alguien me diga que estoy viendo visiones —dijo finalmente con 

nerviosismo—. Porque me da la sensación de que ese mago está intentando robarme a la chica. 

Diez largos minutos después, Mystery se levantó, me rodeó los hombros con el brazo y salimos del local. Una vez en la calle, sacó una servilleta de papel del bolsillo de la americana; era el número de teléfono de la rubia. 

—¿Te has fijado en ella? —me preguntó Mystery—. Es por chicas como ella por lo que estoy metido en el juego. Esta noche he usado todos los trucos que he aprendido durante la última década. Y han funcionado a la perfección. —Mystery estaba radiante; emanaba satisfacción—. ¿Qué te ha parecido la demostración? 

Mystery acababa de robarle la chica a un famoso y lo había hecho delante de sus propias narices; así de sencillo. Ésa era una gesta que ni siquiera Dustin hubiera sido capaz de lograr. Desde luego, Mystery era el número uno. 

Mientras la limusina nos llevaba al Key Club, Mystery nos enseñó el primer mandamiento de la seducción: la regla de los tres segundos. Tras localizar al objetivo, un hombre dispone de tres segundos para abordarlo. Si tarda más, la chica probablemente pensará que es un pesado que lleva mirándola demasiado tiempo y, además, el hombre empezará a ponerse nervioso, le dará demasiadas vueltas a su técnica de aproximación y acabará por estropearlo todo. 

Y Mystery puso en práctica la regla de los tres segundos en cuanto entramos en el Key Club. Se acercó a un grupo de mujeres, extendió las manos y preguntó: —¿Qué os parecen? No las manos, que ya sé que son demasiado grandes; hablo de las uñas pintadas de negro. 

Mientras las chicas formaban un círculo a su alrededor, Sin me separó de los demás y me sugirió que me diera una vuelta por el local e intentase mi primera aproximación. Yo traté de decirle algo a un grupo de chicas que pasaba a nuestro lado, pero la palabra hola apenas si consiguió salir de mi garganta. Las seguí y le toqué el hombro a la más rezagada. La chica se dio la vuelta, sorprendida, y me miró como si yo fuese un error de la naturaleza; precisamente la razón por la que siempre me había dado miedo la idea de hablar con una desconocida. 

 

—No abordes nunca a una mujer desde atrás —me recrimina Sin con su voz cavernosa—. Acércate siempre por delante, con un pequeño ángulo, para que el encuentro no resulte demasiado directo. Háblale por encima del hombro, como si fueras a marcharte en cualquier momento. ¿Te acuerdas de Robert Redford en El hombre que susurraba a los caballos? Es algo así. 

Al cabo de unos minutos vi a una chica que parecía llevar alguna copa de más. Llevaba un chaleco de guata rosa y el pelo, largo y rubio, le caía despeinado sobre los hombros. Pensé que era la oportunidad perfecta para redimirse. Siguiendo el ángulo que dibujan las manecillas del reloj a las diez, caminé hasta situarme frente a ella. Imaginándome que me aproximaba a un caballo al que no quería asustar, le hablé casi en un susurro. 

—¿Has visto a esas dos chicas peleándose ahí fuera? —le dije. 

—No —contestó ella—. ¿Qué ha pasado? 

Parecía interesada. Y me estaba hablando. Eso funcionaba. 

—Eh... Dos chicas. Se estaban peleando por un tipo pequeñín que medía la mitad que ellas. Y él estaba ahí, riéndose sin hacer nada. Al final ha llegado la policía y las ha arrestado. 

Ella se rió. Hablamos sobre la discoteca y sobre el grupo que tocaba esa noche. Era una chica muy agradable; de hecho, hasta parecía agradecer la conversación. Yo no podía creerlo. Nunca hubiera imaginado que abordar a una mujer pudiera resultar tan sencillo. 

Sin se acercó lentamente a mí. 

—Ahora, intenta un quine —me susurró al oído. 

—No te entiendo. ¿Quién es quién? —le pregunté. 

—¿Quién? —dijo la chica. 

Sin me cogió un brazo y lo colocó sobre el hombro de la chica. 

—Un contacto físico —volvió a susurrarme al oído. 

Al notar el calor de su cuerpo, recordé cuánto me agrada el contacto humano. A las mascotas les gusta que las acaricien; no hay nada libidinoso en que un perro o un gato te pida que lo acaricies. Y los seres humanos somos iguales. Necesitamos ese calor. Pero estamos tan obsesionados por el sexo que nos ponemos nerviosos y nos sentimos incómodos cuando alguien nos toca. Y, desgraciadamente, yo no soy ninguna excepción. Mientras hablábamos, yo no dejaba de pensar en mi mano, inmóvil, sobre su hombro. Era como una extremidad sin vida. Me imaginé a la chica preguntándose qué hacía esa mano sobre su 

 

hombro, buscando una manera elegante de deshacerse de ella. Así que le hice el favor de quitarla yo mismo. 

—Aísla La —volvió a susurrarme Sin. 

Le sugerí a la chica que nos juntásemos. Sin embargo nos siguió y se sentó a nuestra espalda. Tal y como me habían enseñado, yo le pregunté a la chica qué cualidades le parecían más atractivas en un hombre. Ella me dijo que tenía sentido del humor y un buen culo. 

Afortunadamente, yo poseo una de esas cualidades. 

De repente, volví a notar el aliento de Sin en la oreja. 

—Huele el pelo —me dijo. 

Yo le olí el cabello, aunque no acababa de entender por qué; supuse que Sin quería que utilizara un nega, así que le dije a la chica que el pelo le olía a humo. —¡Noooo! —siseó Sin. 

Al parecer, no era eso lo que tenía que hacer. 

Ella parecía molesta. Volví a olerle el cabello, intentando recuperar el terreno perdido. 

—Pero debajo noto un aroma embriagador. 

Ella volvió la cabeza y frunció ligeramente el ceño al tiempo que me miraba fijamente. 

—Eres un poco raro —me dijo tras un largo silencio. 

Afortunadamente, en ese momento llegó Mystery. 

—Este local está muerto —dijo—. Vamos a otro sitio con más marcha. A ojos de Mystery y de Sin, aquellos locales nocturnos no parecían pertenecer al mundo real. Nos susurraban al oído mientras intentábamos hablar con una mujer, haciendo uso de todo tipo de términos de seducción, incluso nos interrumpen en pleno ejercicio para explicarnos lo que estábamos haciendo mal, como si eso fuese lo más normal del mundo. Su seguridad en sí mismos era tal y sus instrucciones estaban tan llenas de términos incomprensibles que las mujeres aceptaban su presencia con toda naturalidad, sin sospechar que estaban siendo utilizadas para adiestrar a los futuros maestros de la seducción. 

Me despedí de mi nueva amiga tal y como Sin me había indicado que lo hiciera. 

—¿Un beso de despedida? —le dije, señalándome una mejilla, y ella me besó en la otra. Me sentí muy alfa. 

Antes de irnos, al entrar en el cuarto de baño, me encontré a Extramask de pie, enroscándose un mechón de pelo en un dedo. 

—¿Pasa algo? —le pregunté. 

 

—No... —me contestó él con nerviosismo—. Nada. 

Permanecí unos instantes en silencio, interrogándose con la mirada. —¿Puedo decirte algo? —me preguntó él. 

—Claro. 

—Me cuesta mucho mear cuando hay alguien cerca de mí. Incluso cuando ya estoy meando... Si aparece alguien, me paró y me quedo ahí quieto, sin saber qué hacer. ¡Es una mierda! 

—No tienes por qué ponerte nervioso —le dije yo. Nadie te va a juzgar. —Una vez, hará un año más o menos, un tío y yo estábamos intentando mear en dos urinarios pegados y ninguno de los dos lo conseguimos. Estuvimos ahí quietos más de dos minutos. Hasta que, al final, yo abroché la bragueta y me fui. Ahora que lo pienso —continuó diciendo tras un breve silencio—, el tío nunca me dio las gracias. 

Yo asentí, me acerqué al urinario y descargué con una absoluta falta de pudor. En comparación con él, yo iba a ser un alumno fácil para Mystery. Extramask todavía seguía en el mismo sitio cuando fui a lavarme las manos. —Siempre me han gustado esos paneles que dividen los retretes en algunos servicios públicos —me dijo—, pero sólo los hay en los sitios caros. 

 

CAPÍTULO 4

Yo estaba exultante. 

—¿Qué crees que habría hecho ella si hubiera intentado besarla? —le pregunté a Mystery en la limusina, de camino a la siguiente discoteca. 

—Cuando te sorprendas a ti mismo preguntándote si deberías besarla es que ha llegado el momento de hacerlo —me contestó él—. Imagina que tu cabeza es una caja de cambios. Lo que tienes que hacer entonces es acelerar, cambiar de marcha. Por ejemplo, le dices a la chica que acabas de darte cuenta de que tiene una piel preciosa y le acaricias el hombro. 

—Pero ¿cómo puedo estar seguro de que ha llegado ese momento? —Lo que hago yo es buscar un IDI. Un IDI es un indicador de interés. Que te pregunte si tu nombre es un IDI, que te pregunte si tienes pareja es un IDI. Que te apriete la mano cuando la coges es un IDI. Y, en cuanto consigo tres IDI, cambio de marcha. Ni siquiera pienso en ello. Sencillamente lo hago, como si fuese un ordenador. 

—Pero ¿cómo lo haces? ¿La besas directamente? —preguntó Sweater. —Sencillamente, le pregunto si quiere darme un beso. 

—Y, ¿entonces? 

—Entonces, una de tres —dijo Mystery—. Si ella te dice que sí, la besas; aunque eso es algo que no suele ocurrir. Si ella duda o dice que no está segura, entonces tú le dices pues averigüémoslo , y la besas. Y si te dice que no, le contestas que te alegras, porque no tenías intención de dejarle hacerlo; le dices que, sencillamente, te había dado la impresión de que quería besarte. 

—¿Entiendes lo que digo? —sonrió Mystery—. No tienes 

 

nada que perder. Está todo estudiado. Nunca falla. Ésa es la táctica del final con beso de Mystery. 

Yo me apresuré a apuntar cada palabra de la táctica de Mystery en mi cuaderno. Nadie me había explicado nunca cómo besar a una chica; era una de esas cosas que se suponía que los hombres sabían hacer de forma innata, como afeitarse o arreglar un coche. 

Mientras escuchaba a Mystery, sentado en la limusina, con el cuaderno sobre las rodillas, me pregunté a mí mismo qué hacía realmente allí. La gente normal no se apuntaba a talleres para aprender a ligar. Y lo que era aún peor, me pregunté por qué me importaba tanto el hecho de conseguir aprender, a qué se debía esa obsesión mía por la Comunidad y por sus extravagantes miembros. 

Puede que fuese porque ésa era la única faceta de mi vida en la que me sentía absolutamente fracasado. Cada vez que entraba en un bar, veía mi fracaso reflejado en unos ojos con rímel y en una sonrisa con lápiz de labios. La combinación de deseo y parálisis resultaba mortal. 

Esa noche, al acabar el taller, busqué entre los papeles de mi archivador. Buscaba algo que no había visto en muchos años. Tardé media hora, pero finalmente lo encontré en una carpeta bajo el título Escritos del instituto . Saqué una hoja de papel completamente llena de mi diminuta caligrafía. Era el único poema que había escrito en mi vida; lo había escrito a los diecisiete años y nunca se lo había enseñado a nadie. Y, aun así, ahí estaba la respuesta a mi pregunta. 

FRUSTRACIÓN SEXUAL 

por Neil Strauss 

La única razón por la que sales, 

el único objetivo de tu vida, 

atisbar un par de piernas conocidas en una calle transitada. 

Un breve contacto con una chica 

a la que sólo puedes llamar amiga. 

Una noche a dos velas fomenta la hostilidad. 

Un fin de semana a dos velas fomenta la rabia. 

A través de ojos inyectados percibes el mundo. 

Vives irritado con los amigos, con la familia, 

por razones que ellos no logran comprender. 

Sólo tú sabes el por qué de tu ira. 

 

Está la que sólo es una amiga, 

esa a la que hace tanto tiempo que conoces, 

esa que tanto te respeta; 

y con quien no es posible hacer lo que realmente deseas. 

La que ya no coquetea, la que ya no se molesta en fingir, 

pues cree que te gusta así, como ella es en realidad, 

cuando lo que más te gustaba de ella era su disfraz. 

Cuando tu propia mano se convierte en tu mejor amante, 

cuando tu semilla, aquella que guarda el don de la vida, 

cae desaprovechada en un Kleenex y es arrojada al retrete, 

te preguntas si algún día dejarás de preguntarte 

por lo que podría haber pasado aquella noche. 

Está la chica tímida que te sonríe, 

la chica que te mira como si quisiera conocerte. 

Pero no consigues reunir el valor para acercarte. 

Y la chica finalmente se convierte en fantasía nocturna, 

y con tu mano sustituye a la suya en aquello que podría haber sido, pero nunca será. 

Sacrificas los estudios, 

sacrificas a aquellos que de verdad te quieren; 

todo por perseguir un objetivo que nunca llegas a alcanzar. 

¿Acaso tienen más suerte todos los demás, 

o es que ellas no desean aquello que tú anhelas? 

Nada había cambiado desde que escribí ese poema. Yo seguía sin saber escribir poemas y, lo que era aún más importante, seguía sintiéndome igual de incapaz con las mujeres. Después de todo, puede que apuntarme al taller de Mystery no hubiera sido tan mala idea. Al menos, por una vez, estaba haciendo algo para cambiar mi lamentable realidad afectiva. 

Incluso los hombres sabios habitan en el engaño. 

 

CAPÍTULO 5

La última noche del taller, Mystery y Sin nos llevaron al Saddle Ranch, un bar decorado al estilo vaquero en Sunset Avenue. Yo ya había estado allí antes; aunque no había ido a ligar, sino a montar en el toro mecánico. Uno de los retos que me había puesto al mudarme a Los Ángeles consistía en llegar a dominar aquella máquina en el nivel más alto. Pero hoy no. Tras salir tres noches seguidas hasta las dos de la mañana y repasar lo ocurrido después con Mystery durante mucho más de la media hora estipulada, yo estaba destrozado. 

Y, aun así, al cabo de unos minutos, nuestro incansable profesor ya estaba en la barra, besándose con una chica un poco bebida y algo escandalosa que intentaba quitarle el sombrero. Mystery siempre empleaba las mismas frases de entrada, las mismas rutinas, las mismas palabras, y casi siempre conseguía un número de teléfono o un final con beso; incluso cuando la chica estaba con su novio. Yo nunca había visto nada igual. A veces, incluso llegaba a conmover a alguna chica hasta el punto de hacerla llorar. 

Al acercarme al toro mecánico, especialmente consciente de mi aspecto por el sombrero vaquero rojo que me había puesto ante la insistencia de Mystery, vi a una morena de pelo largo y piernas bronceadas que vestía con un jersey ajustado y una minifalda de volantes. Hablaba animadamente con dos chicos, dando saltitos delante de ellos como un personaje de dibujos animados. 

Un segundo. Dos segundos. Tres. 

—Parece que la fiesta se ha acabado. 

Se lo dije a los chicos. Después me volví hacia ella. Vacilé un instante. Sabía lo que tenía que decir a continuación —Mystery llevaba machacándose con esa frase todo el fin de semana—, pero, llegado el momento, me sentía aterrorizado. 

—Sí no... fuese gay, puedes estar segura de que serías mía. 

Sus labios dibujaron una inmensa sonrisa. 

—Me gusta tu sombrero —chilló la chica al tiempo que tiraba de él hacia arriba. 

Al parecer, lo de pavonearse funciona. 

—Se mira, pero no se toca —le dije, repitiendo una frase que le había oído usar a Mystery. 

A modo de respuesta, la chica se arrojó en mis brazos y me dijo que era muy divertido. Y, al aceptarme de aquella manera, hizo que el temor que yo sentía se evaporara. Entonces comprendí que lo único que hace falta para conocer a una chica es saber qué decir, cuándo decirlo y cómo decirlo. 

—¿De qué os conocéis? —pregunté. 

—Acabamos de conocernos. Me llamo Leonova —dijo ella con una torpe reverencia. 

Yo interpreté su gesto como un IDI. 

Decidí mostrarle a Leonova un truco que Mystery me había enseñado esa misma tarde, en el que yo tenía que adivinar el número que ella pensara entre el uno y el diez pista: casi siempre es el siete , y ella aplaudió encantada. 

Ante la evidencia de mi superioridad, los dos tipos que la acompañaban decidieron marcharse. 

Al cabo de un rato salimos a la calle. Cada TTF con el que nos cruzamos me levantaba el dedo pulgar, como diciendo, está super buena o vaya suerte . Qué idiotas. Iban a estropearlo todo. Tenía que encontrar la manera de decirle que no era gay; aunque, tal vez, a esas alturas ya se había dado cuenta ella sola. 

Me acordé de lo que me había dicho la primera noche sobre los quines y le rodeé los hombros con el brazo. Pero esta vez ella se apartó. Desde luego, eso no era un IDI. Volví a acercarme a ella y, justo cuando iba a intentarlo de nuevo, apareció uno de los chicos con los que estaba cuando la había abordado. Me quedé ahí, mirándolos como un idiota, mientras ella coqueteaba con él. Un par de minutos después, cuando por fin se volvió de nuevo hacia mí, le dije que ya nos veríamos. Ella me dijo que sí, e intercambiamos nuestros números de teléfono. 

Mystery, Sin y los demás me esperaban en la limusina. Aunque habían visto cómo todo se venía abajo, yo me sentía orgulloso de mí mismo por haber conseguido un número de teléfono delante de todos ellos. Pero Mystery no parecía impresionado. —No ha salido bien porque no te has valorado lo suficiente 

 

—me dijo en cuanto subí a la limusina—. Has dejado que ella jugase contigo. —¿Por qué dices eso? —le pregunté yo. 

—¿Te he hablado alguna vez de la teoría del gato y el cordel? 

—No. 

—¿Has visto alguna vez a un gato jugando con un cordel? Cuando el cordel se balancea encima de él, pero fuera de su alcance, el gato se vuelve loco, y salta y corre de un lado a otro intentando alcanzarlo. Pero, en cuanto lo consigue, el gato mira el cordel en el suelo y se aleja. El cordel le aburre. Ya no le interesa. —¿Y qué tiene eso que ver con lo que acaba de pasar? 

—La chica se apartó de ti cuando la abrazaste. Y entonces tú volviste a acercarte a ella, como un cachorrillo. 

—¿Y qué debería haber hecho? 

—Deberías haberla castigado. Deberías haberte dado la vuelta y haberte puesto a hablar con otra chica. Así la habrías obligado a esforzarse por recuperar tu atención. Pero, en vez de eso, fue ella quien te hizo esperar mientras hablaba con ese otro tipo. 

—Tendrías que haber dicho: Os dejo solos , y haberte alejado, como si se la estuvieras entregando a ese chico. Tienes que comportarte como si tú fueses un trofeo. 

Sonreí. Lo había entendido. 

—Sí —dijo Mystery—. Tienes que ser el cordel que se balancea fuera del alcance del gato. 

Apoyé las piernas sobre la barra de la limusina, me recosté en el asiento y, en silencio, pensé en lo que me había dicho Mystery. Él se volvió hacia Sin y ambos hablaron durante varios minutos. Yo tenía la sensación de que hablaban de mí. 

Intenté no encontrarme con sus miradas. Temía que me dijeran que estaba retrasando a los demás, que no estaba listo para participar en su taller, que lo mejor sería que estudiara por mi cuenta durante unos meses antes de volver a intentarlo. 

Hasta que dejaron de hablar y se volvieron hacia mí. Mystery me miró fijamente a los ojos. 

—Eres uno de los nuestros —dijo con una gran sonrisa—. Vas a ser una superestrella. 

 

CAPÍTULO 6

Grupo MSN: Salón de Mystery 

Asunto: Magia sexual 

Autor: Mystery 

El taller del método Mystery celebrado en Los Ángeles ha sido un rotundo éxito. En vista de ello, he decidido que, en mi próximo taller, enseñaré varios modos de hacer demostraciones de poder mental a través de la magia. Después de todo, algunos necesitáis algo con lo que dar a conocer vuestra gran personalidad. Si le entráis a una chica sin algo especial que ofrecerle —por ejemplo, si sólo decís hola, soy contable —, no atraerás su atención ni despertarás su curiosidad. 

En vista de ello he decidido jubilar el modelo EAAC + + y dividir el método en trece pasos detallados. Éste es el esquema básico: 

 . Sonríe cuando entres en un nuevo espacio. Localiza el objetivo dentro de un grupo y sigue la regla de los tres segundos. No vaciles. Abordarla con una de las frases de entrada memorizadas. Si es necesario, usa dos o tres seguidas. 

 . Las frases de entrada deben estar dirigidas al grupo entero, nunca directamente al objetivo. Al hablar, ignora al objetivo. Si hay hombres en el grupo, centra tu atención en ellos. 

 . Dirígete al objetivo con un nagano. Por ejemplo, dile: Qué monada. Las aletas de la nariz se te mueven cuando te ríes. Después enséñaselo a sus amigos y ríete. 

 . Demuestra que tienes una gran personalidad. Para hacerlo recurre a anécdotas, a la magia, a contar historias y al humor. Prestales atención, sobre todo, a los hombres y a las mujeres menos atractivos. El objetivo debe notar que ahora eres tú el centro de 

 

atención. Puedes recurrir a técnicas memorizadas, como la de las fotografías, pero sólo para los obstáculos. 

 . Si es necesario, dirígete otro negativo al objetivo. Por ejemplo, si quiere ver las fotos, di: ¡De verdad, qué prisas tiene esta chica! . Pregunta de qué se conocen las distintas personas del grupo. Si el objetivo está saliendo con uno de los chicos, averigua cuánto tiempo llevan juntos. Si es una relación seria, retírate con un encanto de conoceros . Si al llegar a este paso el objetivo no se ha dirigido a ti ni una sola vez, dile al grupo: No quiero que vuestra amiga piense que la estoy dejando de lado. ¿Os importa que hable un poco con ella? Siempre dicen que no les importa, que, si ella quiere, por ellos no hay problema. Y, si has ejecutado correctamente los pasos anteriores, ella querrá. 

 . Aísla del grupo diciéndole que quieres enseñarle algo y llévala a algún sitio donde podáis sentaros. De camino, intenta un quine. Cógela de la mano. Si ella te aprieta, las cosas marchan. Ya tienes tu primer IDI. 

 . Una vez sentados, despierta su curiosidad leyéndole unas runas vikingas, con un test de personalidad o con cualquier otra demostración que pueda divertirla. 

 . Dile: La belleza es algo común. Lo raro es encontrar a alguien con una energía realmente positiva, alguien que tenga su propia visión de la vida. Dime, ¿qué escondes tú en tu interior? ¿Escondes algo que te diferencie de las demás? Si ella se abre y te habla de sus sentimientos, habrás logrado tu segundo IDI. 

 . Guarda silencio durante unos instantes. Si ella reanuda la conversación con una pregunta que empiece por la palabra entonces has conseguido tu tercer IDI. Ya puedes... 

 . Finalizar con un beso. Sin más preámbulos, dile ¿Te gustaría besarme? Si las circunstancias no son las apropiadas para el contacto físico, puedes retrasar el momento diciendo: Tengo que irme, pero deberíamos continuar esto en otro momento. Después pídele el número de teléfono y márchate. 

MYSTERY 

 

 

CAPÍTULO 7

Por supuesto está Ovidio, el poeta romano que escribió Arte de amar; el duque de Lauzun, uno de los legendarios amantes en los que se inspira la leyenda de don Juan, y Casanova, que detalló sus conquistas en cuatro mil páginas de memorias. Pero el padre indiscutible de la seducción moderna es Ross Jeffries, un autoproclamado empollón de Marina del Rey, California. Alto, delgado y de tez porosa, este gurú californiano capitanea un ejército de sesenta mil hombres, entre los que se incluyen altos funcionarios gubernamentales, miembros de los servicios de inteligencia y criptógrafos, cuyo punto en común es su deseo de ligar. 

Su arma es su voz. Tras pasar años estudiando, tanto a los principales hipnotizadores del mundo como las enseñanzas hawaianas del kahuna, mantiene haber encontrado la técnica —y que nadie se equivoque, pues eso es precisamente lo que es— necesaria para convertir a la mujer más seca y respondona en un caniche libidinoso. Jeffries, que sostiene que el personaje interpretado por Tom Cruise en Magnolia está inspirado en él, llama a su técnica Seducción Acelerada. 

Jeffries desarrolló la Seducción Acelerada en , al dar fin a una racha de ausencia de relaciones sexuales de cinco años con la ayuda de la programación neurolingüística, una controvertida fusión de hipnosis y psicología surgida de las actividades para fomentar el desarrollo personal que tanto éxito tuvieron durante la década de los setenta y que encumbraron a gurús de la autoayuda como Anthony Robbins. La PNL se basa en la idea de que los pensamientos, los sentimientos y el comportamiento de cualquier persona —incluidos los de uno mismo— pueden manipularse mediante palabras y gestos diseñados para influir en el subconsciente. A Jeffries no se le pasaron por alto las posibilidades que ofrecía la PNL para ligar. 

 

A lo largo de los años, Jeffries ha conseguido superar a todos los competidores que le han surgido en el campo del ligue, convirtiendo la Seducción Acelerada en el modelo dominante para conseguir que los labios de una mujer acarician los de un hombre; al 

Al menos, ése fue el caso hasta que Mystery empezó con sus talleres. De ahí el clamor generalizado por obtener un testimonio en Internet del primer taller de Mystery. Sus admiradores querían saber si sus talleres merecían la pena, y sus enemigos, sobre todo Jeffries y sus discípulos, querían hacerlo trizas. Y yo decidí complacerlos a todos con una descripción detallada de mi experiencia. Mi descripción acababa con un llamamiento a posibles compañeros de ligue en Los Ángeles; los únicos requisitos eran cierto grado de confianza en uno mismo, algo de inteligencia y las habilidades sociales básicas. Yo sabía que, para convertirme en un maestro de la seducción, tendría que conseguir interiorizar todo lo que le había visto hacer a Mystery, y también sabía que eso era algo que sólo podría conseguir mediante la práctica; saliendo todas las noches. 

Al día siguiente recibí un e-mail de un tal Grimble. Se identificaba a sí mismo como un alumno de Ross Jeffries y decía querer sargear conmigo. Sargear, en la jerga utilizada por los seguidores de la Seducción Acelerada, significa salir a ligar; el término tiene su origen en las escapadas nocturnas de Sarge, uno de los gatos de Jeffries. 

Decidí devolverle el e-mail a Grimble. Una hora después sonaba el teléfono. —¿Qué pasa, tío? —me dijo con tono de conspiración—. Dime, ¿qué te ha parecido el método de Mystery? 

Le dije a Grimble lo que pensaba. 

—Me mola —dijo él—. Tienes que salir un día con Twotimer y conmigo. Hemos sargeado un montón con Ross Jeffries. 

—¿De verdad? Me encantaría conocerlo. 

—Escucha. ¿Sabes guardar un secreto? 

—Claro. 

—¿Usáis muchas técnicas en vuestros sargeos? 

—¿Técnicas? 

—Sí, ya sabes. ¿Cuánto es técnica y cuánto es una simple charla? 

—Yo diría que como el cincuenta por ciento. 

 Twotimer podría traducirse como El que sale con dos chicas al mismo tiempo . 

 

—Yo ya estoy en un noventa por ciento. 

—¿Qué? 

—Sí, empiezo con una frase de entrada cualquiera. Después encuentro sus valores y sus términos de trance. Y entonces utilizo uno cualquiera de los patrones secretos. ¿Conoces la secuencia del hombre de octubre? 

—No me suena; a no ser que sea una película de Arnold Schwarzenegger —bromeé yo. 

—Es la leche, tío. La semana pasada le di una personalidad completamente nueva a una chica que llevé a mi casa. Encontré sus valores y le cambié la línea temporal y la realidad interna. Después le acaricié la cara con un dedo y le dije —y, de repente, el tono de voz de Grimble se tornó lento e hipnótico— que se fijase en el rastro de energía que dejaba mi dedo al moverse. Le dije que esa energía se adentraba en ella y se extendía dentro de su cuerpo... provocando unas sensaciones cada vez más intensas... irresistibles. 

—¿Y después qué? 

—Después le apoyé un dedo en los labios y ella empezó a chupárselo —exclamó triunfalmente—. ¡Y un minuto después estábamos en la cama! —¡Qué pasada! —dije yo. 

No tenía ni idea de qué estaba hablando Grimble; lo único que sabía era que quería aprender su técnica. Recordé todas esas veces que había llevado a una chica a mi casa y cómo, al intentar darle un beso, ella me había rechazado con el típico discurso de prefiero que seamos amigos . De hecho, ésa es una experiencia tan extendida que el propio Ross Jeffries no sólo había inventado un acrónimo para ella, PASA, sino también una letanía de respuestas . 

Estuvimos hablando dos horas sin parar. Grimble parecía conocer a todo el mundo; desde leyendas como Steve P., cuyas seguidoras, según se decía, pagaban grandes sumas de dinero a cambio de gozar del privilegio de servirle sexualmente, hasta tipos como Rick H., el alumno más famoso de Ross Jeffries, que se había hecho célebre por un incidente relacionado con un jacuzzi y cinco mujeres. Sí, Grimble sería un perfecto compañero de ligue. 

 Una de ellas era: No puedo prometerte algo así. Los amigos no se etiquetan de esa manera. Lo único que puedo prometerte es que nunca haré nada con lo que tanto tú como yo no nos sintamos cómodos, algo para lo que tanto tú como yo no estemos preparados. 

 

CAPÍTULO 8

Al día siguiente fui a recoger a Grimble a su casa de las afueras. Esta iba a ser mi primera salida desde el taller de Mystery. También sería la primera vez que salía con un absoluto desconocido al que había conocido en Internet. Todo lo que sabía sobre él era que iba a la universidad y que le gustaban las chicas. 

Grimble salió por la puerta en cuanto aparqué delante de su casa y me obsequió con una sonrisa que no me pareció muy de fiar. No es que pareciera peligroso ni violento. No, más bien tenía un aire escurridizo, como un político o un vendedor; o como un seductor, supongo. Grimble tenía la tez pálida de un británico, aunque de hecho era de origen alemán. En realidad, mantenía ser descendiente directo de Nietzsche. Llevaba una chaqueta de cuero marrón sobre una camisa de flores estampadas con varios botones desabrochados que dejaban a la vista un pecho sin un solo pelo y todavía más prominente que su nariz. A primera vista, Grimble recordaba a una mangosta. En una mano sujetaba una bolsa de plástico llena de cintas de vídeo que lanzó sobre el asiento trasero de mi coche. 

—Son cintas de algunos de los seminarios de Ross —me dijo—. Sobre todo te gustará el seminario de Washington, porque habla de la sinestesia. Las otras cintas son de Kim y de Tom. —La ex novia de Ross y el nuevo novio de ésta—. Es el seminario de Nueva York: Anclaje avanzado y otras posibilidades picantes. —¿Qué es anclaje? —le pregunté yo. 

—¿Nunca has hecho anclaje condimentado? Mi alma, Twotimer, te lo explicará cuando lo conozcas. 

¡Me quedaba mucho por aprender! Por lo general, los hombres no se comunican entre sí con el mismo grado de profundidad emocional ni de detalles íntimos con el que lo hacen las 

 

mujeres, mucho más acostumbradas a hablar de las cosas sin tapujos. Los hombres, en cambio, se limitan a preguntarles a sus amigos: ¿Qué tal? Y el amigo se limita a levantar o bajar los pulgares. Así es como se hace. Si un hombre describiera una experiencia sexual con detalle a sus amigos, les estaría proporcionando una serie de imágenes con las que ellos no se sentirían cómodos. Entre los hombres es tabú imaginarse a un amigo desnudo o manteniendo relaciones sexuales, porque la imagen podría excitarlos, y todos sabemos lo que significaría eso. 

Así que, desde que a los once años empecé a experimentar el deseo sexual, yo había dado por supuesto que las relaciones sexuales eran algo que los hombres acababan por encontrar si salían mucho por la noche. La principal herramienta con la que contaba nuestro género era la persistencia. Por supuesto, había hombres que se sentían cómodos entre mujeres, hombres que jugaban con ellas sin piedad, hasta conseguir que comieran dócilmente de sus manos. Pero yo, desde luego, no era uno de ellos. Yo necesitaba hacer acopio de todo mi valor para preguntarle a una mujer qué hora era o dónde estaba Melrose Avenue. No entendía nada sobre anclajes, búsqueda de valores, términos de trance ni ninguna otra de esas cosas sobre las que hablaba Grimble. 

Era martes, una noche tranquila en las afueras de Los Ángeles, y el único sitio al que se le ocurrió que podíamos ir a Grimble fue el TGI Friday 's. Calentamos motores en el coche, escuchando cintas en las que Rick H. describe sus sargeos; practicando frases de entrada; ensayando sonrisas, y bailando sobre sus asientos. Aunque era una de las cosas más ridículas que había hecho en mi vida, me dije a mí mismo que estaba entrando en un mundo nuevo, con sus propias reglas de comportamiento. 

Entramos en el restaurante transmitiendo seguridad en nosotros mismos, sonriendo, como verdaderos machos alfa. Desgraciadamente, nadie se dio cuenta. Había dos tipos en la barra, viendo un partido de béisbol en la televisión, y un grupo de ejecutivos en una mesa. En cuanto a los camareros, casi todos eran hombres. Caminamos hasta la terraza. Al abrir la puerta, apareció una mujer. Había llegado el momento de poner en práctica lo que había aprendido en el taller. 

—Hola —le dije. Me gustaría saber lo que piensas sobre una cosa. Ella se detuvo, dispuesta a escucharme. Aunque debía de medir un metro y medio y tenía el pelo corto y rizado y un cuer 

 

por rechoncho, también tenía una agradable sonrisa; serviría para practicar. Decidí usar la frase de entrada de Maury Povich. 

—Esta mañana han llamado a mi amigo Grimble del programa de Maury Povich —empecé diciendo—. Parece ser que van a hacer un programa sobre admiradores secretos y alguna chica debe de estar loca por él. ¿Tú qué crees? ¿Crees que debería ir? 

—Pues claro —contestó ella—. ¿Por qué no iba a ir? 

—Pero... ¿Y si su admirador secreto resulta ser un hombre? —le pregunté—. En esos programas siempre intentan sorprender a la audiencia. ¡O imagínate que es un pariente! 

No me gusta mentir; tan sólo trataba de atraer su interés. Intentaba ligar. Ella se rió. Perfecto. 

—¿Tú irías? —le pregunté. 

—No, creo que no —contestó ella. 

—O sea, que a mí me recomiendas que vaya al programa pero tú no irías —protestó burlonamente Grimble—. Desde luego, no pareces nada aventurera. Fue magnífico verlo trabajar. Cuando yo hubiera dejado que la conversación decayera, él ya estaba dirigiéndose al terreno sexual. 

—Sí que lo soy —protestó ella. 

—Entonces, demuéstralo —dijo él con una sonrisa—. Te propongo un ejercicio. Se llama sinestesia —le dijo mientras avanzaba un paso hacia ella—. ¿Nunca has oído hablar de la sinestesia? Te ayuda a encontrar los recursos necesarios para obtener y sentir aquello que realmente deseas. 

La sinestesia es el gas mostaza de la Seducción Acelerada. Literalmente, consiste en una superposición de los sentidos. En el contexto de la seducción, sin embargo, la sinestesia se refiere a un tipo de hipnosis en la que la mujer alcanza un estado de conciencia en el que se le pide que proyecte mentalmente imágenes y sensaciones placenteras cada vez más intensas. El objetivo: llevarla a un estado de excitación que ella no pueda controlar. 

Ella asintió y cerró los ojos. 

Por fin iba a tener la oportunidad de oír uno de los patrones secretos de Ross Jeffries. Pero Grimble todavía no había tenido la oportunidad de empezar cuando un tipo con la cara sonrosada, una camiseta ceñida y aspecto de lanzador de pesas se acercó a él. 

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó a Grimble. 

 

—Le estaba enseñando a nuestra amiga un ejercicio de autoayuda que se llama sinestesia. 

—Pues ten cuidado, porque resulta que tu amiga es mi mujer. 

Me había olvidado de mirar si llevaba anillo, aunque no creía que ese pequeño obstáculo fuese a importarle a Grimble. 

—Desarmarlo mientras yo trabajo a su mujer —me susurró Grimble al oído. Yo no tenía ni idea de cómo desarmarlo. Y lo cierto es que él no parecía muy dispuesto a cooperar. 

—Si quieres, también puedes hacerlo tú —sugerí con escasa convicción—. Es muy interesante. 

—No sé de qué cojones me estás hablando —dijo él—. ¿Qué se supone que voy a conseguir con este jueguecillo? —Dio un paso adelante y apoyó la cara contra la mía. Olía a whisky y a aros de cebolla. 

—Conseguirás... Conseguirás... —tartamudeó—. Mira, olvídalo. Él me empujó con las dos manos. Aunque suelo decirles a las chicas que mido un metro setenta, de hecho mido un metro sesenta y cinco. De ahí que mi cabeza apenas le llegara a la altura de sus hombros. 

—¡Basta ya! —exclamó su esposa. Después se volvió hacia nosotros—. Está borracho —nos dijo—. Lo siento. Se pone así cuando bebe. 

—¿Cómo? —pregunté yo—. ¿Violento? 

Ella sonrió con tristeza. 

—Hacéis una buena pareja —seguí diciendo yo. No había duda de que mi intento por desarmarlo había fracasado, pues era él quien estaba a punto de desarmarse a mí. De hecho, su rostro rojo y ebrio estaba a cinco centímetros de mi cara, gritando algo sobre romperme no sé qué. 

—Ha sido un placer conocerlos —conseguí decir al tiempo que retrocedía lentamente. 

—Recuérdame que te enseñe cómo hay que tratar a un MAG —dijo Grimble de camino al coche. 

—¿A un MAG? 

—Sí, al macho alfa del grupo. 

—Ah. Ya entiendo. 

 

CAPÍTULO 9

Cuatro días después, el sábado por la tarde, mientras veía los vídeos que me había dejado Grimble, él me llamó con buenas noticias. Había quedado con su ala, Twotimer, y con Ross Jeffries en el California Pizza Kitchen. Después iban a ir al museo Getty, y yo estaba invitado a acompañarlos. 

Llegué quince minutos antes de la hora, elegí un reservado y estuve leyendo unos mensajes que había bajado de un foro de Internet. Twotimer llevaba tanta gomina que su pelo tenía la textura de una enredadera de regaliz, y llevaba una chaqueta negra de cuero que, junto a la gomina, le daba el aspecto de una serpiente. Su cara, redonda en infantil, lo hacía parecer un clon de Grimble al que alguien había inflado con una bomba de bicicleta. 

Me levanté al verlos llegar, pero Ross Jeffries me interrumpió antes de que pudiera presentarse; desde luego, no era la persona más educada que había conocido. Llevaba un abrigo largo de lana que flotaba libremente alrededor de sus piernas al andar. Era delgado y desgarbado. Tenía la piel grasa y una barba canosa de dos días. Su cabello, ralo, recordaba una fregona por sus cortos y descuidados mechones de color ceniza, y el gancho que tenía por nariz era tan pronunciado que le hubiera valido para colgar el abrigo. 

—Dime, ¿qué has aprendido de Mystery? —me preguntó con una risita desdeñosa. 

—Muchas cosas —le dije yo. 

—¿Cómo qué? 

—Bueno, para empezar, antes nunca sabía cuánto le gustaba a una chica. Ahora sé que hay maneras de saberlo. 

—¿Sí? ¿Cómo cuál? 

 

—Cómo recibir tres indicadores de interés. 

—¿Puedes decirme tres IDI? 

—Que la chica te pregunte cómo te llamas. 

—Sí, ése es uno. 

—Cogerle la mano y que ella te la apriete. 

—Dos. 

—Y... La verdad es que ahora no se me ocurre otro. 

—¡Lo ves! Entonces no debe de ser un buen profesor, ¿no? 

—Sí que lo es —protesté yo. 

—Entonces, dime el tercer IDI. 

—Ahora no me acuerdo. —Me sentía como un animal acorralado. —Caso cerrado —dijo él. 

Una camarera bajita y un poco regordeta con las uñas pintadas de azul y el cabello de un color castaño arenoso se acercó a la mesa. Ross la miró y me guiñó un ojo. 

—Éstos son mis alumnos —le dijo a la camarera—. Yo soy su gurú. —¿De verdad? —dijo ella con fingido interés. 

—¿Me creerías si te dijera que enseñó a la gente a usar el control mental para atraer a la persona que desean? 

—¡Venga ya! 

—Te aseguro que es verdad. Podría hacer que te enamorases de cualquiera de nosotros ahora mismo. 

—¿Cómo? ¿Con control mental? 

Aunque ella desconfiaba, era evidente que Ross había conseguido despertar su curiosidad. 

—Déjame que te pregunte algo. ¿Cómo sabes cuándo alguien te gusta de verdad? O, dicho de otra manera, ¿qué señales recibes de ti misma, desde tu interior, diciéndote que... —y, en ese momento, bajó la voz, pronunciando cada palabra con extrema lentitud— ese... chico... realmente... te... atrae... mucho? 

Después supe que el propósito de aquella pregunta era hacer que la camarera experimentase, en presencia de Ross, el deseo que va unido a la atracción, asociando así esa emoción con el rostro de Ross. 

Ella permaneció unos instantes en silencio, pensando. 

—Supongo que noto algo raro en el estómago, una especie de cosquillas. Ross se llevó la mano al estómago, con la palma hacia arriba. 

—Entiendo —dijo—. Y supongo que cuanto más te atraiga, más te subirán las cosquillas. —Lentamente fue subiendo la 

 

mano, hasta llegar a la altura del corazón—. Te subirán hasta hacerte sonrojar; como ahora mismo. 

Twotimer se inclinó hacia mí. 

—Eso es el anclaje —me susurró—. Consiste en asociar una emoción física, como el deseo sexual, a un gesto. Ahora, cada vez que Ross levante la mano, como acaba de hacerlo, ella se sentirá atraída hacia él. 

Bastaron unos minutos más de hipnótico coqueteo para que la mirada de la camarera empezara a enturbiar. Y Ross aprovechó la oportunidad para jugar de manera inmisericorde con ella. Subía y bajaba la mano, como si de un ascensor se tratara, desde el estómago hasta el corazón, sonriendo al ver cómo ella se sonrojaba una y otra vez. A esas alturas, la camarera había olvidado sus platos, que se balanceaban precariamente sobre su mano. 

—¿Te sentiste atraída inmediatamente por tu novio? —le preguntó Ross al tiempo que hacía chasquear los dedos para liberarla de su trance—. ¿O tardó en surgir el deseo? 

—Bueno, la verdad es que hemos cortado —dijo ella—. Pero sí, tardó en surgir. Al principio sólo éramos amigos. 

—¿No te parece que es mejor sentir el deseo desde el primer momento? — Volvió a levantar la mano y la mirada de la camarera volvió a enturbiar. Después Ross se señaló a sí mismo en lo que supuse que sería otro truco de PNL encaminado a hacerle pensar que él era el hombre que le hacía sentir ese deseo—. ¿Verdad que es increíble cuando ocurre eso? 

—Sí —dijo ella, ignorando por completo al resto de los comensales. —¿Qué le pasaba a tu novio? 

—Es demasiado inmaduro. 

Ross aprovechó la oportunidad. 

—Deberías salir con hombres de más edad —sugirió. 

—Yo estaba pensando lo mismo —repuso ella con una risita—. Debería salir con hombres como tú. 

—Y seguro que, cuando te acercaste a la mesa, ni se te pasó por la cabeza que podrías sentirte atraída por mí. 

—Desde luego que no —dijo ella—. No eres el tipo de hombre por el que suelo sentirme atraída. 

Ross le propuso que se vieran otro día, fuera del trabajo, y ella le ofreció inmediatamente su número de teléfono. Aunque la técnica de Ross Jeffries no se pareciera en nada a la de Mystery, parecía funcionar igual de bien. —Creo que el resto de tus comensales deben de estar impa 

 

identificándose —dijo Ross con una sonora carcajada, al tiempo que volvía a levantar la mano—. Pero, antes de que te vayas, quiero proponerte una cosa. ¿Por qué no cogemos todas esas buenas sensaciones que tienes ahora y las metemos en este sobrecito de azúcar? —Cogió un sobre de azúcar y lo frotó contra su mano levantada —. Así te acompañarán todo el día. 

Le ofreció el sobre de azúcar. Ella se lo guardó en el mandil y se alejó, roja como una remolacha. 

—Lo que acabas de ver es un ejemplo de anclaje condimentado —me explicó Grimble—. Incluso cuando Ross se haya ido, el sobre de azúcar permitirá que la camarera reviva las emociones que ha experimentado con él. 

Antes de salir del restaurante, Ross repitió exactamente la misma rutina con la encargada con idénticos resultados. Las dos mujeres tenían menos de treinta años; Ross ya hacía varios años que había cumplido los cuarenta. Yo estaba impresionado. Nos apretamos en el Saab de Ross para ir al Getty. 

—Todo lo que puedas conseguir de una mujer atracción, deseo, fascinación no es más que un proceso interno que tiene lugar entre su cuerpo y su mente —me explicó Ross mientras conducía—. Y lo único que necesitas para evocar ese proceso son las preguntas que le hagan profundizar en su cuerpo y en su mente, haciendo que ella experimente esa sensación de atracción o de deseo al contestar a tu pregunta. Entonces, ella relaciona esas sensaciones contigo. 

Twotimer, que estaba sentado a mi lado en el asiento de atrás, se volvió hacia mí y me observó en silencio. 

—¿Qué te ha parecido? —preguntó finalmente. 

—Ha sido increíble —dije yo. 

—No, ha sido malvado —me corrigió él, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa. 

Cuando paramos delante del Getty, Twotimer se volvió hacia Ross. —He cambiado el orden de algunos de los pasos de la secuencia del hombre de octubre —le dijo—. Me gustaría saber qué te parece. 

—Te das cuenta de lo que acabas de hacer, ¿verdad? —le dijo Ross, al tiempo que lo señalaba con un dedo a la altura del pecho. Estaba realizando un nuevo anclaje, intentando asociar la noción de equivocación con el patrón prohibido—. Si no enseño ese patrón en los seminarios es por algo. 

—¿Por qué? —preguntó Twotimer. 

 

—Porque es como darle dinamita a un niño —contestó Ross. 

Twotimer sonrió. Yo sabía exactamente lo que estaba pensando, pues, en mi mente, la palabra malvado ya estaba anclada a su sonrisa. 

—Darwin habló de la supervivencia del más fuerte —me explicó Twotimer mientras recorríamos la colección de arte del siglo XX del museo—. Al principio, eso significaba que sólo sobrevivían los más fuertes. Pero la fuerza bruta ya no sirve en la sociedad actual. Las mujeres viven rodeadas de seductores que saben usar el tacto y las palabras para enardecer las zonas del cerebro femenino en las que residen sus fantasías. —Había algo mecánico y ensayado en su manera de hablar, en su manera de gesticular, en su manera de mirarme. Me sentía como si intentase chuparme el alma con la mirada—. Así que el concepto de la supervivencia del más fuerte es un anacronismo. Como jugadores que somos, estamos a las puertas de una nueva era: la era de la supervivencia del más sutil. 

La idea me gustaba, aunque, desgraciadamente, yo era tan poco sutil como fuerte. Tenía por costumbre hablar demasiado rápido y con un tono de voz alto y entrecortado y mi lenguaje corporal era, cuando menos, poco fluido. En mi caso, iba a tener que trabajar mucho para lograr sobrevivir. 

—Casanova era uno de los nuestros —continuó diciendo Twotimer—, pero nuestro estilo de vida es mejor. 

—Supongo que, dada la moral de la época, sería más difícil seducir a una mujer en tiempos de Casanova —dije yo, intentando aportar algo a la conversación. —Y, además, nosotros tenemos la técnica. 

—¿Te refieres a la PNL? 

—Si, pero no sólo a eso. Casanova estaba solo. —Twotimer sonrió mientras clavaba la mirada en mis ojos—. Nosotros nos tenemos los unos a los otros. Caminamos por distintas salas del museo, observando a la gente que, a su vez, observaba los cuadros. Grimble y Twotimer abordaron a varias mujeres, pero yo estaba demasiado asustado como para intentar una aproximación delante de Ross; hubiera sido algo parecido a intentar tocar el violoncelo delante de Yo-Yo Ma. Me asustaba la posibilidad de que criticara todo lo que hacía o que le molestase que no me apoyara lo suficiente en su técnica. Aunque, pensándolo bien, estaba delante de un hombre que, para que sus alumnos vencieron el miedo a aproximarse a una mujer, les aconsejaba que se acercaran a cual 

 

quiera al azar y le dijeran: Hola, soy Manny el Marciano. ¿Cuál es tu sabor favorito de bola de bolos? Así que tampoco parecía lógico preocuparse demasiado por la posibilidad de quedar como un imbécil delante de él. De hecho, Ross se especializaba en crear imbéciles. 

Ross salió del museo con tres números de teléfono, Twotimer y Grimble con dos cada uno, y yo con las manos vacías. 

En el tren que bajaba al aparcamiento del museo, Ross se sentó a mi lado. —Escucha —me dijo—. Voy a dar un seminario dentro de un par de meses. Quiero que vengas. Puedes hacerlo sin pagar. 

—Gracias —le dije yo. 

—Quiero que sepas que voy a ser tu gurú. Yo, no Mystery. Ya verás cómo mis enseñanzas son cien veces más eficaces que las de Mystery. 

Yo no sabía qué decir. ¿Mystery y Ross peleándose por un TTF como yo? —Una cosa más —añadió Ross—. A cambio, quiero que me lleves a cinco... No, a seis fiestas de Hollywood con tías super macizas. Necesito ampliar mis horizontes. 

—Sonrió durante unos instantes en silencio—. Entonces, ¿Trato hecho? —me preguntó mientras se acariciaba la barbilla con el dedo pulgar. 

No me cabía ninguna duda: Ross me estaba realizando un anclaje. 

Paso 3: Demuestra tu valía 

Mi nombre es sutil como Barry y su voz está llena de graves. 

Tiene el cuerpo de Arnold y la cara de Denzel... 

Viste como un dandi, incluso cuando lleva vaqueros. 

Es un regalo del cielo, irrepetible, es el hombre de mis sueños... 

Siempre tiene algo profundo sobre lo que conversar, 

y eso significa mucho para mí, porque no es fácil encontrar hombres así. 

SALT-N-PEPA, Whatta man 

CAPÍTULO 1

Los mejores depredadores no acechan tumbados en la jungla, con las garras y los colmillos listos, pues, de hacerlo, sus presas los eludieron. Los mejores depredadores se acercan lentamente a su presa, sin amenazarla y, cuando se ganan su confianza, atacan. 

O al menos eso era lo que decía Sin, refiriéndose a ello burlonamente como el método Sin. 

Aunque, tras el taller, Mystery había vuelto a Toronto, Sin y yo seguimos saliendo juntos a sargear. A veces, yo lo acompañaba a casa con alguna chica que se había ligado. Al llegar, Sin la cogía del cuello y la empujaba contra la pared. En el último momento, justo antes de besarla, la soltaba, disparando el nivel de adrenalina de la chica en una mezcla a partes iguales de temor y de excitación. Después le preparaba la cena y no volvía a mencionar lo ocurrido hasta los postres. Entonces, la miraba fijamente, como un tigre mira a su presa, y, con un tono de voz que reflejaba deseo contenido, le decía: No puedes ni imaginarte las cosas que estoy pensando en hacerte. Por lo general, yo aprovechaba ese momento para disculparme y me marchaba a casa. 

Al igual que el taimado Grimble, Sin, el depredador, se convirtió en mi fiel compañero de sargeo. Pero nuestra amistad no duró mucho tiempo. Una tarde, en el centro comercial de Beverly Center, Sin me dijo que se había alistado como oficial en el ejército del aire. 

—Por primera vez en mi vida cobrará una nómina todos los meses —me explicó mientras tomábamos un café—. Además, podré elegir dónde quiero vivir. Llevo demasiado tiempo siendo un programador de ordenadores en paro. Intenté convencerlo de que no lo hiciera. A Sin le interesa ban las proyecciones astrales, el rock gótico, el sadomasoquismo y el sexo sin límites. En el ejército tendría que ocultar todo eso. Pero no estaba decidido. —He estado hablando de ti con Mystery —me dijo, inclinándose sobre la celosía metálica de la mesa—. Quiere hacer otro taller en Diciembre y, como yo no voy a poder ayudarlo, quiere que tú seas su ala. —Como siempre, sin hablar en serio. 

—Creo que estoy libre por esas fechas —dije, intentando dominar mi emoción ante la perspectiva de pasar un nuevo fin de semana con Mystery, ante la posibilidad de compartir sus secretos, como los patrones de tres capas que empleaba para conmover a las chicas hasta el punto de hacerlas llorar. 

No podía creer que Mystery me hubiera elegido a mí; supuse que no conocería a mucha gente. 

Tan sólo había un pequeño problema: yo no iba a estar en Los Ángeles en diciembre. Había comprado un billete de avión a Belgrado, para visitar a Marko, el compañero de clase que me había presentado a Dustin. Y, aún así, aunque ya era demasiado tarde para cancelar el viaje, por nada del mundo iba a renunciar a la posibilidad de ser el ala de Mystery. 

Tenía que encontrar una solución. 

Llamé a Mysteria Toronto, donde vivía con sus padres, dos sobrinas, su hermana y su cuñado. 

—¿Qué te cuentas, colega? Yo estoy muerto de aburrimiento —me dijo. —Me cuesta creer que te aburras —le contesté. 

—Me gustaría salir a dar una vuelta, pero no para de llover. Además, no tengo con quién salir. Y no tengo ni idea de adónde ir. —Mystery dejó de hablar conmigo y les pidió a sus sobrinas que se callaran—. Supongo que podría ir a comer un poco de sushi. 

Yo siempre había dado por supuesto que el gran Mystery tendría cientos de mujeres a su disposición y una lista interminable de tíos deseosos de salir a sargear con él. Pero ahí estaba, pudriéndose en casa de sus padres. Su padre estaba enfermo, su madre tenía demasiado que hacer y su hermana se estaba separando de su marido. 

—Podrías salir con Patricia —le sugerí. Patricia era la novia de Mystery, la que salía con negligé en una de las fotos que Mystery usaba a modo de currículum. —Está enfadada conmigo —me dijo. 

Mystery había conocido a Patricia cuatro años antes, cuan 

 

Ella acababa de llegar de Rumania. Intentando moldear a su gusto, convertirla en su mujer perfecta, la había convencido de que se operará el pecho, de que le hiciese mamadas algo que ella nunca había hecho y de que trabajase como stripper. Ella había accedido a todo hasta el día en que Mystery le pidió que se hiciese bisexual; a ojos de Mystery, la negativa de Patricia había roto el pacto que los unía. 

Cada persona tiene sus propias razones para entrar en la Comunidad. Algunos, como Extramask, quieren perder la virginidad. Otros, como Grimble y Twotimer, quieren acostarse con una chica distinta todas las noches. Y unos pocos, como Sweater, buscan a la esposa perfecta. Pero Mystery tenía sus propias ambiciones. 

—Quiero ser amado por dos mujeres distintas al mismo tiempo —me dijo—. Una rubia y una asiática . Y quiero que se quieran entre sí tanto como me quieren a mí. Y la heterosexualidad de Patricia está afectando a mi vida sexual, pues si no puedo imaginarme que hay otra chica con nosotros no consigo mantener la erección. —Mystery guardó silencio unos segundos, mientras cambiaba de habitación para que no le molestaran su hermana y su cuñado, que no dejaban de discutir—. Podría cortar con Patricia, pero lo cierto es que no hay tantas mujeres en Toronto. No, en Toronto no hay mujeres que te cieguen con su belleza; como mucho hay mujeres . 

—Múdate a Los Ángeles —le sugerí—. Esto está lleno de chicas despampanantes. 

—Sí, tendría que salir de aquí más a menudo —suspiró Mystery—. Por eso he pensado en hacer más talleres. Tengo gente interesada en Miami, en Chicago y en Nueva York. 

—¿Y qué me dices de Belgrado? 

—¿Belgrado? ¿No están en guerra en Belgrado? 

—No, ya no. La guerra se ha acabado. Yo voy a ir a visitar a un viejo amigo. Me ha dicho que ya no hay problema, que es seguro. Podemos quedarnos en su casa gratis y, además, ¿no dicen que las eslavas son las mujeres más guapas del mundo? Mystery dudó. 

—Y tengo un billete gratis para un acompañante. 

Silencio. 

Yo insistí. 

—Y qué demonios. Viviremos una aventura. En el peor de los casos, volverás a casa con una foto más que enseñar. 

Cuando decidía algo, Mystery siempre expresaba su decisión con la misma palabra: 

 

—Hecho. 

—Fantástico —dije yo—. Ahora mismo te mando los horarios de los vuelos por e-mail. 

No podía esperar. Durante las seis horas que duraría el vuelo a Belgrado haría que Mystery compartiera conmigo toda su sabiduría: cada truco de magia, cada frase de entrada, cada estrategia... Quería aprender cada una de sus palabras, cada uno de sus trucos; quería hacerlo porque funcionaban. 

—Pero antes hay algo que tenemos que hacer —me dijo él. 

—¿El qué? 

—Si vas a ser mi ala, no puedes llamarte Neil Strauss —me explicó con el mismo tono tajante con el que había dicho hecho —. Ha llegado el momento de que des el paso y te conviertas en alguien nuevo. Piénsalo: Neil Strauss, escritor. Nadie quiere acostarse con un escritor. Los escritores están en el escalafón más bajo de la escala social. Quieres ser una superestrella. Y no sólo con las mujeres. Eres un artista y creo que las habilidades sociales que estás adquiriendo pueden convertirse en tu nuevo arte. Te observé atentamente durante el taller; te adaptaste muy de prisa. Por eso te he elegido. 

De repente guardó silencio y oí el sonido de unos papeles. 

—Escucha —dijo por fin—. Quiero que sepas cuáles son mis objetivos de desarrollo personal. Los tengo escritos. Quiero conseguir dinero suficiente como para financiar un espectáculo ilusionista que haga una gira por todo el mundo. Quiero vivir en hoteles de lujo. Quiero viajar en limusina de una gala a otra. Quiero protagonizar grandes espectáculos ilusionistas en televisión. Quiero levitar sobre las cataratas del Niágara. Quiero viajar a Inglaterra y a Australia. Quiero joyas, juegos de ordenador, un avión teledirigido en miniatura, un secretario personal y un estilista. Y quiero actuar en Jesucristo Superstar, en el papel de Jesucristo, por supuesto. Desde luego, Mystery sabía lo que quería. 

—Lo que de verdad quiero es que la gente me envidie —concluyó—, que las mujeres me deseen y que los hombres quieran ser como yo. 

—Supongo que no recibirías suficiente amor de niño, ¿no? 

—Así es —contestó Mystery en tono avergonzado. 

Antes de colgar me dijo que iba a mandarme por e-mail la contraseña para entrar en un foro privado de Internet que se llamaba el Salón de Mystery. Lo había creado hacía dos años, cuando una camarera emprendedora con la que se había acostado en Los Ángeles leyó por casualidad lo que había escrito so 

 

sobre ella en un foro abierto dedicado a la seducción. Tras pasar el fin de semana buscando todo lo que Mystery había escrito en Internet, la camarera le escribió un e-mail a Patricia contándole las actividades secretas de su novio. La pelea que provocó aquella camarera con su e-mail estuvo a punto de destrozar aquella relación y, además, le enseñó a Mystery que ser un maestro de la seducción tenía su lado peligroso: tu novia podía enterarse. 

Al contrario de lo que ocurría en los foros de seducción en los que había estado participando yo, donde cientos de recién llegados luchaban por los consejos de un puñado de expertos, Mystery había elegido a los mejores de la Comunidad para su foro privado. Pero en el Salón de Mystery no sólo compartían secretos, anécdotas y técnicas, sino que, además, colgaban fotos de maestros de la seducción con sus conquistas; en ocasiones, incluso grabaciones de vídeo en las que podían verse sus hazañas en vivo. 

—Pero no lo olvides —me dijo Mystery con un tono de voz repentinamente serio—. Ya no eres Neil Strauss. Cuando nos encontremos en mi foro quiero que seas otra persona. Necesitas un nombre de seducción. —Reflexionó en silencio durante unos instantes—. ¿Style ? ¿Qué te parece Style? 

Ésa era una de las facetas de mi personalidad de la que siempre me había sentido orgulloso; puede que no poseyera el don de lo social, pero, desde luego, vestía mejor que la mayoría. 

—Sí, Style —reflexioné en voz alta—. Mystery y Style. 

Mystery y Style impartiendo un taller. Sonaba bien. Style, el maestro de la seducción, enseñándoles a un grupo de entrañables perdedores lo que tenían que hacer para conocer a las mujeres de sus sueños. 

Pero, en cuanto colgué, caí en algo importante: todavía me quedaba mucho que aprender. Después de todo, tan sólo hacía un mes que había participado en el taller de Mystery. Sí, todavía me quedaba mucho que aprender. 

Había llegado el momento de llevar a cabo un cambio radical. 

 . 

CAPÍTULO 2

Harry Crosby fue uno de mis ídolos de la adolescencia. Crosby fue un poeta de los años veinte y, aunque lo cierto es que sus poemas no valían nada, su estilo de vida, en cambio, fue legendario. Sobrino y ahijado de J. P. Morgan, se codeó con la jet set fue amigo de Ernest Hemingway y de D. H. Lawrence , fue el primero en publicar partes aisladas del Ulises de Joyce, y pronto se convirtió en símbolo decadente de la generación perdida. Asiduo consumidor de opio, vivió una vida intensa y juró que estaría muerto antes de cumplir los treinta años. A los veintidós años se casó con Polly Peabody, la inventora del sujetador sin tirantes, a quien convenció de que se cambiase el nombre por el de Caresse . Durante su luna de miel se encerraron en una habitación con una montaña de libros y no hicieron otra cosa que leer. A los treinta y un años, cuando se dio cuenta de que su estilo de vida no lo había matado, Crosby se pegó un tiro. 

Aunque no tenía una Caresse que lo hiciera conmigo, yo también me encerré una semana en mi habitación, al estilo Harry Crosby, y leí libros, escuché cintas, vi vídeos y estudié los posts que Mystery había publicado en su foro. En otras palabras, me sumergí en el estudio de la teoría de la seducción. Tenía que desprenderme de la piel de Neil Strauss para convertirme en Style, pues quería estar a la altura de las expectativas de Mystery y de Sin. 

Para conseguirlo, no sólo tendría que cambiar las cosas que les decía a las mujeres, sino también mi manera de comportarme. Debía tener más confianza en mí mismo, tenía que resultar más interesante, parecer más resuelto, desenvolverme con más elegancia, convertirme en el macho alfa que nadie me había en 

 

Señalado antes que podía llegar a ser. Tenía que recuperar todo el tiempo perdido, y tenía que hacerlo en seis semanas. 

Compré libros sobre lenguaje corporal y técnicas sexuales. Leí antologías de fantasías sexuales femeninas, como Mi jardín secreto, de Nancy Friday. Quería interiorizar la idea de que las mujeres anhelan tanto el sexo como nosotros, si es que no lo anhelan incluso más; lo que no desean es que las presionen, que les mientan ni que les hagan sentirse sucias. 

Compré libros de marketing, como el mítico Influencia de David Cialdini, en el que aprendí algunos de los principios básicos que guían las decisiones de la mayoría de las personas. El más importante es la prueba social, que es la noción según la cual si la mayoría de las personas hacen algo entonces ese algo debe de ser bueno. O sea, que resulta mucho más fácil conocer a una mujer en un bar si entras del brazo de una chica guapa, como lo llaman en la comunidad, que estando solo. 

Vi todas las cintas de vídeo que me había dado Grimble, tomando notas, memorizando patrones y frases de afirmación: Cruzarse conmigo es lo mejor que le puede ocurrir a una mujer. Una frase y un patrón no son lo mismo. Una frase es, básicamente, cualquier comentario aprendido de antemano que le hagas a una mujer. Un patrón es un guión más elaborado y diseñado específicamente para seducirla. 

Los hombres y las mujeres piensan y reaccionan de forma diferente. Para excitar, a un hombre le basta con ver la portada de un Playboy; de hecho, le basta con ver un aguacate deshuesado. Sin embargo, según los discípulos de la Seducción Acelerada, las imágenes y el lenguaje directo funcionan peor con las mujeres, que son más sensibles a la metáfora y a la sugestión. 

Uno de los patrones más famosos de Ross Jeffries se basa en un programa del Discovery Channel sobre el diseño de las montañas rusas como metáfora de la atracción, la confianza y la excitación, que a menudo son requisitos previos al sexo. El patrón describe la atracción perfecta , que proporciona una sensación de excitación extrema al elevarse lentamente hacia la cumbre y después lanzarse velozmente al vacío; además, las montañas rusas están diseñadas para ofrecer esa experiencia, de manera que los que monten en ella se sientan seguros y confiados. El resultado es que, en cuanto acaba el trayecto, quieres volver a subirte y repetir la experiencia una y otra vez. Aunque parece poco probable que un patrón como ése sea capaz de excitar a una chica, desde luego es mejor que hablarle del trabajo. 

 

Pero a mí no me bastaba con estudiar las técnicas de Ross Jeffries. Dado que sus teorías se basaban en la programación neurolingüística, queriendo saber más, compré libros de Richard Bandler y John Grinder, los dos catedráticos de la Universidad de California que desarrollaron y popularizaron la escuela de neuropsicología en los años setenta. 

Después de la PNL llegó el momento de aprender alguno de los trucos de Mystery. Me gasté ciento cincuenta dólares en tiendas de magia, comprando vídeos y libros sobre levitación, aprendiendo a doblar metales y a leer el pensamiento. Mystery me había enseñado que una de las cosas más importantes que podía hacer un hombre al conocer a una mujer atractiva era demostrar su valía. En otras palabras, ¿qué me hace mejor que los veinte tipos que ya se han acercado a la chica antes que yo? Bueno, desde luego doblar un tenedor con la mirada o adivinar cómo se llama ya es algo a mi favor. 

Para poder demostrar mi valía compré libros sobre análisis caligráfico, sobre lectura de runas escandinavas y sobre el tarot. Al fin y al cabo, no hay nada de lo que le guste hablar más a una persona que de sí misma. 

Tomé notas sobre todo lo que estudié, inventando frases y tácticas. Y como consecuencia de todo ello, descuidé el trabajo, a mis amigos y a mi familia, pues dedicaba dieciocho horas al día a mi misión. 

Una vez almacenada toda la información en mi cerebro, empecé a trabajar en mi lenguaje corporal. Me apunté a clases de swing y salsa. Alquilé Rebelde sin causa y Un tranvía llamado deseo para imitar los gestos y las poses de James Dean y Marlon Brando. Estudié cada movimiento de Pierce Brosnan en su versión de El secreto de Thomas Crown, de Brad Pitt en ¿Conoces a Joe Black?, de Mickey Rourke en Orquídea salvaje, de Jack Nicholson en Las brujas de Eastwick y de Tom Cruise en Top gun. 

Tuve en cuenta cada detalle de mi comportamiento físico. ¿Balanceaba los brazos al andar? ¿Los sacaba un poco hacia afuera, como lo haría alguien con grandes pectorales? ¿Caminaba con un aire arrogante? ¿Podía sacar más el pecho? ¿Mantener la cabeza más erguida? ¿Caminar con las piernas más separadas, como si éstas intentarán moverse alrededor de unos genitales enormes? 

Tras hacer todo lo que pude por mi cuenta, me apunté a un taller de Técnica Alexander para mejorar mi postura y deshacerme de la maldición de los hombros estrechos que había he 

 

de mi familia paterna. Y, dado que nadie entiende nunca nada de lo que digo, también acudí a clases particulares de retórica y de canto. 

Me compré chaquetas elegantes y camisas de colores vivos, y me engalane con todos los accesorios que pude. Me compré anillos, una cadena y todo tipo de piercings falsos. Probé llevar sombreros vaqueros, botas de plumas, collares con luz y hasta gafas de sol en espacios cerrados; todo para ver cómo reaccionan las mujeres. En mi fuero interno, la mayoría de mis chillones accesorios me parecían una horterada, pero lo cierto era que la teoría del pavoneo de Mystery funcionaba. Llevar una prenda que destaca ofrecía una excusa para entablar conversación conmigo a las mujeres que estuvieran interesadas en conocerme. 

Salía prácticamente todas las noches con Grimble, con Twotimer y con Ross Jeffries y, poco a poco, fui aprendiendo a comportarme de manera distinta con las mujeres. Las mujeres están hartas de tratar con tipos corrientes que hacen las mismas preguntas de siempre: ¿De dónde eres? ¿En qué trabajas? Con nuestros patrones, nuestros trucos y nuestras tácticas, nosotros éramos como héroes caídos del cielo para salvar del hastío a las hembras del planeta. 

Aunque, claro, no todas las mujeres sabían apreciar nuestros esfuerzos. Aunque ninguna mujer me diera una bofetada, me gritara ni me tirase la copa a la cara, la posibilidad de un fracaso sonado siempre estaba presente en mi cabeza. Estaba el caso de Jonah, un miembro virgen de la Comunidad al que una chica borracha había golpeado, dos veces, en la nuca al interpretar él mal sus IDI. O el de Little Big Dick , un miembro de la Comunidad de Alaska que estaba sentado en un bar, hablando con una chica, cuando el novio de ésta se acercó a él por la espalda, lo tiró al suelo y estuvo pegándole patadas en la cara durante dos minutos, con lo que le fracturó la órbita de un ojo, además de dejarle huellas de las suelas de sus botas por toda la cara. Pero ésas eran las excepciones; o al menos eso esperaba yo. 

Y, aun así, mientras iba a Westwood, el barrio en el que está la universidad de UCLA, dispuesto a llevar a cabo mi primer sargeo diurno, esos dos casos no dejaban de rondar la cabeza. Al llegar al barrio de la universidad, a pesar de que llevaba una chuleta con mis frases de entrada y mis tácticas favoritas en uno de los bolsillos traseros de mis vaqueros, no podía evitar temblar de miedo mientras recorría las calles a pie, buscando una mujer a la que abordar. Al pasar por delante de una franquicia de Office Depot, vi a una chica con gafas marrones y una corta melena rubia que le flotaba sobre los hombros. Tenía unas curvas suaves y armoniosas —perfectamente dibujadas por unos vaqueros ajustados, pero sólo lo estrictamente necesario— y una piel preciosa, del color de la mantequilla quemada; parecía un tesoro por descubrir. 

Ella entró en la tienda y yo decidí pasar de largo, pero, al hacerlo, volví a verla a través del escaparate. Parecía una fría intelectual cuya bomba interior todavía no había explotado; alguien con quien podría hablar sobre películas de Tarkovsky antes de ir a una exhibición de camiones con ruedas gigantes, una chica digna de convertirse en mi propia Caresse. Sabía que, si no la abordaba, después me arrepentiría de no haberlo hecho. Así que me decidí a llevar a cabo mi primer intento de ligue diurno. Además, me dije, para darme confianza, seguro que de cerca no estaba tan buena. 

Entré en la franquicia y la encontré en el pasillo de los sobres. 

—Perdona, ¿te importaría ayudarme a resolver un debate interior que me está torturando? —le dije. Mientras pronunciaba las palabras advertí que, de cerca, era todavía más guapa. Estaba ante una verdadera chica . Y, aun así, tenía que seguir el protocolo y lanzarle una negativa—. Quizá no debería decirte esto —balbuceé—, pero crecí viendo dibujos de Bugs Bunny y tengo que decirte que tienes unos dientes adorables; me recuerdan a los de mi conejo favorito. 

Quizá me hubiera pasado. Me había inventado el nega sobre la marcha y lo más probable era que ella estuviera a punto de darme una bofetada. Pero, en vez de pegarme, la chica sonrió. 

—Si te oyera mi madre, te mataría —me dijo—. ¡Con el dineral que se ha gastado en ortodoncia! 

La chica estaba flirteando conmigo. 

Llevé a cabo la rutina de adivinar un número y, afortunadamente, ella eligió el siete. Le pregunté en qué trabajaba y me respondió que era modelo y que tenía un programa propio en la TNN. Mientras más hablábamos, más parecía disfrutar ella de mi compañía. Pero, al ver que las cosas funcionaban, empecé a ponerme nervioso. No podía creer que una mujer como aquélla